Yo tengo otros datos
“Yo tengo otros datos” ha sido una de las frases recurrentes en la carrera de Andrés Manuel López Obrador. Los tenía cuando era Jefe de Gobierno capitalino, los tuvo muchas veces como candidato a un puesto de elección popular. Ahora los tiene como Presidente de la República.
Ha sucedido con temas varios: el costo de obras de infraestructura, los índices delictivos y, más recientemente, con la medición de la dinámica económica y con las expectativas de crecimiento para el futuro.
Todos, aunque muchas veces no nos demos cuenta plenamente, nos movemos a partir de los datos que almacenamos a través de nuestra experiencia. Y también, a partir de las contradicciones entre lo que percibimos y los datos que nos quieren hacer pasar como buenos.
Hay quienes quieren hacer pasar todo registro numérico y estadístico como “lo verdadero” y suelen utilizar para ello los datos que mejor sirven para fundamentar su punto de vista. Y hay dos maneras para hacer frente a ese tipo de trucos. Una es escudriñando los datos a fondo, en busca de los que son realmente significativos; la otra, es generar una suerte de alergia a los datos o, cuando menos, de suspicacia ante ellos.
Es muy cierto que el manejo estadístico de distintas variables –pienso, sobre todo, en economía- está permeado por el punto de vista ideológico de quien las maneja. Así, a menudo se ha perdido el objetivo de la política económica, que debería ser la búsqueda del bienestar del mayor número posible de personas y que luego se pierde en pos de equilibrios que sólo existen en los modelos teóricos.
El problema es que, a la hora de hacer políticas públicas, los datos son necesarios porque, sin ellos, no sabemos dónde estamos parados, de qué tamaño son los instrumentos con los que contamos y cuál es su alcance real. Si no medimos adecuadamente las necesidades y carencias, tampoco podremos idear las formas para cubrirlas. Si no medimos bien la capacidad productiva de la nación o la desigualdad, tampoco podremos encontrar los mejores caminos para impulsar la primera y disminuir la segunda.
Esto viene a cuento porque, ante la evidencia de una notable desaceleración económica, la respuesta del Presidente ha sido la de acusar al mensajero. Si el INEGI, Hacienda y la OCDE advierten que la economía está estancada, la respuesta de López Obrador se dirige sólo a la última institución, porque está encabezada por un representante de la tecnocracia que ha sido desplazada del poder político en México. Y es una respuesta de incredulidad, no de rebatir con otros datos y tampoco de sugerir que los datos, las variables económicas que importan a su administración son otros.
López Obrador cree que la economía no se ha desacelerado, que podrá crecer a un promedio anual de 4 por ciento y alcanzar cotas de 6 por ciento al final de su sexenio. Ojalá tenga razón, pero por ahora es sólo su creencia y los datos apuntan a un crecimiento tan mediocre como los que hemos tenido en años anteriores, sin que haya factores, como la inversión, que apunten a una mejoría.
Lo curioso es que AMLO rechaza el fetichismo de los tecnócratas en unos aspectos y lo abraza en otros. Su aversión a la deuda, por ejemplo. O su insistencia en los recortes al gasto público (la T no significa “transformación”, sino “trasquilar”, Frik dixit). O la opinión de que el gasto en áreas no directamente vinculadas con la industria, como las ciencias y las artes, es al final de cuentas sólo un agregado renunciable.
Si la inversión pública es escasa y está detenida, si el gasto no genera demanda efectiva, si los recortes de personal disminuyen esa demanda y si la incertidumbre empresarial detiene decisiones de inversión, las condiciones están dadas para que la economía no crezca.
Se podría alegar que se trata de un periodo en el que se están sentando las bases para un nuevo tipo de desarrollo, con mejor distribución del ingreso familiar y regional. Pero no. Se alega que hay otros datos. (Tal vez porque en el fondo no se trata de un periodo de ajuste para un nuevo modelo, sino de un impasse, de que estamos en punto muerto).
Tan estamos en punto muerto, y tan lo sabe AMLO, que ya lanzó la sugerencia de que el Banco de México debería tener un doble mandato: no sólo combatir la inflación, sino también apoyar el crecimiento. De hecho lo hizo como parte de su crítica a las previsiones económicas realizadas por Banxico, que no le gustaron.
Más allá de la duda razonable sobre la capacidad del Banco para apoyar el crecimiento económico (no maneja los mismos instrumentos de hace 40 o 50 años), hay que subrayar que tendría que haber muchas más fortalezas institucionales en el país para que el mandato dual funcionara bien.
En ese sentido va el corolario: es fundamental mantener la autonomía de instituciones que nos dan los datos a partir de los que toman decisiones de política pública. El INE, el INEGI, el Coneval y el Banco de México encabezan esa lista, que es muy larga.
La política pública se tiene que hacer utilizando datos fidedignos y escogiendo las variables relevantes en lo social. Hay instituciones que los proporcionan. Lo otro es mero voluntarismo y negación.
Ecología 4T: un tren de regreso a los setenta
Los signos se multiplican. El sargazo acumulado en las costas de Quintana Roo y los efectos de los incendios forestales sobre el Valle de México, cuyo aire se ha vuelto irrespirable, son sólo las más recientes evidencias de que nos movemos, con rapidez indeseada, a una cadena de crisis ligadas al manejo irresponsable de los recursos naturales.
La depredación del medio ambiente tiene costos cada vez más grandes. A cómo vamos, en el corto plazo estaremos gastando una cantidad creciente de dinero en resolver problemas creados por el propio modelo de desarrollo. Una parte de los recursos irá a mitigar los efectos dañinos en los ecosistemas; otra se destinará a paliar los efectos nocivos en la salud de las personas.
Hay cosas de las que nos debimos de haber dado cuenta hace mucho: el desarrollo de las sociedades implica conservar el capital natural y pensar en la sustentabilidad como mecanismo capaz de innovar y mejorar las economías.
En los años 70 esa discusión estaba en pañales. Las preocupaciones ecológicas eran vistas como visiones ajenas y hasta contrarias al desarrollo económico. La frase típica de respuesta a quien abogara por el desarrollo sustentable era (y cito a un querido condiscípulo, en una discusión de aquellos años): “Sí, está a toda madre el paisaje, con sus arbolitos y su agua limpia, pero detrás de ese paisaje está la miseria de muchos campesinos que, si no entran a la modernidad, seguirán muriendo de hambre”.
Con el tiempo se vio que la relación entre economía y sustentabilidad era otra, mucho más compleja, y que, usando las ciencias a nuestro favor, es posible pasar hacia economías menos ineficientes, más innovadoras y con justicia social.
Es evidente, sin embargo, que estas ideas no han permeado en realidad entre la población. Entre los que estamos más o menos informados existe una suerte de doblepensamiento orwelliano al respecto: declaramos estar muy preocupados por el calentamiento global y el deterioro ecológico, y seguimos con los mismos patrones de producción y consumo, con algunos cambios simbólicos, como para aquietar a nuestras conciencias. Entre los demás, todavía existe la idea de que una nación crece, progresa y se embellece con cemento, fábricas y hartos automóviles y vías rápidas.
El anterior gobierno no se distinguió para nada en la promoción de un desarrollo sustentable. Su lógica, enraizada en las teorías económicas tradicionales, fue la de asignar precios incluso a la naturaleza y sus derivados. “El que contamina, paga”… y que siga contaminando.
Uno pensaría que, en lo que ha sido presentado como un nuevo modelo, las cosas podrían cambiar. Pero no.
Si atendemos algunos de los puntos centrales del proyecto de gobierno de López Obrador, veremos en pleno que hay una lógica extractivista. Está en sus megaproyectos: la construcción de la refinería de Dos Bocas, la termoeléctrica de Huexca, el Tren Maya y el que atravesará el Istmo de Tehuantepec. Está en el retorno al carbón, en la apuesta nacional por el petróleo y en el recorte total al impulso de las energías eólica y solar.
Lo que tenemos es continuidad, y eso se ve en el presupuesto. Dicen los expertos Julia Carabias y Enrique Provencio: “los datos hablan solos: en el periodo 2015-2019 la reducción acumulada del presupuesto asignado a la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales (Semarnat) fue de 61%, para la Comisión Nacional Forestal la caída fue de casi 70%, y en el caso de la Comisión Nacional del Agua el ajuste alcanzó 60%.”
Varios de los megaproyectos se saltarán los estudios de impacto ambiental. Ya se ha talado selva para hacer lugar a la refinería tabasqueña. Se contempla que los operadores turísticos tengan un papel fundamental en el Tren Maya, con resorts cercanos a las estaciones. Y la idea es que estos grandes esfuerzos de modernización a la antigüita rescaten a miles de mexicanos de esa parte del país de la situación de pobreza severa en la que se encuentran. Es el alegato de mi amigo hace más de 40 años.
Cuando, en 1967, nació la idea de desarrollo sustentable, la comisión encargada de Naciones Unidas lo definió como aquel "que satisfaga las necesidades del presente sin comprometer la capacidad de futuras generaciones para satisfacer las propias".
Ha pasado una generación, y las generaciones de hoy ya están viendo que la capacidad para satisfacer sus propias necesidades ha sido comprometida por la necedad de las generaciones que las antecedieron. Los muchos problemas relacionados con el cambio climático y con malas prácticas, como el uso masivo de agroquímicos, así lo atestiguan.
Lo peor del caso es que, con la vista siempre en el corto plazo, se está apostando por un camino que generará más problemas de los que podrá resolver.
Y no, que me perdonen, pero la práctica agrícola de "roza, tumba y quema", que tanto contribuye a la deforestación y que tantos incendios causa, no es parte de "la sabiduría indígena ancestral".
Ha pasado una generación, y las generaciones de hoy ya están viendo que la capacidad para satisfacer sus propias necesidades ha sido comprometida por la necedad de las generaciones que las antecedieron. Los muchos problemas relacionados con el cambio climático y con malas prácticas, como el uso masivo de agroquímicos, así lo atestiguan.
Lo peor del caso es que, con la vista siempre en el corto plazo, se está apostando por un camino que generará más problemas de los que podrá resolver.
Y no, que me perdonen, pero la práctica agrícola de "roza, tumba y quema", que tanto contribuye a la deforestación y que tantos incendios causa, no es parte de "la sabiduría indígena ancestral".
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