Vivimos días de vendavales en los mercados financieros mundiales, que
presentan una notable inestabilidad, con tendencia a la baja. Son el
signo de una nueva crisis económica global, que presenta características
muy distintas de las que la han precedido.
Como en toda crisis, hay un exceso de capital que no encuentra acomodo.
A diferencia de las más tradicionales —pensemos en la Gran Depresión de
1929-33— y de otras recesiones históricas, en las que este exceso era
de capacidad instalada o inventarios, ahora el capital sobrante está en
forma de activos financieros, que se mueven cada vez más como hormigas a
las que les han tapado el hoyo.
El ritmo de crecimiento económico global, tras el ramalazo de 2008-09,
no ha sido rápido. Y ha tenido una peculiaridad adicional: ha sido capaz
de crear muy pocos empleos, con lo que podemos hablar, también, de un
exceso de oferta de mano de obra.
Recuperación lenta, desempleo persistente y volatilidad financiera
hacen una combinación explosiva. Sin duda lo es en lo económico, pero
también en lo social. Para completar el panorama complicado, hay varios
países desarrollados que no pueden salir por la puerta tradicional —la
del gasto público— debido a su elevado déficit fiscal y a la existencia
de una deuda pública muy grande con respecto al producto. En otras
palabras, escasearán las locomotoras capaces de jalar al resto de las
economías.
Todo esto sucede mientras no se ha puesto coto al desarreglo provocado
por la especulación campante durante 2008. La política de rescate de los
sistemas financieros no fue acompañada de una revisión seria de las
políticas a seguir, ni de una regulación digna de ese nombre. En lo
fundamental, aunque sin tantos bonos chatarra, el desbarajuste ha
seguido.
¿En qué se ha traducido esto? En un sistema financiero bloqueado en su
tarea esencial —que es servir de intermediario entre decisiones de
ahorro y decisiones de inversión—, en la multiplicación de capitales
golondrinos, en la lucha desesperada por mantener el financiamiento de
parte de esos capitales de corto plazo.
¿Y cuál es el resultado neto? Que el capital financiero carcome al
capital productivo. Tal y como está funcionando —las recientes olas
especulativas así lo hacen ver— se parece más a un tumor que a un aceite
que mejora el desempeño de las economías. En vez de una fusión entre lo
financiero y lo productivo, vivimos una fisión, una desintegración.
Al mismo tiempo, la política hace su parte, y la falta de acuerdos en
muchos países se traduce en un empeoramiento de las expectativas
económicas y en un funcionamiento socialmente poco eficaz de las
democracias. En ese terreno, también entran a la lucha los intereses
creados.
¿Qué mejor ejemplo para esto último que la degradación de la deuda de Estados Unidos de parte de Standard & Poor’s?
Es sabido y repetido que Estados Unidos ha vivido por décadas por
encima de sus ingresos y que tiene una enorme deuda pública y un
gigantesco déficit fiscal. Pero en una deuda y un déficit lo importante
no es su tamaño absoluto o relativo, sino la posibilidad de ser
financiados.
Estados Unidos tiene un acceso al financiamiento que no goza ninguna
otra nación, lo que significa que su gobierno puede sostener niveles de
deuda más altos que otros gobiernos. También el papel mundial del dólar
genera demanda continua por bonos del Tesoro. Toda nueva emisión es
absorbida con rapidez por los mercados mundiales y Estados Unidos no
honrará una deuda el día que el infierno se congele. Su deuda es AAA
aunque no nos guste.
Pero llega una calificadora, en época de mercados volátiles, y degrada
el valor de la deuda norteamericana. La misma empresa que, pocos días
antes de la quiebra de Lehman Brothers todavía aconsejaba invertir en
esa financiera. La que fue juez y parte en la crisis de 2008. La que
calificaba como AAA la deuda irlandesa y la española hace unos cuantos
años. La que aún hoy califica a la deuda del gobierno francés como AAA, a
pesar de que el “riesgo país” de Francia es superior al de México
(calificado con BB). La deuda externa total (pública y privada) de
nuestro país es sólo 20 por ciento del PIB. En EU y varias naciones
europeas ronda por el 100 por ciento.
Entonces uno se pregunta cuáles son los factores que analizan Standard
& Poor’s y sus hermanas. Sin duda deben contar la relación entre
deuda y producto, la tasa de inflación, la dinámica del comportamiento
de los déficits, la existencia de instituciones financieras estables y
la situación política. Lo que no se sabe es cómo son ponderados estos
factores.
En un artículo reciente
en el New York Times, Nate Silver hace notar que “los ratings de deuda
soberana de S. & P., tienen una correlación extremadamente fuerte
con la medición de riesgo político conocida como Índice de Percepción de
la Corrupción, que publica anualmente Transparencia Internacional”.
Silver no dice que haya una relación de causalidad, pero sí subraya que
resulta preocupante que los dos tipos de rating se parezcan tanto.
Preocupante, porque indica que estamos viviendo el reino de la
subjetividad.
En otras palabras, la deuda de EU no fue degradada porque haya crecido,
así sea marginalmente, el riesgo de que el Tesoro no pague. Fue
degradada por una razón política: había que mostrar que el pleito
bipartidista que trabó la decisión del techo de la deuda tenía un costo.
Y, por cierto, qué mejor que lo pague Obama.
Todo esto son malas nuevas para los feligreses del mercado, que
deberían ignorar a las calificadoras, al menos hasta que vuelvan a
demostrar competencia. Pero las seguirán atendiendo, aunque la Iglesia
esté en manos de Lutero.
En tanto, la crisis-metástasis seguirá desarrollándose, a menos de que
se tomen medidas radicales para cambiar el sistema, sin liquidarlo.
Falta por ver cómo se expresará el hartazgo social ante una situación
que ofrece muy pocas salidas. Cuáles serán las reacciones, los nuevos
movimientos sociales y reordenamientos políticos. Y cuáles serán las
excrecencias políticas, que las habrá.
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