Una de las experiencias que marcaron con
mayor profundidad a George Orwell, y que sería definitiva en su novela 1984,
fue su participación en la Guerra Civil Española como parte de las Brigadas
Internacionales que defendían a la República, plasmada en su libro Homenaje
a Cataluña.
A lo largo de Homenaje a Cataluña,
además de describir muy de cerca la desgracia de la guerra (liendres, ratas del
tamaño de un gato, granadas mal hechas, el silbido de la muerte rozando la
cabeza o anidando en la garganta), Orwell da cuenta de dos cosas: una es la
violenta disputa entre facciones republicanas (las famosas jornadas de mayo de
1937); la otra, que nutriría de manera importante su producción posterior, el
papel de la propaganda y de la mentira, y sus efectos en la psicología y en la
política.
La guerra es, por supuesto, el mejor
espacio para que se desarrolle la mentira. Y eso no es nuevo. La conocida frase
“en la guerra, la primera víctima es la verdad” es atribuida a Esquilo. Orwell
señala que “cosas como la libertad individual y una prensa verídica simplemente
no son compatibles con la eficiencia militar”; pero al mismo tiempo, también
porque Orwell afirmaba estar peleando por “la decencia elemental”, indica que
“toda la propaganda de guerra, todo el griterío y las mentiras y el odio, viene
invariablemente de gente que no está peleando”.
Hay varios momentos en los que Orwell da
cuenta, no sólo de lo mentirosa, sino de lo absurda que puede ser la
propaganda. Y más si es bélica. Son hasta graciosos, en medio de la tragedia.
También, lo más interesante, de cómo esos absurdos pueden penetrar en la mente
de personas aparentemente racionales, y permitirles tener dos creencias
contradictorias de manera simultánea (la base del “doblepensamiento” en la que
se funda el régimen totalitario de 1984).
De ahí, pasamos a otras dos cuestiones:
una es que, para Orwell, el poder significa “romper en pedazos la mente humana
y volverlos a juntar en formas nuevas a nuestra elección”; la otra, es que
mediante la destrucción de las palabras (de su significado), al corromper el
lenguaje, se puede hacer que el lenguaje corrompa el pensamiento, para llegar a
la Ortodoxia… a no pensar”.
Cada guerra trae nuevos eufemismos,
destinados a hacerla aceptable y a ocultar lo desagradable de un bando,
mientras se exagera lo desagradable del otro. Así, por ejemplo, en la Guerra de
Vietnam, aparecieron frases como “terrorismo antiaéreo”, “fuego amigo” y “daño
colateral”, y los enemigos ya no eran asesinados, sino “neutralizados”.
En la invasión rusa a Ucrania, hoy en día,
leemos y escuchamos frases como “armas defensivas”, “desmilitarización y
desnazificación”, “operación de protección”, “escenificaciones orquestadas de
bajas civiles” porque “la población civil no corre peligro”.
El enemigo, por supuesto, está abandonando
sus posiciones en masa.
Debería ser obvio, a estas alturas, que
todos los lectores deben estar prevenidos y tratar de informarse por varias
fuentes, en busca, ya no de la certeza, sino del vislumbre de algo fidedigno.
Pero no se requiere estar en guerra
caliente para usar el newspeak orwelliano. Basta con plantar en una
parte de la población la idea de que se está en guerra ideológica contra los
enemigos del pueblo para ir elaborando un nuevo diccionario, en el que se
cambia a modo el significado de las palabras.
En México tenemos amplia experiencia, que
viene de décadas atrás, y no ha habido gobierno en el último siglo que no haya
jugado con el lenguaje, con eufemismos o de plano con mentiras, para adormecer
conciencias. Pero hay que decir que ahora se está redoblando el paso.
Pensemos en la ubicuidad de los
“conservadores”, en donde ahora caben los que antes eran “aliados valiosos de
la democracia”. En el uso intensivo de “neoliberal”, convertido en adjetivo
arrojadizo. En las muchas obras cuyos datos se guardan por “seguridad
nacional”. En los muertos que existen o no existen dependiendo de bajo qué gobierno
hayan muerto. Pensemos, incluso, en el uso del término “esperanza”, que juega
de manera muy parecida a la letra de la canción que tararea despreocupadamente
la mujer prole en la novela 1984. Y, ya sabemos, sólo encuentras
esperanza siguiendo al Gran Hermano.
Lo novedoso, en los tiempos que vivimos,
es que hay una cierta fascinación colectiva con el engaño. Una oscilación entre
el miedo a ser engañados y la admiración hacia quienes engañan. No es casual
que se hayan puesto de moda series y películas protagonizadas por defraudadores
de diverso tipo.
También vivimos tiempos de adicción al
clic. Y no falta, en río revuelto quien, en pos de una interacción en internet,
falsea la información, a sabiendas de que el morbo y la frivolidad son
características humanas, a las que ayuda a exacerbar. Es más fácil engañar a un
frívolo. Resulta por lo menos sintomático que “el estafador de Tinder”, que fue
evidenciado en un documental de Netflix no solamente esté libre, sino que
prepare su propia película, que probablemente también será un éxito.
Con los nuevos medios de comunicación, los
rumores (esas posverdades predigitales) que antes pasaban de boca a boca, ahora
se multiplican de manera exponencial. La única respuesta positiva sería una
multiplicación exponencial en la capacidad de la gente para procesar la
información y distinguir la que tiene sustento de la que no la tiene. De ese
tamaño es el reto.
Hay algunos aspirantes burdos a Gran
Hermano, como Putin, a quien la propaganda se le está cayendo a pedazos de tan
evidente (salvo para unos cuantos adocenados). Pero no son los únicos. Ni en
esta guerra, ni a lo largo y ancho del mundo.
El remedio: revisar y cotejar fuentes, y
buscar contexto analítico. Ni modo. Informarse bien no es tan fácil como
parece.
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