miércoles, marzo 02, 2022

En arenas movedizas

 


Entre la prisa por las transformaciones y las fobias hacia los adversarios, y ante una denuncia periodística que le pegaba en el plexo solar, el presidente López Obrador se ha ido adentrando en terrenos pantanosos y ha sido atrapado en arenas movedizas. Cada movimiento que hace, lo hunde más.

Estamos ante un caso extraño. La principal fortaleza de López Obrador, a lo largo de estos años, había sido la comunicación. Sencilla, directa, tramposa cuando era necesario. Al mismo tiempo, un uso de los símbolos dirigido a crear la sensación de cercanía con el pueblo llano y una imagen de honestidad austera. Ante cualquier problema, el subterfugio de encontrar otro tema para desviar, exitosamente, la atención. Y en estas semanas, la comunicación presidencial parece desmoronarse y convertirse en una debilidad.

Desde antes de que surgiera el asunto de la casa en Houston de José Ramón López Beltrán, se percibía que el Presidente iba acelerando en su retórica de confrontación con quienes disienten de él, en su deseo de apurar reformas y en su pleito personal con la prensa profesional. En esa aceleración no fue capaz de ver que un tema que tocaba los valores de honestidad y austeridad con los que se ha presentado toda su vida, obligaba a poner freno, responder con claridad y demostrar, con ello, sus diferencias respecto a sus antecesores en el gobierno.

Pero no fue así. Se siguió de frente, dobló la apuesta y, en el camino, rompió con varias reglas, tras dejar que el tiempo corriera en su contra, creyendo que el petardo de la pausa diplomática con España iba a ser distractor suficiente.

La primera regla, en vez de dar una respuesta institucional al contenido de lo que él considera una calumnia, se fue al ataque personal contra quien develó la información. En vez de aclarar el mensaje, se fue contra el mensajero. La segunda, es que lo hizo de una manera burda: al hacer públicos desde el púlpito presidencial los supuestos ingresos millonarios de Loret de Mola, incurrió en una de dos faltas: o la ilegal utilización de información gubernamental -si los datos son ciertos- o la mentira -si son falsos-.

Incurrió, además, en una cuestión que lo pinta de cuerpo entero. En una democracia, los ciudadanos son quienes exigen cuentas a los servidores públicos, y no al revés, porque allí donde es el Estado el que lo hace a los ciudadanos -mientras mantiene su propia información en la opacidad, por razones de “seguridad nacional” o lo que sea-, lo que hay es un régimen autoritario.  

En vez de responder a las supuestas falsedades de la nota de Loret con información verificada, lo que mostró López Obrador fue la inquina personal, con el agravante de que lo hizo abusando del poder y amedrentando. Luego fue más allá, en un ataque generalizado a la prensa: “no hay en medio, entre estar con el pueblo y tener como ética la verdad, o ser un mercenario. Ya no hay medias tintas”, declaró en Sonora.

Esa lógica se replicó entre los seguidores más incondicionales del Presidente, que empezaron a distribuir, desde quién sabe qué magisterio, certificados de “periodista” o de “mercenario”, según los gustos (ya habíamos tenido una probadita de esto cuando se dijo que uno de los seis periodistas asesinados en el año, en realidad no lo era porque tenía otro trabajo). Pero no había manera de abordar el tema real, y el resultado fue de búmerang. Y Loret de Mola, más allá de la agenda y los estilos que maneja, se convirtió en víctima digna de la solidaridad gremial y social.

Por si faltara algo, vino, con el mejor estilo del priismo de hace más de medio siglo, la declaración de apoyo a López Obrador de parte de los gobernadores del partido, con todo y frases entresacadas de anteriores informes presidenciales. El tono es el mismo de entonces, centrado contra los enemigos de la Patria, ajenos al pueblo, que está de manera entusiasta a favor del ideario de la Revolución Mexicana (perdón, de la Cuarta Transformación) que encarna el Señor Presidente. El efecto, único, es el mismo: señalar públicamente que no hay fisuras (aunque pueda haberlas).

Y para acabarla de amolar, vinieron las aclaraciones de José Ramón López Beltrán, para intentar explicar sus ingresos. Un empleo en una empresa de bienes raíces de lujo en Estados Unidos, en la que es socio de los hijos de un empresario, Daniel Chávez, que a su vez es el dueño de Vidanta, corporación que maneja varios resorts de lujo en las zonas turísticas de México.

López Obrador explicó en la mañanera que este empresario actúa como asesor en el Tren Maya “sin cobrar un peso” y concluye que “no hay conflicto de interés”. El problema es que, si las asesorías le permiten mejorar la plusvalía de sus hoteles y campos de golf, el conflicto de interés asoma sus narices. Las arenas movedizas.

El contrapunto entre el discurso austero de López Obrador y la rama de negocios en la que trabaja su hijo -y en la que tiene enormes intereses su asesor “honorario”- no podía ser más grande. Coincide con el sueño y el modelo neoliberal de ricos que viven en el lujo más ostentoso, mientras son servidos por el pueblo mal pagado. Y la imagen del hijo de López Obrador tampoco queda bien parada: vive de las relaciones sociales de su padre, como los privilegiados que tanto gusta de criticar el Presidente.

El control de daños en Presidencia ha sido, hasta ahora, contraproducente. Ahora se requerirá de mucha más habilidad para que salga del atolladero. Y mal harían en suponer que, al cabo, como las colas en el Banco del Bienestar siguen siendo kilométricas, eso se traducirá en un apoyo político decisivo a la hora de la verdad.    




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