miércoles, marzo 02, 2011

(Biopics: Un gastroenterólogo en mi pasado)


Decía José Joaquín Blanco, apocalíptico: “Hay un gastroenterólogo en tu futuro”. Eso es casi tan malo como tener un gastroenterólogo en tu pasado, como es mi caso.

Sucede que desde la preadolescencia he tenido problemas intestinales de diverso tipo, que suelen ser ligeros. En algún momento de mi estancia en Sinaloa arreciaron, eso de que las tripas se le pasan gruñendo todo el día. Y el Wally Meza tuvo la malhadada idea de recomendarme a su gastroenterólogo.

Fui a la cita, le expliqué mis dolencias al doctor y me dijo que tenía que revisar con rayos X el estado de mi aparato digestivo, para lo cual me recetó una purga potentísima y me citó al día siguiente en la mañana.
Mal dormido y debilitado, porque el purgante me había obligado a levantarme varias veces por la noche, llegué al consultorio. Esperé un rato con la tripa vacía gruñendo. Luego me hicieron pasar y, tras las preguntas de rigor –del tipo de la consistencia (totalmente acuosa) de mi última evacuación-, me condujeron, él y una enfermera con cuerpo de tanquecito, a una sala de torturas. Allí me esperaban unos grandes sobres amarillos, con la marca Kodak bien visible. Era la solución, que imaginé de un azul fosforescente, que me introdujeron a través de un enema. Jorge Ibargüengoitia se había quedado chiquito con “La Ley de Herodes”, pensé, mientras corría por mis entrañas el líquido (presumiblemente) azul del imperialismo yanqui. Para más inri, la enfermera me indicó que hiciera varios movimientos, todos incomodísimos, para que la solución se adhieriera a todas las paredes intestinales. De ahí, me mandaron al baño a que la descargara (y tal vez por eso no me la imagino, sino que la recuerdo azul).

Yo creía que había pasado lo peor. Que nada más me acostaría en la plancha para que tomaran las impresiones. Pero no. Ya se sabe que una parte fundamental de la tortura es alargarla más allá de las expectativas de la víctima. Me colocaron una especie de fuelle que fue llenando de aire mis intestinos, el chiste era que estuvieran bien inflados para que la impresión saliera bien. La molestia del líquido imperialista era nada, comparada con la que me causaba repetir los movimientos con las vísceras llenas de aire, hasta que, con toda calma, el gastroenterólogo verificaba que cada placa había salido correcta. Encima, me tenía que aguantar la respiración. Sólo entonces pude regresar al baño y expulsar el aire, con un rosario de pedos estrepitosos.

A los pocos días, los resultados. Yo no tenía ni coágulos, ni hernias, ni adherencias, ni enteritis, ni nada. Sólo un pinche intestino delgado hiperactivo. Eso no obstó para que el médico me hiciera una serie de recomendaciones sanitarias y dietéticas imposibles de seguir, pero indispensables para corroborar la salud moral del especialista.   

Estoy seguro que, a tres décadas de distancia, las radiografías abdominales ya no son lo que eran. Aun así, vale la pena estar siempre en guardia, a la defensiva, ante cualquier propuesta médica de un gastroenterólogo, porque aunque pueda no resultar en tortura, el sermón está de todos modos garantizado.    

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