La iniciativa de reforma energética propuesta por el
presidente Peña Nieto merece, por lo menos, una discusión seria, de argumentos,
exenta de calificativos. La merece porque no se trata de una propuesta al vapor
y porque ha tratado de incluir lo esencial de los puntos de vista de las
principales corrientes político-ideológicas del país.
Por supuesto, la propuesta no complació a los dos extremos
del espectro. Ni a quienes esperaban una iniciativa abiertamente privatizadora
–posición desilusionada que definen, mejor que nadie, el Wall Street Journal y el índice de la BMV-, ni a quienes desde el
principio habían descalificado, en aras de la supuesta honra de la nación,
cualquier cambio al desastroso estado actual de las cosas –y aquí el ejemplo
evidente es el lopezobradorismo-.
Pero el carácter incluyente está allí, y abreva de la
historia de México. Al retomar palabra por palabra el texto del artículo 27
Constitucional, como en la época de Lázaro Cárdenas, la iniciativa no sólo
desarma uno de los argumentos previsibles en su contra, sino que toma partido:
no hay privatización, no hay pago en especie, no hay pérdida de control de los
bienes de la nación, pero sí contratos de utilidad compartida.
Puede argumentarse que en 1940 Pemex era apenas una empresa
naciente, que partió prácticamente de cero, tuvo que improvisar muchos de sus
técnicos y a la que faltaba capitalización. Pero puede contra argumentarse que
en 2013, como hace 73 años, la empresa no tiene las mejores capacidades
técnicas para aprovechar de la mejor manera el petróleo, en beneficio de la
nación. El ejemplo de los yacimientos inexplotados en aguas profundas es, tal
vez, el más claro.
Sobre los otros puntos de la iniciativa, prácticamente hay
consenso: es necesario un nuevo régimen fiscal para Pemex, la empresa debe
reestructurarse porque tiene un exceso de subsidiarias y, sobre todo, es
necesaria una política de transparencia, que no existe en la paraestatal y en
todo el sector energético.
Veo más similitudes entre la propuesta de EPN y la
izquierda, que con la que realizó el PAN. Los dos primeros consideran que el
Estado es quien debe llevar las riendas del sector energético, mientras que el
segundo apunta a un mercado competido, con una empresa estatal grande, pero sin
dientes. La diferencia –que me parece es más de matiz que de fondo- es cómo
entender el papel hegemónico del Estado. Para unos es de organización y
control; para otros, de propiedad.
Se entiende bastante que López Obrador, que apuesta a la
inestabilidad nacional y ve en el espantajo de la “privatización de nuestro
petróleo” un buen pretexto para la movilización callejera, esté abiertamente en
contra (lo está de absolutamente todo lo que provenga del Ejecutivo). Se
entiende menos que el PRD pinte su raya del mismo lado, y pretenda
diferenciarse de Morena exclusivamente en los términos del tipo de lucha, entre
otras cosas, porque también ahí tiene todas las de perder.
Me explico. Según todas las encuestas, la mayoría de los
mexicanos está en contra de cualquier privatización de Pemex. La iniciativa
presidencial ha sido cuidadosa en evitarlo y ha retomado el reglamento
cardenista precisamente para subrayar esto. Es de esperarse que realice una
amplia campaña de comunicación social para tranquilizar a la población al
respecto.
No está dicho que esa probable campaña prospere. Del otro
lado –y me refiero a López Obrador- se ha manejado, desde hace tiempo, con
machacona insistencia, que Peña Nieto quiere entregar nuestro petróleo a los
voraces empresarios. En la medida en que persista esta creencia, el único
favorecido será su movimiento. Se creará una polarización (tan grata a AMLO):
por un lado, quienes crean que efectivamente la reforma energética de Peña
Nieto permite al Estado mantener el control de los hidrocarburos y ayudará a
detonar el crecimiento; del otro, quienes piensen que será un desastre
equivalente a la venta del territorio nacional. A parte, pero apoyando tibiamente
la reforma como el mal menor, los conservadores que no están en contra de la
privatización. En ese esquema, el PRD jugará, si acaso, el papel de comparsa.
En los próximos días veremos una férrea disputa por ver
quién interpreta mejor el legado de Tata Lázaro. La versión documento, del
gobierno, la versión Tatita Cuauhtémoc, del PRD o la versión Bartlett, de López
Obrador y asociados. Si la versión de Cuauhtémoc no está planteada con pelos y
señales, y equivale a más de lo mismo (que es lo que supongo), quedará
desdibujada, por más que se trate del hijo del prócer.
El PRD está cometiendo, a mi juicio, un error de óptica. La
reforma es perfectible, pero es positiva. En vez de empujar para limitar a
ciertas circunstancias específicas la posibilidad de generar contratos de
responsabilidad compartida, de insistir en la necesidad de transparentar Pemex
–empresa pública opaca, si las hay- y de abonar para que la redefinición del
régimen fiscal de Pemex se haga en función de las necesidades de la nación, y
no con lógica empresarial, el sol azteca está aliándose en los hechos con su
principal enemigo.
Tal vez esto sea lo que no han entendido los perredistas
–bueno, los que no forman parte de la quintacolumna de Andrés Manuel, que sí
sabe lo que hace-: el pleito de Morena es con ellos, más que con cualquier otra
fuerza política o social. No es sólo porque se disputan la misma clientela
electoral. Es, sobre todo, por la ambición de su líder por copar para sí todo
un espectro de la gama política (el que sea, pero le tocó la izquierda), como
parte de sus planes personales.
Es de suponerse que, aunque navegará en mares tormentosos,
la reforma energética propuesta por Peña Nieto llegará, con cambios menores, a
puerto. Ojalá, por el bien de la nación, que estos cambios no sean en un
sentido favorable a los intereses más conservadores. Y ojalá que en el PRD
despertaran de su alucinación, se dieran cuenta de las intenciones del Mesías
tropical, se quitaran las cadenas de los maximalismos y fueran capaces de
contribuir a una reforma que tiene sentido de nación y también sentido común.
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