Una de las pulsiones más extrañas en el mundo de hoy es la del deseo al retorno de la homogeneidad social.
Hace tiempo que los temas sociales y de
distribución del ingreso, que solían ser el asunto más importante de la
discusión política mundial, pasaron a segundo plano. Pareciera que, en la
medida en que no se resolvieron, la atención pasó a otros, en la esperanza de
que, automáticamente, se generaría una solución.
Hace unas cuantas décadas, las
preocupaciones centrales eran educación, empleo, salud, crecimiento económico,
salarios y, en países como México, democracia. Poco a poco -lo paradójico es
que sucedió en la medida en que los avances eran claramente insuficientes-
fueron dejando su lugar a otras: la seguridad, por un lado; y, por el otro, la
lógica de exclusión: dejar simbólicamente fuera de la sociedad (y a veces no
tan simbólicamente) a otras personas, por razones de raza, nacionalidad,
religión, estilo de vida o ideología.
Si el Estado, luego de su crisis fiscal,
es incapaz de garantizar condiciones sociales suficientes; si la educación y la
salud van a la baja, si no se construye la infraestructura necesaria, si el
poco empleo que se genera es precario y mal pagado, le conviene arrinconar esos
temas y centrarse, al menos en el discurso, en los otros.
Si ese discurso viene acompañado con la
promesa nostálgica de volver a un pasado en el que, si bien los problemas
sociales no estaban resueltos, al menos había una homogeneidad, hoy perdida por
la globalización, las migraciones y los nuevos derechos y valores, se puede
encontrar una suerte de consenso reaccionario: regresemos a los buenos viejos
tiempos en los que cada quien tenía su lugar en la sociedad.
Ahí se genera una tensión natural entre
quienes anhelan ese pasado mítico y quienes asumieron al menos la parte
sustancial de los cambios que trajo la globalización.
A veces la opinión política de las
naciones se ha partido por mitades. En la votación del Brexit fue apenas más
grande la que anhelaba la vieja Gran Bretaña proteccionista, con sus frijoles
dulces y sus sueños de gloria aislada. En Estados Unidos primero fue la que
quería devolver los valores de los míticos años cincuenta, con predominio de
los hombres blancos; luego se volteó ligeramente la tortilla. En Polonia, primó
la tradición católica y, con ella, la supresión de derechos de mujeres y de la
comunidad LBGT.
A veces, una mitad es notablemente más
grande que la otra, y se genera un efecto tsunami. Sucedió en Hungría, con
Orban y en Turquía, con Erdogan, políticos que han acumulado un poder metaconstitucional
e impuesto, de manera cada vez más autoritaria, sus puntos de vista, siempre
teniendo en la mira la unidad de la cultura nacional, a punto de ser
contaminada por las influencias del exterior.
Sucede, lamentablemente, con los
nacionalismos en Rusia y Ucrania, con resultados peligrosos para la estabilidad
política mundial.
En todas las naciones, quienes más se han
movido hacia las opciones populistas excluyentes no han sido los más pobres,
sino quienes se perciben como “nuevos pobres”. Aquellos que sienten que las
oportunidades de bienestar y realización personal se fueron haciendo cada vez
más delgadas e improbables, tanto por deficiencias en su preparación respecto a
las necesidades del mercado de trabajo, como por el mal manejo social de los
gobiernos liberales.
Estos “nuevos pobres” se sienten bien
cuando un demagogo los hace sentirse “el verdadero pueblo”, a diferencia de
otros con los que no comparten cultura. Esos otros pueden ser los migrantes,
los miembros de otra raza, de otra religión; los que hablan otro idioma, los
que practican otro estilo de vida; los políticos tradicionales o, simplemente,
aquellos que son vistos, por la razón que sea, como beneficiarios del sistema.
Y así se genera una línea divisoria entre un pueblo verdadero (y bueno) y otro
falso (y, por lo tanto, corrupto).
Esa pulsión luego se traduce en la lógica
política de las dos sopas, que suelen manejar los demagogos. O estás conmigo o
estás contra mí. Toda crítica es un ataque. Todo ataque es traición golpista al
pueblo y a la Patria. No hay espacio para la deliberación pública, porque todo
se resuelve en la descalificación y el insulto. Tampoco hay diferencia entre la
verdad y la mentira, todo depende del cristal con que se mira. Las trincheras
están marcadas. Es, por cierto, exactamente lo que vimos en la ignominiosa
carta de apoyo de los senadores de Morena al presidente López Obrador,
convertido en encarnación del pueblo, la Nación y la patria.
A estas alturas, debería quedar claro que
la idea de cavar más hondo las trincheras sólo conviene a quienes, a cambio de
fallar en la conducción política y económica del país, apuestan a la política
de identidad y a la erosión de las instituciones democráticas, como tablas de
salvación para seguir en el poder.
Pero no queda claro. Y hay quienes insisten,
desde el otro lado, en ahondar las trincheras, descalificando en paquete,
expidiendo certificados de pureza antipeje, y jugando, estúpidamente, a que las
viejas recetas económicas y políticas serán suficientes para exorcizar los demonios
del populismo, sólo que ahora con el añadido de la revancha. Es exactamente el
otro lado del espejo.
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