Es sabido que los adultos estadunidenses son el
último lugar en geografía, entre los países de la OCDE. Muchos de ellos son
incapaces de ubicar su propio país en un mapamundi (varios ponen a Australia, porque
están acostumbrados a ver el mapa de su país sin naciones colindantes).
Es menos sabido que el segundo peor desempeño en
geografía entre adultos miembros de la OCDE corresponde a México. Somos buenos,
entre otras cosas, en reconocer mapas de países. Pero quedamos en último lugar,
y por mucho, en geografía económica.
Esto viene a cuento porque la pregunta que más
fallan los adultos mexicanos es sobre cuál es el principal país exportador de
petróleo del mundo. Sólo 7 de cada 100 aciertan con Arabia Saudita, y eso
porque las tres cuartas partes responden, erróneamente, que es México.
Hace 40 años, cuatro largas décadas, se nos vendió
la idea de que estábamos nadando en un mar de petróleo y que la abundancia
estaba a la vuelta de la esquina. Hace rato nos dimos cuenta que no iba a haber
tal abundancia. Lo que no terminamos, colectivamente, de entender es que el mar
de petróleo no era infinito, y hace rato que no nadamos en él.
Es hora de poner los pies en la tierra. México es el
productor de petróleo número 10 del mundo y el exportador número 12. No
alcanzamos ni medalla de bronce. Además, todas las tendencias indican que
iremos retrocediendo en la tabla.
Hace unos días nos despertamos con la novedad –con
la comprobación fehaciente, para ser precisos- de que México ya tampoco es un
exportador neto de petróleo y sus derivados. La balanza petrolera es
deficitaria y por una buena cantidad: 9 mil 855 millones de dólares.
El mismo día, el secretario de Hacienda anunció lo
que se traduce prácticamente en un rescate de Pemex: el gobierno federal
inyectará capital a la empresa productiva del Estado para que pueda capotear el
vendaval que se le presenta por partida triple: la caída de los precios de sus
exportaciones de crudo, el servicio de una deuda a tasas de interés por encima
del 6 por ciento anual y la existencia de un enorme pasivo laboral contingente,
que lastra de manera estructural sus finanzas.
Esto significa, en términos llanos, que la empresa
que fuera la gallina de los huevos de oro ahora está anémica, y en peligro. Y
ya no sólo es que no vamos a poder seguir dependiendo de ella como antes, sino
que la vamos a tener que ayudar a sobrevivir en un clima de competencia
creciente.
Las implicaciones de todo esto son múltiples. La
primera es que tenemos que dejar de asumirlos como país petrolero, y actuar en
consecuencia. Y si no lo quieren creer, un dato: la producción de Pemex
equivale a sólo 3 por ciento del PIB.
La segunda es que ya se acabó el largo periodo de
gracia fiscal derivado de la sobrexplotación de Pemex. Tener altos montos de
ingresos petroleros por varios lustros permitió posponer, una y otra vez, una
reforma fiscal amplia. La que se aprobó en 2013 ya queda insuficiente, si
queremos un Estado que invierta en infraestructura a ritmos decentes y que
cumpla con sus otros deberes económicos.
La tercera es que el impacto de los precios del
petróleo sobre el comportamiento general de la economía no es tan grande como
en las economías que sí están petrolizadas. Ya no es como antes. De hecho,
ayudará a dinamizar algunos sectores productivos. En donde sí pega es en las
finanzas públicas. Pega, por lo tanto, en la distribución del ingreso total
entre el sector público y el privado.
La cuarta es que decirle adiós al petróleo como
motor privilegiado de la economía no es tan malo como podría parecer. Significa,
por un lado, darnos cuenta del dinamismo de otras áreas de la economía
(pensemos en la evolución positiva de las exportaciones de la manufactura y del
sector agropecuario) y, por otro, nos obliga a programar el desarrollo hacia
una estructura más equilibrada. Y a no dormirnos en falsos laureles.
Lo sucedido también nos dice que la reforma
energética llegó cuando menos con una década de retraso. Cuando hubo
condiciones políticas, ya las condiciones económicas, tanto de Pemex como del
contexto internacional, habían cambiado para mal. México no desarrolló en esos
años una plataforma eficiente de producción y de refinación.
Existen posibilidades de que, en el mediano plazo,
México vuelva a ser un exportador neto de hidrocarburos. Pero eso sólo sucederá
si se crean nuevas condiciones financieras en Pemex y si detonan las
inversiones privadas en el ramo. Lo interesante es que el tema ya no es vital
para la economía.
Decirle adiós al petróleo nos puede ser útil. Pero
primero hay varios actores que deben entender que el ciclo ya terminó: los
capitales internacionales, que siguen tratando a México como exportador neto;
una parte de la clase empresarial, que sigue creyendo que Pemex está para pagar
los impuestos y mantener baja la carga para los demás y, sobre todo, la clase
política, que todavía piensa –como lo hacíamos los niños de la Liga Pequeña
Petrolera- que Pemex y México son sinónimos, y sobre esa falacia maneja buena
parte de su discurso.
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