Regresar a la ciudad de México implicaba para mí, además, una expansión de las opciones culturales a las que tenía acceso: librerías, discos, más cine, teatro, eventos… Pero lo mejor eran las revistas, porque el país vivía una coyuntura en la que el kiosco de publicaciones estaba muy vivo.
Además de las que leía de manera cotidiana desde que estaba en Sinaloa, descubrí El Viejo Topo, publicación española que brindaba una versión heterodoxa, completa y compleja del pensamiento de izquierda. El Viejo Topo trataba temas como “placer y marxismo”, análisis de literatura iberoamericana o reflexiones sobre el Estado policial; allí conocí a autores tan diversos –y tan necesarios- como Fernando Savater, Agnes Heller y Terenci Moix. Una revista erótica ( a su manera) y herética. También tuve acceso a Mother Jones, con su periodismo “de revelación”, que –además de tocar temas claves como la lucha por la despenalización del aborto o el sindicato polaco Solidaridad, desnudaba la hipocresía dominante y las grandes trampas, en muy distintos campos, de las grandes empresas. Ese periodismo era para mí la revelación de que en Estados Unidos sí existía una izquierda.
Igualmente, esos fueron los años de gloria de la revista del PCM, El Machete, en aquel entonces dirigida por Roger Bartra. El Machete abordaba problemas relativos a las minorías sexuales, la situación de la mujer, la polémica sobre la relación entre sindicatos y partidos, a cuestiones del socialismo actual, el rock, la novela de la onda o la política económica. Era un foro abierto a la discusión y era mucho, pero mucho menos cuadrada que la mente del comunista mexicano promedio. En algún momento mi buen amigo Raúl Trejo Delarbre criticó la poca presencia de la lucha de los trabajadores en esa revista, y le puso Le Machette. Bartra le replicó con argumentos que en estos momentos no recuerdo, pero sí que le pagó con la misma moneda, llamándolo Raúl Trejo Delouvriere.
Para completar mis lecturas hebdomadarias, cuando iba a casa de mis papás, le arrancaba a la revista Siempre!, de la que mi jefe era asiduo, el magnífico suplemento La Cultura en México, dirigido por Carlos Monsiváis, que también abordaba, y de manera cada vez más frecuente, temas de carácter político y sindical.
Era una época en la que en el país aparecían muchísimas publicaciones de línea progresista. Correspondían a una izquierda que debatía con ideas, muy lejana de la que hoy se hace llamar así y que –como el PRI de entonces- sólo está interesada en la guerra interna de posiciones para ver qué hueso puede roer.
A una de estas publicaciones, la revista Crítica Política, me invitó a colaborar Alfonso Vadillo, quien era copropietario. Envié una olvidable reseña cinematográfica de Kramer contra Kramer.
La emoción de recibir el uno
Una de las primeras cosas que hice cuando llegamos al departamento fue suscribirme al unomásuno, que también por entonces vivía sus días de gloria. Ya no tendría que luchar por un ejemplar en la cartolibrería de la Avenida Obregón en Culiacán; ahora llegaría directito a mi casa.
Todavía recuerdo la emoción casi infantil que me invadió el día en que, bajando las escaleras, me encontré el uno en el pasillo. Además, ese periódico regalaba a sus suscriptores varias publicaciones semanales o mensuales que estaban de alguna manera ligadas con la casa editorial. Aquel primer día el diario llegó junto con Imágenes, la revista de cine. Me miro con esa revista en la mano y con una gran sonrisa satisfecha.
Otra revista que solía venir con el unomásuno era Fem, dedicada a cuestiones feministas y que, al igual que la de cine, ya desapareció. Sólo sobrevive Tiempo Libre (porque el unomásuno poco tiempo más tarde entraría en una crisis –ya contaré la historia, porque fui protagonista secundario-, seguida de una larga agonía, un coma prolongado y la muerte… actualmente un zombi deambula con ese nombre en algunas oficinas de prensa y quién sabe dónde más).
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