Tuve la fortuna de que mi maestro de literatura en la preparatoria fuera Mauricio Brehm, un místico aspirante a jesuíta, pero sobre todo un poeta. El poeta Brehm tenía una obsesión por la palabra, por el Verbo, en sus dos acepciones. Quería desentrañar el nombre de las cosas, ahí buscar a Dios, a sabiendas de que se encontraba, si acaso, en otro lado.
Tal vez por eso, nos recomendó a sus alumnos avanzados leer a un poeta de su generación, que desde otra posición filosófica y vital, también buscaba desnudar el secreto de las palabras con la herramienta de la poesía. Se llamaba Eduardo Lizalde y había escrito un libro titulado Cada Cosa es Babel, que pude conseguir todavía en su primera edición (1966), porque ya se sabe que la poesía vende poco.
Había una extraña combinación en aquellos poemas. Eran hasta cierto punto culteranos, de no fácil comprensión, y sin embargo exhalaban furia. Los nombres como obstáculo, como tortura. Los que limitan lo ilimitable. Las palabras que disciplinan, y evitan que el jardín obedezca a su vocación de selva. El malestar de la cultura, pues. Y la necesidad del grito.
De ahí, a otro libro, El Tigre en la Casa, en donde el grito era ya de plano encabronado, y Lizalde hacía la fusión entre los exquisitos y los pinchepiedreros. Poemas (o un poema) de desamor, ira y autoconocimiento (porque él es el Tigre, y el que lucha contra él y el minino que bebe su lechita mientras hace un reclamo). La idea de que el amor es la muerte. La posibilidad, como también decía Brehm, de que la palabra "mierda" también puede ser poesía si está bien colocada.
En 1975 adquirí La Zorra Enferma. Lizalde había llegado a su madurez poética y se había convertido en una suerte de Marcial mexicano. Epigramas, sátira, poemínimos irritantes que el pueblo no podrá reconocer como poesía, letras que se quedan estancadas, como en un charco, puercos capaces de amar, críticas pestilentes a la docencia y a la televisión, las relaciones amorosas como peleas de box y la versión pesimista de que el hombre "siempre será el lobo artero del hombre", mientras Dios -quien por fortuna no existe- se devora a sí mismo o es juzgado en los tribunales de Nurenberg por crímenes de lesa humanidad.
Recuerdo haber leído y releído en voz alta mi ejemplar La Zorra Enferma, junto con Edgar List, quien a su vez lo hacía con Relación de los Hechos, de José Carlos Becerra. Los dos más grandes poetas de esa generación. Edgar y yo, fascinados con ambos, terminamos intercambiando ejemplares, y creo que los dos ganamos.
Pocos años después, Caza Mayor, un libro donde Lizalde termina de fijar su estilo, y también su impostada misantropía (impostada, porque en realidad no odia al ser humano, sino se burla de sus sueños de grandeza) y su peculiar ateismo (peculiar, porque su Dios existe, sólo que es torpe y malvado y si de verdad fuera Dios durará sólo algunos brillantísimos instantes). Es lo que seguiría en sus otros libros de poesía.
Mucho más tarde, ya en este siglo, leí Manual de Flora Fantástica, que cabe dentro del rubro ancho de "varia invención". Otra de las obsesiones de Lizalde, el jardín y la selva y la perversión (sobre todo la intelectual) intercruzadas. Me quedo con el ciruelo, lento ajedrecista, y, más aún, con la planta de maceta que era en realidad la más grande cantante de ópera que ha existido.
Hablando de ópera, Lizalde fue un gran conocedor y divulgador de ese género musical. Del programa radial "Memorias y Presencias", que el poeta conducía en Opus 94, me quedó la impresión de que tenía cierta preferencia por las rusas. También, que estaba enamorado de su propia voz. Y que su voz, en un tono engolado propio de tiempos muy pasados, lo devoraba como un Dios revanchista de un poema de Lizalde.
En fin, Eduardo Lizalde fue un enorme poeta. Para mí, uno de los más grandes en la historia de México y una influencia central en la formación de mi canon literario. Ahora que se ha ido, sería de muy mal gusto, pero propio de esa humanidad que el poeta despreció, dedicarle un jardín público, y no una cantina, piquera o bar, como él hubiera querido.
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