Una de las modas de la rebelión juvenil de la segunda mitad
de los sesenta fue el culto a la desnudez. No es casual que una de las obras de
teatro más representativas de esa época haya sido el musical Hair, en el que se hacía apología de la
desnudez y de la greña como cosas naturales
que el stablishment inhumano
combatía. Regímenes rígidos, como el mexicano de aquel entonces, vetaron la
obra. Otros iban más allá: en la España franquista no se podía dar un paso en
traje de baño; había que quitarse la ropa en la playa y volvérsela a poner allí
mismo, so pena de toparse con el tricornio de la Guardia Civil.
De hecho, muy poco hay de natural en bailar con música
electrónica amplificada por instrumentos complejos. Tanto la música como los
instrumentos necesitaron de siglos de civilización. Sólo una colusión (una
ilusión colectiva) pudo disfrazar aquello de retorno a la naturaleza, por mucho
que se hablara entonces de Consciousness
3. Y entonces ¿por qué la desnudez y la greña?
Creo que la respuesta la dio, en 1969, un viejo periodista,
James Reston. En una columna editorial del New
York Times combatió las reglamentaciones sobre el largo del cabello que se
instrumentaban en algunas escuelas de Estados Unidos. El argumento de Reston
era el siguiente: lo que toda sociedad totalitaria busca es la uniformidad;
para ello, hay que despojar a cada persona de su individualidad, convertirla en
parte de una masa informe; por eso, cárceles y campos de concentración
sustituyen los nombres de las personas por números y, consecuentemente, rapan a
los cautivos. La idea esencial es despojarlos de toda personalidad, de toda
libertad; que vean y sientan que son números, no personas.
La rebelión de la greña era un grito de individualidad: la
nueva generación no estaba constituida por autómatas que repetirían ciegamente
valores y actitudes de la anterior. Dentro de la lógica de transgresión, la
desnudez atentaba contra el anterior concepto de pudor y tenía, más allá de las
supuestas naturalidades rousseaunianas, una evidente carga sexual.
Pero, paradójicamente, pocas cosas hay tan uniformadoras
como la desnudez. Todo atuendo –ropa, máscara, maquillaje- es expresión del
individuo que lo porta, del momento que vive ese individuo. El que está desnudo
no se tiene más que a sí mismo. Por eso el rey de la fábula pierde el poder al
verse descubierto… y todo rey vestido magnifica su poder si el pueblo está desnudo.
La desnudez puede ser vista como reivindicación del cuerpo, pero también puede
significar indefensión. Los jóvenes contestatarios jugaban a que el rey estaba
desnudo, pero no era cierto.
Ahora los desnudos están a la orden del día y, aunque todavía
quedan mentes ancladas en las décadas anteriores, que se asustan por los
efectos sexuales que tienen en sus propias mentes, se han vuelto parte del
panorama. La desnudez de hoy ya no es transgresora, su carga es perfectamente
sublimable en consumo. Y en una sociedad democrática, ni el “rey” ni el pueblo
están desnudos.
En las sociedades totalitarias la moda no existe. O más
exactamente, hay una moda única, que se propaga o se impone desde arriba.
Equivale a la desnudez, porque los individuos no pueden expresarse en toda su
diversidad. O más exactamente: no pueden expresarse. No es casual el gusto de
estos regímenes por los uniformes, sean estos formales o informales.
En ese sentido, cuando la información corre sólo de arriba
hacia abajo, en forma de órdenes, consignas, verdades preestablecidas, los
receptores de la misma están desnudos. Cuando hay una ideología oficial, el
pensamiento sólo tiene una forma de vestirse, un lenguaje, unos ademanes. Y si
el pensamiento es dictado jerárquicamente, toda persona que quiere pensar por
sí misma y carece de instrumentos (informativos, culturales, políticos) a su
acceso, tiene que intentar (re)elaborarse a retazos, convertirse en una especie
de arlequín mental. Y a veces sustituyen el uniforme por harapos de odio
visceral.
Si en los sesentas y setentas, las fuerzas del progreso
luchaban en muchos países de Occidente por despojar de tabúes a la desnudez, hay
que dar cuenta, hoy en día, que la lucha contra el totalitarismo –inclusive el
que está latente en sociedades democráticas y modernas- pasa, en primerísimo
lugar, por la lucha contra la uniforme desnudez ideológica y cultural.
(Este texto apareció originalmente en El Nacional Dominical, nº 89, 2 de fberero de 1992)
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