viernes, marzo 04, 2022

El consenso reaccionario y la nostalgia por la homogeneidad


Una de las pulsiones más extrañas en el mundo de hoy es la del deseo al retorno de la homogeneidad social.

Hace tiempo que los temas sociales y de distribución del ingreso, que solían ser el asunto más importante de la discusión política mundial, pasaron a segundo plano. Pareciera que, en la medida en que no se resolvieron, la atención pasó a otros, en la esperanza de que, automáticamente, se generaría una solución.

Hace unas cuantas décadas, las preocupaciones centrales eran educación, empleo, salud, crecimiento económico, salarios y, en países como México, democracia. Poco a poco -lo paradójico es que sucedió en la medida en que los avances eran claramente insuficientes- fueron dejando su lugar a otras: la seguridad, por un lado; y, por el otro, la lógica de exclusión: dejar simbólicamente fuera de la sociedad (y a veces no tan simbólicamente) a otras personas, por razones de raza, nacionalidad, religión, estilo de vida o ideología.

Si el Estado, luego de su crisis fiscal, es incapaz de garantizar condiciones sociales suficientes; si la educación y la salud van a la baja, si no se construye la infraestructura necesaria, si el poco empleo que se genera es precario y mal pagado, le conviene arrinconar esos temas y centrarse, al menos en el discurso, en los otros.

Si ese discurso viene acompañado con la promesa nostálgica de volver a un pasado en el que, si bien los problemas sociales no estaban resueltos, al menos había una homogeneidad, hoy perdida por la globalización, las migraciones y los nuevos derechos y valores, se puede encontrar una suerte de consenso reaccionario: regresemos a los buenos viejos tiempos en los que cada quien tenía su lugar en la sociedad.

Ahí se genera una tensión natural entre quienes anhelan ese pasado mítico y quienes asumieron al menos la parte sustancial de los cambios que trajo la globalización.

A veces la opinión política de las naciones se ha partido por mitades. En la votación del Brexit fue apenas más grande la que anhelaba la vieja Gran Bretaña proteccionista, con sus frijoles dulces y sus sueños de gloria aislada. En Estados Unidos primero fue la que quería devolver los valores de los míticos años cincuenta, con predominio de los hombres blancos; luego se volteó ligeramente la tortilla. En Polonia, primó la tradición católica y, con ella, la supresión de derechos de mujeres y de la comunidad LBGT.

A veces, una mitad es notablemente más grande que la otra, y se genera un efecto tsunami. Sucedió en Hungría, con Orban y en Turquía, con Erdogan, políticos que han acumulado un poder metaconstitucional e impuesto, de manera cada vez más autoritaria, sus puntos de vista, siempre teniendo en la mira la unidad de la cultura nacional, a punto de ser contaminada por las influencias del exterior.

Sucede, lamentablemente, con los nacionalismos en Rusia y Ucrania, con resultados peligrosos para la estabilidad política mundial.

En todas las naciones, quienes más se han movido hacia las opciones populistas excluyentes no han sido los más pobres, sino quienes se perciben como “nuevos pobres”. Aquellos que sienten que las oportunidades de bienestar y realización personal se fueron haciendo cada vez más delgadas e improbables, tanto por deficiencias en su preparación respecto a las necesidades del mercado de trabajo, como por el mal manejo social de los gobiernos liberales.

Estos “nuevos pobres” se sienten bien cuando un demagogo los hace sentirse “el verdadero pueblo”, a diferencia de otros con los que no comparten cultura. Esos otros pueden ser los migrantes, los miembros de otra raza, de otra religión; los que hablan otro idioma, los que practican otro estilo de vida; los políticos tradicionales o, simplemente, aquellos que son vistos, por la razón que sea, como beneficiarios del sistema. Y así se genera una línea divisoria entre un pueblo verdadero (y bueno) y otro falso (y, por lo tanto, corrupto).

Esa pulsión luego se traduce en la lógica política de las dos sopas, que suelen manejar los demagogos. O estás conmigo o estás contra mí. Toda crítica es un ataque. Todo ataque es traición golpista al pueblo y a la Patria. No hay espacio para la deliberación pública, porque todo se resuelve en la descalificación y el insulto. Tampoco hay diferencia entre la verdad y la mentira, todo depende del cristal con que se mira. Las trincheras están marcadas. Es, por cierto, exactamente lo que vimos en la ignominiosa carta de apoyo de los senadores de Morena al presidente López Obrador, convertido en encarnación del pueblo, la Nación y la patria.

A estas alturas, debería quedar claro que la idea de cavar más hondo las trincheras sólo conviene a quienes, a cambio de fallar en la conducción política y económica del país, apuestan a la política de identidad y a la erosión de las instituciones democráticas, como tablas de salvación para seguir en el poder.

Pero no queda claro. Y hay quienes insisten, desde el otro lado, en ahondar las trincheras, descalificando en paquete, expidiendo certificados de pureza antipeje, y jugando, estúpidamente, a que las viejas recetas económicas y políticas serán suficientes para exorcizar los demonios del populismo, sólo que ahora con el añadido de la revancha. Es exactamente el otro lado del espejo.

El nuevo-viejo nacionalismo políticamente excluyente no se va a ir de manera mágica, como no se ha acabado de ir la democracia liberal. Y, cuando se vaya, no dejará las cosas en un estado que permita la vuelta atrás (al otro pasado mítico, el de los liberales). Tendrán que desarrollarse nuevas formas de convivencia política. Ojalá logremos entenderlo.

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