Si atendemos a la historia de la democratización en
México, encontraremos una constante: quienes han pugnado por ella han sido
quienes no han estado en el poder. La paulatina erosión del régimen autoritario
priista no fue resultado de una graciosa concesión de los gobiernos tricolores,
sino principalmente de las luchas políticas y sociales de los opositores a esos
gobiernos.
Los primeros signos de apertura, como por ejemplo la
legalización en 1978 de partidos políticos que antes habían sido ilegales,
resultaron de una pulsión social que obligaba al gobierno a abrir cauces a
aquellos que buscaban el cambio a través de las urnas, y no de la violencia. Las
resistencias dentro del gobierno hicieron que la reforma no fuera integral y
que, en el fondo, simplemente se reservaran mejores espacios de diálogo a las
minorías con derecho de pataleo.
Y cada uno de los siguientes pasos resultó de una
movilización ciudadana que hacía imposible el mantenimiento del anterior estado
de cosas. La ola cardenista de 1988 obligó a que la organización de las
elecciones ya no fuera atributo de la Secretaría de Gobernación, y a la
creación del Instituto Federal Electoral, a que se generara control de quién
votaba a través de una credencial única de elector, y a que los ciudadanos
tuvieran una participación cada vez más activa.
En sucesivos pasos se fue avanzando. Un paso
particularmente importante fue la plena ciudadanización y la autonomía del IFE.
Y a la medida en que ello sucedía, también se acumulaban las tensiones en el
gobierno, entre quienes veían la democratización como un peligro, por la
posibilidad de perder el control y quienes la veían como una necesidad,
precisamente con la intención de no perder ese control. El empuje de las
oposiciones fue el fiel de la balanza y las reformas sucesivas tomaron cauce,
para hacer elecciones cada vez más confiables.
Luego de la alternancia, se vio que algunos sujetos
políticos que habían luchado por la democracia, en realidad habían luchado por
algo así como el “quítate tú para ponerme yo”. Hubo intentos, tanto de Felipe
Calderón –desde que era diputado- como de Enrique Peña Nieto para intentar
acotar la pluralidad que se expresaba con cada vez más fuerza. Estos intentos tuvieron
dos vías: una era la disminución de la autonomía de la autoridad electoral; la
otra, una reforma regresiva en materia de representatividad, para que hubiera
menos diputados y senadores “de partido”, que son los de las listas
plurinominales.
En ambos casos, confiados en la aparente mayoría de
la que disponían, lo que se intentaba era un regreso al bipartidismo, con
hegemonía del partido en el poder. En ambos casos toparon con la pared de la
oposición. Por un lado, la izquierda se los impidió y, por el otro, los
priistas encontraron la magia del pluralismo cuando dejaron el gobierno y lo
mismo pasó con los panistas.
Resulta sintomático que, en las dos ocasiones, se
manejaron argumentos relativos al costo excesivo de la democracia, y en
particular al costo de tener tantos diputados y senadores. Los promotores,
desde el poder, se agarraban de la mala imagen de los legisladores entre la
población y la utilizaban tramposamente, a sabiendas de que los supuestos
ahorros obtenidos serían piscachas que no pintan en el cuadro del gasto público
federal. No importa. En México uno dice “millones” y eso basta para generar
indignación.
Uno imaginaría, ingenuo que es, que con la llegada
de Andrés Manuel López Obrador a la presidencia, ese tipo de actitudes y de
iniciativas tendería a desaparecer. Pero qué va. Hay, dentro de la coalición
gobernante, quienes quieren echar para atrás las reformas electorales que tanto
trabajo costaron a la sociedad –y particularmente a la izquierda- porque, al
cabo, piensan que ellos son la democracia. Y que, por tanto, su permanencia en
el poder es la mejor garantía de que la democracia está viva. En otras
palabras, se portan igualito que sus antecesores. O tal vez peor.
El primer objetivo es la autonomía del INE. De ahí,
una serie de ataques de todo tipo, incluso personales, hacia los integrantes de
su Consejo. Ninguno de esos ataques ha podido hacer mella en la institución y,
si acaso, lo que ha logrado es calentar los ánimos de la Comunidad de la Fe,
ese grupo de activistas que piensa que todos los que no lo apoyan ciegamente,
están coludidos en contra de AMLO.
El segundo, crear condiciones para una menor
fiscalización de los recursos, tanto los que se destinan a los partidos como
los que pueden ser utilizados de manera clientelar.
El tercero, la búsqueda de fórmulas de asignación de
escaños que favorezca a la mayoría (“a la gobernabilidad”, dice el eufemismo) y
que reduzca, de manera paralela, la representación legislativa de las minorías.
Varios de esos temas estarán en la palestra en los
próximos meses. De inmediato se avecina la sustitución de cuatro de los
consejeros generales del INE. Es un proceso que debe ser lo más transparente
posible, y en el que se deben buscar consensos, y no la lógica del mayoriteo.
Rumbo a las elecciones federales de 2021 también
sería conveniente fortalecer las reglas de transparencia en la política de
entrega de apoyos sociales. Ya ha habido varias denuncias sobre el mal uso que
hacen de ello los “superdelegados”.
Finalmente, si hubiera alguna adecuación que hacer a
las fórmulas de representación, debería ser en el mismo sentido de las
anteriores: buscar que sea cada vez más parecida a la proporcionalidad pura. No
al contrario. Lo primero es apostar por la política y el éxito. Lo segundo es
hacerlo por el agandalle elemental.
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