jueves, junio 06, 2013

Desnudez y totalitarismo


Una de las modas de la rebelión juvenil de la segunda mitad de los sesenta fue el culto a la desnudez. No es casual que una de las obras de teatro más representativas de esa época haya sido el musical Hair, en el que se hacía apología de la desnudez y de la greña como cosas naturales que el stablishment inhumano combatía. Regímenes rígidos, como el mexicano de aquel entonces, vetaron la obra. Otros iban más allá: en la España franquista no se podía dar un paso en traje de baño; había que quitarse la ropa en la playa y volvérsela a poner allí mismo, so pena de toparse con el tricornio de la Guardia Civil.

De hecho, muy poco hay de natural en bailar con música electrónica amplificada por instrumentos complejos. Tanto la música como los instrumentos necesitaron de siglos de civilización. Sólo una colusión (una ilusión colectiva) pudo disfrazar aquello de retorno a la naturaleza, por mucho que se hablara entonces de Consciousness 3. Y entonces ¿por qué la desnudez y la greña?

Creo que la respuesta la dio, en 1969, un viejo periodista, James Reston. En una columna editorial del New York Times combatió las reglamentaciones sobre el largo del cabello que se instrumentaban en algunas escuelas de Estados Unidos. El argumento de Reston era el siguiente: lo que toda sociedad totalitaria busca es la uniformidad; para ello, hay que despojar a cada persona de su individualidad, convertirla en parte de una masa informe; por eso, cárceles y campos de concentración sustituyen los nombres de las personas por números y, consecuentemente, rapan a los cautivos. La idea esencial es despojarlos de toda personalidad, de toda libertad; que vean y sientan que son números, no personas.

La rebelión de la greña era un grito de individualidad: la nueva generación no estaba constituida por autómatas que repetirían ciegamente valores y actitudes de la anterior. Dentro de la lógica de transgresión, la desnudez atentaba contra el anterior concepto de pudor y tenía, más allá de las supuestas naturalidades rousseaunianas, una evidente carga sexual.

Pero, paradójicamente, pocas cosas hay tan uniformadoras como la desnudez. Todo atuendo –ropa, máscara, maquillaje- es expresión del individuo que lo porta, del momento que vive ese individuo. El que está desnudo no se tiene más que a sí mismo. Por eso el rey de la fábula pierde el poder al verse descubierto… y todo rey vestido magnifica su poder si el pueblo está desnudo. La desnudez puede ser vista como reivindicación del cuerpo, pero también puede significar indefensión. Los jóvenes contestatarios jugaban a que el rey estaba desnudo, pero no era cierto.

Ahora los desnudos están a la orden del día y, aunque todavía quedan mentes ancladas en las décadas anteriores, que se asustan por los efectos sexuales que tienen en sus propias mentes, se han vuelto parte del panorama. La desnudez de hoy ya no es transgresora, su carga es perfectamente sublimable en consumo. Y en una sociedad democrática, ni el “rey” ni el pueblo están desnudos.

En las sociedades totalitarias la moda no existe. O más exactamente, hay una moda única, que se propaga o se impone desde arriba. Equivale a la desnudez, porque los individuos no pueden expresarse en toda su diversidad. O más exactamente: no pueden expresarse. No es casual el gusto de estos regímenes por los uniformes, sean estos formales o informales.

En ese sentido, cuando la información corre sólo de arriba hacia abajo, en forma de órdenes, consignas, verdades preestablecidas, los receptores de la misma están desnudos. Cuando hay una ideología oficial, el pensamiento sólo tiene una forma de vestirse, un lenguaje, unos ademanes. Y si el pensamiento es dictado jerárquicamente, toda persona que quiere pensar por sí misma y carece de instrumentos (informativos, culturales, políticos) a su acceso, tiene que intentar (re)elaborarse a retazos, convertirse en una especie de arlequín mental. Y a veces sustituyen el uniforme por harapos de odio visceral.

Si en los sesentas y setentas, las fuerzas del progreso luchaban en muchos países de Occidente por despojar de tabúes a la desnudez, hay que dar cuenta, hoy en día, que la lucha contra el totalitarismo –inclusive el que está latente en sociedades democráticas y modernas- pasa, en primerísimo lugar, por la lucha contra la uniforme desnudez ideológica y cultural.


(Este texto apareció originalmente en El Nacional Dominical, nº 89, 2 de fberero de 1992)