Mi regreso a la ciudad de México, luego de más de dos años en Sinaloa, fue bastante sencillo. Luego de unas semanas en la casa de mis padres, encontramos un departamento en el sur, en la Campestre Churubusco, atrás del Metro Tasqueña. Era de buen tamaño y estaba situado convenientemente para quienes no tenían auto, pero la renta resultó bastante cara. Se comía aproximadamente el 40 por ciento de mi salario, y Patricia no trabajaba, así que la diferencia salarial entre la UNAM y la UAS se hizo más que nula: en Culiacán me sobraba más luego de pagar la renta. El departamento estaba ubicado en la calle Cerro San Antonio, frente a un multifamiliar de maestros, encima de una cocina económica y a media cuadra de un parquecito.
En la Facultad de Economía me dieron una plaza de profesor asociado B de tiempo completo, lo que significaba que tenía que dar tres materias cada semestre. En el primero, fueron Economía Política II, Economía Política IV y Teoría y Política Monetaria, que era la que más me gustaba. También obtuve un cubículo, primero en una zona laberíntica del segundo piso, que desaparecería como área de profesores durante una remodelación entonces en curso, y poco después en el anexo de la Facultad, en la sede del Centro de Estudios del Desarrollo Económico de México (CEDEM).
Mi rutina era agradable. Salía temprano hacia el paradero del trolebús y allí tomaba uno que me dejaba en la esquina de Universidad y Copilco. El trayecto era lento, pero cómodo y tranquilo. Solía aprovecharlo para leer literatura, y fueron varios los libros agradables que leí en esos recorridos por Avenida Miguel Ángel de Quevedo. De ahí, a las clases, con alumnos que –en promedio- no eran mucho mejores que los de la UAS, pero que tenían la ventaja de asistir a una universidad con una enorme y plural oferta cultural, lo que potenciaba sus capacidades. Otra diferencia con la universidad sinaloense era que en aquella los pocos estudiantes destacados (recuerdo a Leobardo Díez Martínez, a César Valenzuela, a otro de apellido Elenes) tenían que interactuar con los profesores para saciar su sed de conocimientos, mientras que en la UNAM había más jóvenes sobresalientes, y con ello se abría la posibilidad de una mayor interacción estudiantil, que suele ser una experiencia más rica que la que se tiene con los maestros. De esa primera generación a la que dí clases, saldría –en la materia de Teoría y Política Monetaria- uno de los mejores alumnos que tuve durante la década que fui profesor de carrera en la UNAM: Jorge López Portillo Tostado (nada qué ver con el JLP presidente), quien, cosas de la vida, es sinaloense. Actualmente es secretario de Planeación y Finanzas del estado de Querétaro.
Empecé también a llevarme con los profesores de la Facultad y también con los de la Maestría en Docencia Económica, que estaba en su primer año, bajo la dirección de Pepe Ayala. Allí también trabajaba Roberto Cabral, con quien había hecho migas años antes. Al poco tiempo de mi llegada, mi amigo Raúl Trejo fue nombrado director de difusión de la Facultad, así que a menudo pasaba a su oficina a charlar con él.
Tomaba el trolebús cuatro veces al día, porque iba a comer a la casa. A menudo, el último viaje se hacía en la penumbra, entre casas oscurecidas por los apagones programados por el gobierno. Sólo el alumbrado público y el que dotaba de energía al trole funcionaban. La medida se tomó porque la economía había crecido más rápido que la capacidad para generar electricidad, y en las horas pico se sobrecargaba el sistema. Un problema de exceso de demanda y falta de planificación que, en cierta medida, pinta todo aquel sexenio de crecimiento desbocado y desordenado, incapaz de medir las consecuencias más inmediatas, no digamos las de mediano plazo. Es un dato que también nos recuerda que aquellos años estuvieron de verdad muy lejos de la abundancia con la que los quiere vender cierta nostalgia.
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