viernes, mayo 20, 2022

Biopics: La caída del bloque soviético (y sus viudas)

 

La caída, uno a uno, de los países del bloque soviético fue, en su momento, un golpe para muchos simpatizantes de la izquierda. En mi caso, lo fue mucho menos porque desde años atrás estaba en una ruta que me alejaba, no sólo del “socialismo realmente existente”, sino también del marxismo como eje de pensamiento.

Lo que es seguro es que no preveía yo una unificación tan rápida de las dos Alemanias. En un convivio con miembros de la embajada de la República Federal, un funcionario había comentado, como de paso, que habría reunificación al año siguiente. Corría septiembre de 1989. A mí me pareció una conclusión apresurada. En realidad, faltaban menos de dos meses para que cayera el muro, y el hombre tenía razón.

Vivir esos momentos desde el periódico era una gozada, por la velocidad con que corrían las noticias y su valor informativo, desde aquel picnic en la frontera de Austria y Hungría hasta el fusilamiento de Ceaucescu. Pero recuerdo que en esos días había varios compañeros que se comportaban como la viuda que todavía le hace la sopa al marido fallecido. Vivieron, al menos por un rato, el fin del muro como si fuera el fin del mundo. Todavía no asimilaban lo evidente: que la población de las naciones satélites vivía su desvinculación de la URSS y del socialismo “real” como una liberación que no sólo era política: también era social y, sobre todo, vital.

Estos compañeros criticaban, sí, los excesos autoritarios que permeaban la vida de aquellos países, pero en el fondo los tenían como referencia, dentro del mundo bipolar en el que vivíamos hasta entonces. Y precisamente lo que veían eran excesos, no la existencia de un sistema intrínsecamente perverso.

De esa época son algunas de las primeras pláticas que tuve con Taide, cuando empezamos a convivir. Ella tenía la frescura de no haber militado en ninguna organización socialista y de haber leído textos marxistas como parte del currículum escolar, no con la devoción con que los devoramos muchos de la generación anterior a ella.

Una cosa que se quedó de esas conversaciones fue que ella dijo que había mucha crueldad en la idea de hacer que la historia avanzara sin miramientos. Que había un enorme desprecio a las vidas individuales de las personas. Y que, si quienes habían seguido de manera dogmática el ideal comunista no hacían cuentas con ese desprecio y esa crueldad, no serían capaces de superar el trauma, ni de convertirse en buenas personas, porque en realidad no lo habían sido, aunque sus ideales fueran buenos y pensaran en una humanidad mejor.

El caso es que la mayoría de mis compañeros y amigos habían asociado la lucha por el socialismo con la lucha por la democracia, así que ni les resultó tan difícil entender el hartazgo social que llevó al fin de aquel sistema, ni hacerse cargo de que las contrahechuras del sistema comunista eran insalvables. Algunos de ellos no tuvieron siquiera una pizca de nostalgia (que, confieso, yo sí he llegado a tener cuando suena La Internacional).

El proceso que siguieron no fue lineal ni generalizado -a varios nos gusta citar a Trotsky fuera de contexto y decir que su desarrollo fue “desigual y combinado-. Pocos meses más tarde me invitaron a firmar un desplegado crítico-petitorio respecto a la Revolución Cubana. En sus primeros párrafos tenía un elogio inmerecido a los supuestos logros revolucionarios, para luego irse al tema, con una posición que de seguro molestaría a la nomenklatura de la isla. Me negué, con el argumento de que los dulcecitos innecesarios del principio desmerecían el resto del contenido. Percibí que había un cierto miedo a la ruptura de verdad.

Había, por otra parte, otros militantes de izquierda para los que la vía democrática era tan solo una coartada para alcanzar el poder. Ellos no se hicieron cargo de los errores de fondo que ellos compartían con los regímenes caídos y pasaron de la negación al duelo y de nuevo a la negación. Siguieron oficiando en una iglesia derrumbada. Y allí siguen, haciendo daño.


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