jueves, agosto 15, 2013

La reforma de EPN y las izquierdas




La iniciativa de reforma energética propuesta por el presidente Peña Nieto merece, por lo menos, una discusión seria, de argumentos, exenta de calificativos. La merece porque no se trata de una propuesta al vapor y porque ha tratado de incluir lo esencial de los puntos de vista de las principales corrientes político-ideológicas del país.

Por supuesto, la propuesta no complació a los dos extremos del espectro. Ni a quienes esperaban una iniciativa abiertamente privatizadora –posición desilusionada que definen, mejor que nadie, el Wall Street Journal y el índice de la BMV-, ni a quienes desde el principio habían descalificado, en aras de la supuesta honra de la nación, cualquier cambio al desastroso estado actual de las cosas –y aquí el ejemplo evidente es el lopezobradorismo-.

Pero el carácter incluyente está allí, y abreva de la historia de México. Al retomar palabra por palabra el texto del artículo 27 Constitucional, como en la época de Lázaro Cárdenas, la iniciativa no sólo desarma uno de los argumentos previsibles en su contra, sino que toma partido: no hay privatización, no hay pago en especie, no hay pérdida de control de los bienes de la nación, pero sí contratos de utilidad compartida.

Puede argumentarse que en 1940 Pemex era apenas una empresa naciente, que partió prácticamente de cero, tuvo que improvisar muchos de sus técnicos y a la que faltaba capitalización. Pero puede contra argumentarse que en 2013, como hace 73 años, la empresa no tiene las mejores capacidades técnicas para aprovechar de la mejor manera el petróleo, en beneficio de la nación. El ejemplo de los yacimientos inexplotados en aguas profundas es, tal vez, el más claro.

Sobre los otros puntos de la iniciativa, prácticamente hay consenso: es necesario un nuevo régimen fiscal para Pemex, la empresa debe reestructurarse porque tiene un exceso de subsidiarias y, sobre todo, es necesaria una política de transparencia, que no existe en la paraestatal y en todo el sector energético.

Veo más similitudes entre la propuesta de EPN y la izquierda, que con la que realizó el PAN. Los dos primeros consideran que el Estado es quien debe llevar las riendas del sector energético, mientras que el segundo apunta a un mercado competido, con una empresa estatal grande, pero sin dientes. La diferencia –que me parece es más de matiz que de fondo- es cómo entender el papel hegemónico del Estado. Para unos es de organización y control; para otros, de propiedad.

Se entiende bastante que López Obrador, que apuesta a la inestabilidad nacional y ve en el espantajo de la “privatización de nuestro petróleo” un buen pretexto para la movilización callejera, esté abiertamente en contra (lo está de absolutamente todo lo que provenga del Ejecutivo). Se entiende menos que el PRD pinte su raya del mismo lado, y pretenda diferenciarse de Morena exclusivamente en los términos del tipo de lucha, entre otras cosas, porque también ahí tiene todas las de perder.

Me explico. Según todas las encuestas, la mayoría de los mexicanos está en contra de cualquier privatización de Pemex. La iniciativa presidencial ha sido cuidadosa en evitarlo y ha retomado el reglamento cardenista precisamente para subrayar esto. Es de esperarse que realice una amplia campaña de comunicación social para tranquilizar a la población al respecto.

No está dicho que esa probable campaña prospere. Del otro lado –y me refiero a López Obrador- se ha manejado, desde hace tiempo, con machacona insistencia, que Peña Nieto quiere entregar nuestro petróleo a los voraces empresarios. En la medida en que persista esta creencia, el único favorecido será su movimiento. Se creará una polarización (tan grata a AMLO): por un lado, quienes crean que efectivamente la reforma energética de Peña Nieto permite al Estado mantener el control de los hidrocarburos y ayudará a detonar el crecimiento; del otro, quienes piensen que será un desastre equivalente a la venta del territorio nacional. A parte, pero apoyando tibiamente la reforma como el mal menor, los conservadores que no están en contra de la privatización. En ese esquema, el PRD jugará, si acaso, el papel de comparsa.

En los próximos días veremos una férrea disputa por ver quién interpreta mejor el legado de Tata Lázaro. La versión documento, del gobierno, la versión Tatita Cuauhtémoc, del PRD o la versión Bartlett, de López Obrador y asociados. Si la versión de Cuauhtémoc no está planteada con pelos y señales, y equivale a más de lo mismo (que es lo que supongo), quedará desdibujada, por más que se trate del hijo del prócer.

El PRD está cometiendo, a mi juicio, un error de óptica. La reforma es perfectible, pero es positiva. En vez de empujar para limitar a ciertas circunstancias específicas la posibilidad de generar contratos de responsabilidad compartida, de insistir en la necesidad de transparentar Pemex –empresa pública opaca, si las hay- y de abonar para que la redefinición del régimen fiscal de Pemex se haga en función de las necesidades de la nación, y no con lógica empresarial, el sol azteca está aliándose en los hechos con su principal enemigo.  

Tal vez esto sea lo que no han entendido los perredistas –bueno, los que no forman parte de la quintacolumna de Andrés Manuel, que sí sabe lo que hace-: el pleito de Morena es con ellos, más que con cualquier otra fuerza política o social. No es sólo porque se disputan la misma clientela electoral. Es, sobre todo, por la ambición de su líder por copar para sí todo un espectro de la gama política (el que sea, pero le tocó la izquierda), como parte de sus planes personales.

Es de suponerse que, aunque navegará en mares tormentosos, la reforma energética propuesta por Peña Nieto llegará, con cambios menores, a puerto. Ojalá, por el bien de la nación, que estos cambios no sean en un sentido favorable a los intereses más conservadores. Y ojalá que en el PRD despertaran de su alucinación, se dieran cuenta de las intenciones del Mesías tropical, se quitaran las cadenas de los maximalismos y fueran capaces de contribuir a una reforma que tiene sentido de nación y también sentido común.

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