La caída, uno a uno, de los países del bloque
soviético fue, en su momento, un golpe para muchos simpatizantes de la
izquierda. En mi caso, lo fue mucho menos porque desde años atrás estaba en una
ruta que me alejaba, no sólo del “socialismo realmente existente”, sino también
del marxismo como eje de pensamiento.
Lo que es seguro es que no preveía yo una
unificación tan rápida de las dos Alemanias. En un convivio con miembros de la embajada
de la República Federal, un funcionario había comentado, como de paso, que
habría reunificación al año siguiente. Corría septiembre de 1989. A mí me
pareció una conclusión apresurada. En realidad, faltaban menos de dos meses
para que cayera el muro, y el hombre tenía razón.
Vivir
esos momentos desde el periódico era una gozada, por la velocidad con que
corrían las noticias y su valor informativo, desde aquel picnic en la frontera
de Austria y Hungría hasta el fusilamiento de Ceaucescu. Pero recuerdo que en
esos días había varios compañeros que se comportaban como la viuda que todavía
le hace la sopa al marido fallecido. Vivieron, al menos por un rato, el fin del
muro como si fuera el fin del mundo. Todavía no asimilaban lo evidente: que la
población de las naciones satélites vivía su desvinculación de la URSS y del
socialismo “real” como una liberación que no sólo era política: también era
social y, sobre todo, vital.
Estos
compañeros criticaban, sí, los excesos autoritarios que permeaban la vida de
aquellos países, pero en el fondo los tenían como referencia, dentro del mundo
bipolar en el que vivíamos hasta entonces. Y precisamente lo que veían eran
excesos, no la existencia de un sistema intrínsecamente perverso.
De esa
época son algunas de las primeras pláticas que tuve con Taide, cuando empezamos
a convivir. Ella tenía la frescura de no haber militado en ninguna organización
socialista y de haber leído textos marxistas como parte del currículum escolar,
no con la devoción con que los devoramos muchos de la generación anterior a
ella.
Una
cosa que se quedó de esas conversaciones fue que ella dijo que había mucha
crueldad en la idea de hacer que la historia avanzara sin miramientos. Que
había un enorme desprecio a las vidas individuales de las personas. Y que, si quienes
habían seguido de manera dogmática el ideal comunista no hacían cuentas con ese
desprecio y esa crueldad, no serían capaces de superar el trauma, ni de
convertirse en buenas personas, porque en realidad no lo habían sido, aunque
sus ideales fueran buenos y pensaran en una humanidad mejor.
El caso
es que la mayoría de mis compañeros y amigos habían asociado la lucha por el socialismo
con la lucha por la democracia, así que ni les resultó tan difícil entender el
hartazgo social que llevó al fin de aquel sistema, ni hacerse cargo de que las
contrahechuras del sistema comunista eran insalvables. Algunos de ellos no tuvieron siquiera una pizca de nostalgia (que, confieso, yo sí he llegado a tener cuando suena La Internacional).
El
proceso que siguieron no fue lineal ni generalizado -a varios nos gusta citar a
Trotsky fuera de contexto y decir que su desarrollo fue “desigual y combinado-.
Pocos meses más tarde me invitaron a firmar un desplegado crítico-petitorio
respecto a la Revolución Cubana. En sus primeros párrafos tenía un elogio
inmerecido a los supuestos logros revolucionarios, para luego irse al tema, con
una posición que de seguro molestaría a la nomenklatura de la isla. Me negué,
con el argumento de que los dulcecitos innecesarios del principio desmerecían
el resto del contenido. Percibí que había un cierto miedo a la ruptura de
verdad.
Había, por
otra parte, otros militantes de izquierda para los que la vía democrática era
tan solo una coartada para alcanzar el poder. Ellos no se hicieron cargo de los
errores de fondo que ellos compartían con los regímenes caídos y pasaron de la
negación al duelo y de nuevo a la negación. Siguieron oficiando en una iglesia
derrumbada. Y allí siguen, haciendo daño.
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