En noviembre de 1989, cuando apenas caía el Muro de Berlín (y todavía no se desencadenaba el desmembramiento del bloque socialista y la URSS) entró a imprenta El Libro del Año 1990, el primero de varios anuarios que se publicarían a iniciativa de José Carreño Carlón. Lo coordinó Raúl Trejo. Además de la revisión de las noticias que habían corrido en los últimos 12 meses, había varios textos sobre temas diversos. Entre los autores recuerdo, además de Carreño Carlón, a Rolando Cordera, José Woldenberg, Fernando Calzada, Enrique González Tiburcio, Paulino Sabugal, Leonor Ludlow, María Rosas, Carlos Martínez Assad, Marcio Valenzuela, y hay otros que se me olvidan.
El texto que yo escribí, que intentaba conectar algunas preocupaciones, parece algo optimista tres décadas después. Pero da una idea de las preocupaciones de aquel entonces. Creo que también da idea del momento que pasaba en mi vida personal. Helo aquí:
Modernidad, modelo para armar.
I: El Progreso
-El mundo avanza que es una barbaridad
Hasta hace pocos años, la modernidad y el progreso
iban de la mano, parecían enamorados. Lo moderno se entendía como acumulación
social de gadgets (elaborados, por supuesto, con nuevos materiales sintéticos),
plétora de construcciones (el cemento embellecía a México, rezaba una
publicidad hace treinta años), consumación de sueños de riqueza en los que la
humanidad se alejaba de su despreciado pasado campesino.
Ladrillo moderno versus adobe antiguo; leche industrializada
versus seno materno; la mentalidad del progreso colonizado prescribía derrumbar
árboles y palmeras para logra siquiera una sombra de parecido con un Los Ángeles
de quimera.
Durante un largo tiempo, parte importante de la oferta
política nacional se cifraba en la idea del progreso. El país crecía, se
urbanizaba, hacía valedera la promesa revolucionaria de movilidad social y se
preparaba para administrar la abundancia. El progreso era visto como un
incansable tren que, en vía recta, transporta a la humanidad hacia el futuro
luminoso; y se nos enseñó que los gobiernos emanados de la Revolución Mexicana
eran los conductores, los que habían logrado sacar al país del marasmo del ancién
regime y (re)colocarlo en la historia. La acumulación de todo lo acumulable
pavimentaría el dorado camino del mañana.
Pero el progreso no estaba exento de pesadillas, y
para muestra basta un botón. La ciudad del futuro resultó ser muy diferente de
la que nos pronosticaba el Tesoro de la Juventud: la contaminación, las
distancias inhumanas, la violencia, la ruptura de la vida de barrio no estaban
previstas en el guion. La riqueza a la vuelta de la esquina se tornó en un
listado infinito de carencias que el crecimiento económico no pudo resolver y
de contradicciones que se agigantaron. El progreso agrandó lo antiguo (y aún
peor, lo hipertrofió); su camino nos llevó al punto de partida, al lugar que
quisimos dejar. Neza y Chimalhuacán se convirtieron en sinónimos de progreso.
Todo era una barbaridad.
II. Una ilusión bisecular
- En
México sólo existen dos partidos: el del progreso y el del retroceso:
José María Luis Mora
Puede decirse que los siglos XIX y XX han estado
volcados hacia el progreso, bajo una lógica de tiempo lineal. Sus marcas
sucesivas han sido la industrialización, la consolidación de los Estados-nación,
el agudizarse de las contradicciones de clase, las pugnas nacionalistas, el
gran debate ideológico comunismo versus capitalismo, el fin de la era colonial,
la formación de bloques económico-sociales en un mundo varias veces bipolar. Ha
sido un avance hacia la sociedad de masas, en el que la humanidad se ha abierto
paso pisando cadáveres (los de las guerras, las revoluciones, los “homicidios
blancos” de trabajadores desgastados por las condiciones de trabajo, los
provocados por el desastre ecológico).
En ese mundo nos criamos, y adoptamos posiciones que
consideramos correctas en un mundo claramente dividido. Durante mucho tiempo
esta división (y, en el fondo, la creencia en el carácter lineal del progreso)
propició una verdadera epidemia de doblepensamiento orwelliano, que
permite el mantenimiento simultáneo de dos premisas claramente contrapuestas
como verdades irrefutables: “solo hay socialismo cuando hay auténtica
democracia” – “en la URSS no hay democracia” – “en la URSS hay socialismo”; “las
democracias respetan los derechos humanos”- “en Corea del Sur no se respetan
los derechos humanos” – “en Corea del Sur hay democracia”. Con buena fe, como
muchos luchadores sociales, o con cinismo, como muchos políticos de las grandes
potencias, se pueden hacer malabarismos exquisitos para poder representar lo bueno,
lo positivo, el partido del progreso.
De repente, las clavas y las pelotas se le empezaron a
caer a mucha gente: el malabarismo se hacía más difícil, las certidumbres
crujían, los paradigmas, las iglesias laicas se venían abajo. El peso de las
víctimas -directas o indirectas- de todos los dogmatismos aplastaba cada vez
más las conciencias.
Y cuando se caen las iglesias ¿qué se hace? La
socorrida práctica de ir creando capillitas que se derrumban como castillos de
naipes parece una salida falsa.
III. Modernidad = tolerancia
Hubo sociedades que llegaron tarde al siglo XIX, otras
más se atrasaron para llegar al siglo XX; si el cambo de milenio prefigura el
fin de la ilusión bisecular, hay que admitir que casi todos vamos con el reloj
un tanto atrasado. Es cierto, ya es lugar común hablar de la interdependencia,
del fin de los antiguos nacionalismos y del Estado tutelar, pero demasiado a
menudo esto se confunde con el pragmatismo del doblepensador clásico,
que no hace sino aprovecharse de las circunstancias.
Hay que tener cuidado, entonces, con quienes -desde
una posición ideológica precisa- pregonan el fin de las ideologías. Eso a mí me
suena a engaño: las ciencias sociales no han avanzado todavía al grado de
merecer plenamente el apelativo de científicas. Lo que nos pasa es que hay
quienes, sin dejar de pensar en las viejas dicotomías, interpretan la crisis
del progreso (“as ye grow, so shall ye weep”) como confirmación de
hipótesis clasistas.
Identificar al mercado, a la privatización, al fin del
igualitarismo y a la tasa de ganancia con modernidad y eficiencia es un truco
publicitario de la más vieja usanzas. Desgraciadamente, en ese truco caen
quienes, queriendo combatir los intereses de las clases dominantes, apuestan al
mantenimiento de estructuras mentales que están siendo barridas por la realidad.
Si llegamos, como nación, tarde al progreso, es natural
que lleguemos tarde a la modernidad. Y nos sucede una extraña paradoja: más que
modernos, hay modernizadores.
Esto implica la necesidad de quemar etapas, pero con
dificultades adicionales y, sin duda, con riesgos mayores. Por ejemplo, será
imposible competir sana y profundamente con los países de la Cuenca del Pacífico
si la mayor parte de los escolares mexicanos están mal nutridos, reciben su
educación en locales inadecuados, de parte de maestros mal pagados e
insuficientemente preparados. En tales condiciones, toda desregulación necesita
pinzas.
Acceder a la modernidad es también acceder a la
diversidad y a la pluralidad. Si caemos en el garlito que privilegia
exclusivamente el mercado, si apuramos demasiado la quema de etapas, tendremos
costos que se revertirán drásticamente (pregúntenle, si no, al fantasma del Sha,
cuya caída a manos de Jomeini fue prevista cincuenta años antes por Antonio
Gramsci). Como dice Lucio Dalla, refiriéndose a la llegada al 2000: “lo
importante no es llegar en fila, sino cada quien de manera distinta”. La modernidad
no es el fin de las ideologías, sino la aceptación de que no se las puede liquidar
y hay que aprender a convivir con todas ellas, guardando cada quien la propia.
Y haciendo proselitismo, ¿por qué no?
Atacar a la intolerancia no es tarea fácil. Implica
trabajar con el interior de las personas, y superar reticencias, autocensuras y
complacencias. Implica entender que no hay verdades absolutas y que la
vanguardia no es monopolio de nadie. Implica, sobre todo, entender que la
vanguardia debe hacer un esfuerzo por no modernizar a fuerzas, por ser
efectivamente moderna, en vez de pretendidamente modernizadora.
IV. ¿Es soft lo moderno?
Si la humanidad se aleja con gozo colectivo y dolor
personal de un mundo hecho a grandes pinceladas en blanco y negro, para vivir
el reino de los matices, ¿quiere decir que se acabaron las grandes emociones,
los valores definitorios, la realidad dura, para dar lugar a espacios
controlados, preponderancia del relativismo, realidad blanda? ¿Nos envía
la caída de muros y dogmas a un mundo desprovisto de pasión, de apasionados y
pasionarias? ¿Perdemos o ganamos en ello?
Hay, en los países desarrollados, indicios de este
tipo de enfrentamiento social. A esos indicios se les ha otorgado un
denominador común; postmodernismo, que corresponde, grosso modo, a una
palabra anglosajona: coolness. Vivir menos intensamente para morir
menos., dosificar lo inevitable. Es el mismo proceso que va de los cigarros sin
filtro a los ultralights, del ajenjo a la Diet-Cola, de la revolución
romántica (y represión sexual) a la sublimación del onanismo, pasando por la
revolución sexual (y represión romántica), de la filosofía de la praxis a la
filosofía del video. Vástagos de las sociedades avanzadas se reconocen como
pollos de granja, se solazan en la incubadora y asumen los límites estrechos de
su mundo; otros más emprenden la huida, llevándose a cuestas -como una sombra-
el aprendizaje adquirido por tantos años.
En México, y en otras naciones con similar grado de
desarrollo, el mundo soft se asoma, con tonos pastel, en la televisión,
en los anuncios espectaculares que dan forma última a las urbes, en el comportamiento
de algunos grupos juveniles de clases pudientes. Pero no traspasa el umbral,
seguimos viviendo en el Imperio del Truene, revueltos y apasionados, pásame tu
pedo, a ver si te lo resuelvo.
Sucede que, aunque no queramos, aunque las ideologías
que mamamos durante décadas estén sucumbiendo ante el principio de la realidad,
aunque el viejo progreso y las viejas certidumbres están feneciendo, México es
un país en transición. Nos dirigimos hacia una democracia auténtica, hacia una
sociedad participativa, hacia nuevas formas de respeto y de solidaridad, hacia
el cosmopolitismo. Pero todavía no estamos allí. Nuestra heterogeneidad
cultural y nuestra desigualdad económica son extremas, no permiten el fácil
tránsito sin proyectos mayores, sin tensiones ni fuertes contradicciones. La
materia de la vida sigue y seguirá siendo dura (algo que tarde o temprano se
entenderá aun en los países ricos bombardeados por imágenes soft).
Siempre es más auténtico vivir con intensidad, aunque nos embista la bestia
cotidiana de la muerte.
Ventajas de la transición, de no ser (todavía) postmodernos
(y quién sabe si modernos).
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