Entre la prisa por las transformaciones y
las fobias hacia los adversarios, y ante una denuncia periodística que le
pegaba en el plexo solar, el presidente López Obrador se ha ido adentrando en
terrenos pantanosos y ha sido atrapado en arenas movedizas. Cada movimiento que
hace, lo hunde más.
Estamos ante un caso extraño. La principal
fortaleza de López Obrador, a lo largo de estos años, había sido la
comunicación. Sencilla, directa, tramposa cuando era necesario. Al mismo
tiempo, un uso de los símbolos dirigido a crear la sensación de cercanía con el
pueblo llano y una imagen de honestidad austera. Ante cualquier problema, el subterfugio
de encontrar otro tema para desviar, exitosamente, la atención. Y en estas
semanas, la comunicación presidencial parece desmoronarse y convertirse en una
debilidad.
Desde antes de que surgiera el asunto de
la casa en Houston de José Ramón López Beltrán, se percibía que el Presidente
iba acelerando en su retórica de confrontación con quienes disienten de él, en
su deseo de apurar reformas y en su pleito personal con la prensa profesional. En
esa aceleración no fue capaz de ver que un tema que tocaba los valores de
honestidad y austeridad con los que se ha presentado toda su vida, obligaba a poner
freno, responder con claridad y demostrar, con ello, sus diferencias respecto a
sus antecesores en el gobierno.
Pero no fue así. Se siguió de frente,
dobló la apuesta y, en el camino, rompió con varias reglas, tras dejar que el
tiempo corriera en su contra, creyendo que el petardo de la pausa diplomática
con España iba a ser distractor suficiente.
La primera regla, en vez de dar una respuesta
institucional al contenido de lo que él considera una calumnia, se fue al ataque
personal contra quien develó la información. En vez de aclarar el mensaje, se
fue contra el mensajero. La segunda, es que lo hizo de una manera burda: al hacer
públicos desde el púlpito presidencial los supuestos ingresos millonarios de Loret
de Mola, incurrió en una de dos faltas: o la ilegal utilización de información
gubernamental -si los datos son ciertos- o la mentira -si son falsos-.
Incurrió, además, en una cuestión que lo
pinta de cuerpo entero. En una democracia, los ciudadanos son quienes exigen
cuentas a los servidores públicos, y no al revés, porque allí donde es el
Estado el que lo hace a los ciudadanos -mientras mantiene su propia información
en la opacidad, por razones de “seguridad nacional” o lo que sea-, lo que hay
es un régimen autoritario.
En vez de responder a las supuestas
falsedades de la nota de Loret con información verificada, lo que mostró López
Obrador fue la inquina personal, con el agravante de que lo hizo abusando del poder
y amedrentando. Luego fue más allá, en un ataque generalizado a la prensa: “no
hay en medio, entre estar con el pueblo y tener como ética la verdad, o ser un
mercenario. Ya no hay medias tintas”, declaró en Sonora.
Esa lógica se replicó entre los seguidores
más incondicionales del Presidente, que empezaron a distribuir, desde quién
sabe qué magisterio, certificados de “periodista” o de “mercenario”, según los
gustos (ya habíamos tenido una probadita de esto cuando se dijo que uno de los seis
periodistas asesinados en el año, en realidad no lo era porque tenía otro trabajo).
Pero no había manera de abordar el tema real, y el resultado fue de búmerang. Y
Loret de Mola, más allá de la agenda y los estilos que maneja, se convirtió en
víctima digna de la solidaridad gremial y social.
Por si faltara algo, vino, con el mejor
estilo del priismo de hace más de medio siglo, la declaración de apoyo a López
Obrador de parte de los gobernadores del partido, con todo y frases
entresacadas de anteriores informes presidenciales. El tono es el mismo de
entonces, centrado contra los enemigos de la Patria, ajenos al pueblo, que está
de manera entusiasta a favor del ideario de la Revolución Mexicana (perdón, de
la Cuarta Transformación) que encarna el Señor Presidente. El efecto, único, es
el mismo: señalar públicamente que no hay fisuras (aunque pueda haberlas).
Y para acabarla de amolar, vinieron las
aclaraciones de José Ramón López Beltrán, para intentar explicar sus ingresos.
Un empleo en una empresa de bienes raíces de lujo en Estados Unidos, en la que es
socio de los hijos de un empresario, Daniel Chávez, que a su vez es el dueño de
Vidanta, corporación que maneja varios resorts de lujo en las zonas turísticas
de México.
López Obrador explicó en la mañanera que
este empresario actúa como asesor en el Tren Maya “sin cobrar un peso” y concluye
que “no hay conflicto de interés”. El problema es que, si las asesorías le
permiten mejorar la plusvalía de sus hoteles y campos de golf, el conflicto de
interés asoma sus narices. Las arenas movedizas.
El contrapunto entre el discurso austero de
López Obrador y la rama de negocios en la que trabaja su hijo -y en la que
tiene enormes intereses su asesor “honorario”- no podía ser más grande.
Coincide con el sueño y el modelo neoliberal de ricos que viven en el lujo más
ostentoso, mientras son servidos por el pueblo mal pagado. Y la imagen del hijo
de López Obrador tampoco queda bien parada: vive de las relaciones sociales de
su padre, como los privilegiados que tanto gusta de criticar el Presidente.
El control de daños en Presidencia ha
sido, hasta ahora, contraproducente. Ahora se requerirá de mucha más habilidad
para que salga del atolladero. Y mal harían en suponer que, al cabo, como las
colas en el Banco del Bienestar siguen siendo kilométricas, eso se traducirá en
un apoyo político decisivo a la hora de la verdad.
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