El análisis del resultado de las recientes
elecciones generales en España puede dejar varias lecciones políticas para el
resto del mundo. La cuestión es ver si hay quién las quiere tomar.
Los datos generales son conocidos: los socialistas
del PSOE se han alzado con la victoria, tras una debacle estrepitosa del
partido histórico del centro-derecha, el Partido Popular; también se han
reforzado los partidos regionales nacionalistas, mientras que la formación Vox,
de extrema derecha, ha logrado representación en el parlamento, el partido
Ciudadanos ha crecido un poco, menos de lo que esperaba, pero lo suficiente
como para pisarle los talones al PP y la agrupación de izquierda Unidas
Podemos, si bien ha caído en votación, tiene ahora más posibilidades de entrar
al gobierno, si el PSOE decide hacer alianza con ellos.
Hay dos razones para el aparente vuelco a la
izquierda del electorado español. La primera, los excesos de corrupción del PP,
que ahora tiene más miembros notables en la cárcel que diputados. La segunda, a
mi juicio la más importante, es que, tras la irrupción de Vox en las elecciones
regionales de Andalucía, los partidos de derecha se escoraron todavía más a la
derecha, dejando vacío el centro.
Tras la transición de España a la democracia, quienes
se mantuvieron fieles a la ideología fascista pasaron a la marginalización,
pero la mayoría de los antiguos franquistas buscaron adaptarse: se vieron
obligados a no decir su nombre y, con las nuevas reglas del juego, hacerse
pasar por demócratas.
Así, a través de una federación de partiditos
conservadores, nació Alianza Popular, luego transformado en el Partido Popular,
que llegó al poder en 1996, con José María Aznar, promovió políticas de
liberalización económica y se fue acomodando como parte de la derecha moderna
europea, aunque por dentro –y en parte de su base electoral- siempre hubo
pulsiones de la vieja cultura franquista.
El desgaste del PP, sus escándalos de corrupción y
el reto del independentismo catalán lo fueron minando. Al mismo tiempo
aparecieron los cambios en la manera de hacer política en el siglo XXI, con el
regreso del nacionalismo y el populismo de derecha, en la ola que va desde
Trump hasta Bolsonaro, pasando por los extremistas de Italia, Francia y
Escandinavia.
Por un lado apareció Ciudadanos, que primero era un
partido anti-independentista catalán, originalmente de centro, y luego descubrió
que había mercado electoral para ello en el resto de España.
Después, hizo su irrupción Vox, agrupación
nostálgica del franquismo, abiertamente racista, militarista, homófoba, antifeminista,
islamófoba, ultranacionalista y autoritaria. En otras palabras, Vox son los
fascistas que finalmente salieron del clóset.
Este grupo, envalentonado por sus buenos resultados
en Andalucía, desarrolló una campaña virulenta, con mucha presencia en redes
sociales. Lo interesante es que, en la breve campaña electoral, el PP en el
afán de no perder parte de su base con Vox, coqueteó con los extremistas.
Ciudadanos –cuya lógica hubiera podido ser la de recoger a los moderados del PP
que estaban asqueados de tanta corrupción- decidió también correrse a la
derecha, al grado que su dirigente no descartó entrar a un gobierno de
coalición con Vox, mientras ponía un “cordón sanitario” hacia una alianza con
el PSOE.
Ambas agrupaciones de centro-derecha escucharon con
más atención los cantos de sirena de las redes sociales, con la vociferante
militancia de Vox, que el pulso real de muchos españoles ajenos a la ideología socialista,
pero conscientes del peligro del populismo de derecha, más en un país con una
extrema derecha que ya una vez fue capaz de destrozar la democracia y
ensangrentar todo el territorio.
En otras palabras, lo que consiguieron fue que el
resto del país se decantara por los socialistas y por los partidos regionales
menos radicales, vistos ahora como la opción moderada ante el peligro del
autoritarismo fascistoide. El PSOE, sin moverse hacia su derecha, se llevó el
centro; y sin moverse hacia su izquierda, también se quedó con una parte de los
antiguos votantes de Podemos.
Si uno ve las cosas que decía la extrema derecha en
la campaña electoral española, encontrará que algunas suenan perturbadoramente
conocidas. Por ejemplo, que España se va a convertir en una nueva Venezuela,
que los otros son amigos de los etarras y guerrilleros, que el socialismo
esclaviza a la gente mediante el voto, que vienen el desempleo y la crisis, que
lo que quiere el PSOE es subsidiar a los flojos con los impuestos de quienes trabajan,
que la educación pública es marxista y un largo etcétera.
Este lenguaje polarizador, como es de fácil
reproducción en las redes, puede parecer que avanza como bola de nieve. En
realidad, lo hace en un grupo reducido de fanáticos y no va mucho más lejos. En
esas condiciones, una mala lectura política, como creer que la bola de nieve
será suficiente para generar una nueva mayoría, puede ser fatal.
Quienes abandonan la objetividad y hasta la
verosimilitud para atacar con virulencia al adversario político le están
haciendo un favor. Atacar a un gobierno con mentiras y exageraciones es, al
final, defenderlo. Promover a ese gobierno con mentiras y exageraciones es, al
final, minarlo. Cada extremo tendrá sus focas aplaudidoras, pero los ciudadanos
saben mirar más lejos.
Hay un espacio en el centro político aparente, un
espacio que bien puede estar realmente en la izquierda. Lo difícil es habitarlo
y hacerlo crecer en medio de los vociferadores. Pero en España se pudo.
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