Los terribles sucesos del 5 de marzo en el
estadio de Querétaro, y las reacciones sociales que han generado, dan cuentan
de muchos de los problemas que nos aquejan como sociedad.
De entrada, dejan la muy clara sensación
de que la violencia ciega e incontrolada se ha instalado en muchas partes de la
vida nacional. Y aunque no sean novedosas las conductas violentas en los
estadios mexicanos, tampoco se conocía de un caso con el nivel de sevicia y
salvajismo como el que se vivió en La Corregidora.
Pero, además de una condena generalizada y
vaga de los actos violentos, la discusión en las redes sociales ha sido muy
poco para analizar las causas de esta violencia o lo que se puede hacer para
erradicarla, y se ha centrado, en cambio, en la discusión sobre si hubo muertos
o no, y cuántos fueron. Como si hubiera una gruesa línea para definir si
aquello fue una tragedia, o no, según el número de víctimas fatales, cuando
debería ser evidente que de cualquier manera sí fue una tragedia.
El asunto de los muertos estalló a partir
de que un periodista deportivo poco fiable, protagónico, experto en inventar
complots e imaginar traspasos de futbolistas, pero que trabaja en un medio
televisivo profesional, recogió y reprodujo en las redes sociales la versión de
que había 17 personas fallecidas por la reyerta.
No había pasado una hora de que las
agresiones obligaron a suspender el partido, y ya corría como reguero de
pólvora el rumor transformado en noticia. Los distintos videos en donde
aparecían tiradas en el suelo al menos tres personas policontundidas e
inmóviles abonaban a dar esa impresión. Pero en ningún caso había evidencias o
se llegó a contrastar la información para asegurar que habían fallecido. Se
generó, en cambio, una suerte de competencia por ver quién hablaba de más
muertos. Llegué a leer hasta 50.
Estamos ante un caso evidentísimo de
posverdad. Una versión sin fundamentos que (quiero pensar) dictada por la
impresión al ver las imágenes de violencia atroz, pero también por el ansia de
clics y likes, se va convirtiendo en una verdad. En consecuencia,
cualquier afirmación que la desmienta se va convirtiendo en una mentira
interesada, y no importa si el desmentido tiene fundamentos. La desconfianza y
la suspicacia (o como aquí decimos, el sospechosismo) son las que ganan.
Lo peor del caso es que ese sospechosismo
adquiere características tribales, dependiendo del grupo con el que la gente se
identifica. Notablemente, hubo quienes achacaron los terribles hechos al
“incapaz” gobierno panista de Querétaro, que además estaría ocultando las
muertes. Y hubo quienes aseguraron que fue un complot del gobierno de López
Obrador, ya sea para desviar la atención de los muchos y variados escándalos de
coyuntura, ya para afectar una posible candidatura presidencial del actual
gobernador queretano, y serían los afines al gobierno los encargados de inflar
el número de víctimas.
Ni los unos ni los otros tienen asidero
para sus afirmaciones, simplemente están utilizando una tragedia para
fortalecer sus puntos de vista, cavando más hondo en la trinchera de la
polarización. Se indignan de manera selectiva y, a conveniencia, confunden
casualidad con causalidad, al tiempo que olvidan que el país lleva más de una
década envuelto en una espiral de violencia a la que el futbol no es ni puede
ser ajeno. Y se aprovechan de que la desconfianza se ha vuelto moneda común.
Las víctimas de la violencia del estadio, por supuesto, son lo que menos les
importa.
Lo paradójico es que precisamente el
tribalismo -ese sentido exaltado de pertenencia, en el que quienes no son parte
de nuestro grupo merecen ser agredidos- fue el principal combustible de la
horrible situación que se vivió en Querétaro. Ni eso son capaces de ver.
Es obvio que lo sucedido en La Corregidora
se debe investigar. Hay indicios de que las agresiones fueron premeditadas y
evidencias de que la empresa de seguridad contratada no cumplía con requisitos
mínimos para el encargo (pero igual los comisarios y el Inspector Autoridad
dejaron que así fuera). Pero sobre todo hay que dilucidar la composición de las
mal llamadas “barras de animación”, que en varios casos se han comportado como
delincuencia organizada y en algunos pueden tener ligas con criminales de mayor
peligro. Si el crimen organizado estuvo involucrado, las consecuencias en
Querétaro y Jalisco pueden ser peores.
El asunto de la violencia en el futbol no
se resuelve con medidas tibias, como las anunciadas hasta ahora por la FMF. Se
requiere de mucho más para acotarla, y los clubes tienen que dejar de ser
rehenes de las barras. Pero tampoco es pensable que aún medidas más severas
vayan a ser suficientes para lograr que en los estadios exista una paz
bucólica, si esta no se vive en las calles, en las carreteras, en el país
entero. Y no, no es un tema del “neoliberalismo de los gobiernos de antes”.
Tampoco los temas de fondo serán posibles de resolver si seguimos, como opinión pública, yéndonos de paseo con las posverdades o trocando la duda razonable con la suspicacia y la desconfianza automáticas. Y mucho menos si seguimos apostando a que todo el que no lleva nuestra camiseta (deportiva, nacional, ideológica o política) es un adversario al que hay que humillar y, a la postre, destruir.
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