miércoles, junio 19, 2013

Biopics: Cosas de tregua



Tal vez el improbable lector piense que, entre los traumas personales, la crisis económica, la frustración política y, encima de eso, las tragedias que viví de cerca, los años que reseño fueron totalmente negros para mí. No es el caso. Hubo varios momentos y elementos que significaban una tregua, y algo más.

El Rayo

Raymundo crecía y, además de guapo y fuerte, era simpático, inteligente y vivaz. Hablaba mucho, y con muchos errores. Mira uno kíkaro: Mira, un helicóptero. Te bullicaste: Te equivocaste. ¿Qué dice el oj?: ¿Qué horas son, qué dice el reloj?
Una vez me pregunta:
-¿Papá, los gatos muerden?
-Los gatos arañan.
-¡Te estoy hablando de un gato, no de una naraña!
En la mesa:
Yok-Yok con un amigo rana
-Ya no quiero más albón.
-Albóndiga.
-Sí, ya no quiero más albón.
-Albóndiga.
-¡Dije albón, dije albón!
Como pueden ver, al Rayito le gustaba alegar. Un día le dije: “eres alegoso”. Su respuesta:
¡Yo no me llamo así, me llamo Raymundo!
Siempre lo llevaba a la Feria del Libro Infantil y Juvenil, y que lo invitan a la cabina de Radio RIN Infantil. Le preguntan su nombre, y lo dice muy bien.
-¿Y cómo se llama tu papá?
-Se llama Frasquito Báez.
Al Rayito le gustaban mucho los cuentos. Por esos años su favorito era Yok-Yok, un muñequito simpático que venía en unos libros caros. También leía mucho unos de Disney que venían acompañados de un cassette que los contaba, y una campanita decía cuándo había que cambiar de página. Imité el método, grabando –con la ayuda de una campanita casera- las aventuras del Rey Mono, unos libros chinos baratísimos. Esas grabaciones las llegó también a usar Camilo –quien por cierto, en esos días nos enteramos que venía en camino, un motivo de felicidad.
También era fan de los carritos. Hacíamos complicadas carreras con varios competidores a lo largo del departamento. Al niño, por supuesto, le solían tocar los mejores vehículos, y a mí el camión que se volteaba –y había que retrasarlo una cuarta por el accidente.
En el verano tomó clases de natación. Yo lo acompañaba al vestidor y decíamos, cuando se le arrugaban de tanto estar en el agua, que tenía “dedos de pato”.
Muchos momentos de felicidad con mi hijito. Tregua.

Punto

El semanario Punto, que dirigía Benjamín Wong, cubrió con eficacia mi necesidad de escribir y publicar de manera cotidiana, tras la salida del unomásuno y la desaparición de Solidaridad. La publicación era, en lo esencial, una colección de columnas de opinión –muchas, de refugiados del uno- y yo, además de mi columna semanal sobre cualquier tema, me encargaba de la “sección de economía”, que era una plana que yo hacía de cabo a rabo.
Punto estaba a pocos minutos a pie de la casa y, una tarde a la semana, yo iba a las oficinas a entregar mi material, a platicar con el personal y con don Benjamín, un periodista con muy buenas ideas (me ayudó a hacer mis pininos como editor) y un solo defecto: él ponía las cabezas y no sabía cabecear. En una ocasión, Pepe Woldenberg hizo un texto jugando con el nombre de un espía descubierto por EU y el de una marca de whiskey. Wong platicó la respuesta al juego (que era el nombre Johnny Walker) en la cabeza. En otra ocasión, yo quise comparar la Serie Mundial con las elecciones gringas, y Wong puso una cabeza estrictamente de beisbol. En fin. Pero aprendí mucho y me divertí.


Maca y Mónica

Mónica Speckman había sido alumna mía, y luego se convirtió en mi adjunta (sabía mucho de los temas, pero le ganaba su timidez). Sobre todo fue, en esos meses, alguien con quien pude sostener largas conversaciones acerca de todo. Su papá, un señor que tenía una historia interesante, era dueño de la librería donde compré las historias de Yok-Yok. Las conversaciones estaban salpicadas con asuntos de psicoanálisis, porque ambos estábamos en terapia (y la mamá de ella era psicoanalista). Estaba casada con un comunista chileno sorprendentemente parecido a Humberto Zurita y en esos tiempos esperaba un bebè (o estaba por quedar embarazada). Alguna vez intentamos hacer una reunión de parejas con Patricia y con su marido, pero en realidad quienes éramos amigos éramos ella y yo. Sé que dejó la economía y ahora es psicoanalista, como su mamá.

María Cruz Mora, Maca, ha sido una de mis más grandes amigas. Era esposa de Fallo Cordera y también trabajaba en la Facultad. Solíamos visitarnos a nuestros respectivos cubículos (yo más al de ella), platicar por horas y horas y fumar como chacuacos. De política, de nuestras familias, de historia, pero sobre todo, de la vida. Creo que conocimos con pelos y señales la vida de cada uno, sus dudas, sus miedos, sus amores, sus despechos, sus tics. A ella le dolía mucho lo mucho que habían sufrido sus progenitores, sobre todo su padre, en la Guerra Civil Española. Yo le decía: “Piensa, Maca, si Franco y los fascistas no hubieran ganado, tus padres no se habrían conocido y tú no existirías”. Ciertamente, corrían tiempos complicados y estoy seguro que esas conversaciones nos ayudaban a sobrellevarlos mejor. Nos divertíamos mucho en ellas. Maca es una de las personas más lindas que he conocido.

En mi cubículo del CEDEM
La videocasetera

La modernidad de la videocasetera (una Beta, por supuesto) llegó a la casa en 1984. En los dos años anteriores habíamos ido poquísimo al cine, entre otras razones porque entonces sí se prohibía la entrada de bebés a las salas. Lo siguiente fue conseguir un video-club, porque ni modo de comprar las películas, que eran carísimas.
Vadillo me recomendó uno, que había fundado un amigo suyo, Carlos Sevilla, en la colonia Narvarte. Se llamaba Tiempos Modernos y funcionaba de la siguiente manera. Al hacerte socio “comprabas” una peli y te cobraban por el servicio de trueque semanal de películas de los socios. Obviamente había muchos más casetes que socios, y la oferta –sobre todo del lado semi-culturoso- era buena. La ventaja, que los videoclubes comerciales de los años siguientes no tenían, era que el préstamo era semanal y el cargo si te pasabas una semana o dos más era mínimo.
Los casetes eran de todo tipo: originales, copias tomadas de la tele y piratones. A menudo, filmados sobre filmado: una vez se acabó la peli y lo que siguió fue la grabación de TV del famoso rollo de López Portillo de la defensa del peso como perro; otra, en medio de Lo que el Viento se Llevó, pasó una alerta sobre cierto huracán que se avecinaba a las costas de Texas. Pero el chiste es que por fin podíamos pasar una noche viendo un filme interesante.
  
Claudio en México

En el verano llegó de visita a México mi querido amigo Claudio Francia (ya había estado aquí antes, con un sobrino, pero casi no lo vi porque yo estaba en Sinaloa). Se quedó casi todo el tiempo en casa de Carreto (un par de días en mi casa). También se echó un rol norteño, volando a a la capital chihuahuense y tomando el famoso tren Chihuahua-Pacífico. De su visita recuerdo con gusto un par de reuniones-fiestas en casa de Mapes, una ida al beisbol al clásico Tigres-Diablos, la legendaria perdida que se dio cuando pidió un auto prestado y recaló en Iztapalapa y, sobre todo, las interesantes, y vitales conversaciones políticas y existenciales que sostuvimos.  

Los Juegos Olímpicos del 84

Ya saben que tengo debilidad por los Juegos Olímpicos. Los de Los Ángeles en 1984 no fueron la excepción, y los disfruté mucho, a pesar de la ausencia del bloque soviético, la consiguiente victoria arrasadora de la delegación estadunidense y las cantidades industriales de propaganda nacionalista reaganiana –a la que Televisa hizo eco y bocina- que acompañaron esos juegos.
¿Mis principales recuerdos? La inauguración, que estaba bien chafa hasta que aparecieron decenas de pianos tocando Rapsodia en Azul. El primer día, la fuga de Raúl Alcalá en el ciclismo de ruta –y mi indignación con Sonny Alarcón, quien se preocupaba de que lo acompañara un italiano, cuando el problema es que una fuga de dos tiene pocas probabilidades de éxito-. En los días siguientes, mi apoyo al Albatros alemán Michael Gross –único obstáculo para la barrida de los tritones gringos-, mi admiración para Greg Louganis –Sonny calificaba los clavados según si salpicaban agua o no-, los triunfos arrasadores de Carl Lewis, la emoción incontenible con el 1-2 de Canto y Raúl González en los 20 kilómetros de caminata (la afrenta de Moscú estaba vengada) y con el oro de Raúl en los 50 k, la pelea que le dio medalla a Héctor López (que vimos Pablo Pascual, Xavier Cabrera, Pepe Zamarripa y yo en una tele minúscula que tenía Chamarrita en su cubículo) y la final, en la que perdió el oro.
También hice tremendos corajes con los periodistas y narradores. Ya comenté de Sonny. En Televisa hacían un resumen super elogioso para los gringos con un tipo tan pro-yanqui que a la arquera mexicana Aurora Bretón le decía Orora Bretton. Ninguno se dio cuenta de lo bien que iba el luchador Daniel Aceves, hasta que sacó su medalla. En el caso de Youshimatz fue peor: no sabían cómo se medían los puntos en la carrera australiana y el mexicano había calificado con pocos puntos, pero ganándole una vuelta a los rivales: afirmaron que pasó de panzazo y no transmitieron la final, donde obtendría el bronce. Fue la primera vez que, aunque con menos horas de pantalla, Canal 13 derrotó a Televisa en la calidad de su transmisión olímpica: una tendencia que duraría dos décadas.

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