La revelación de Edward Snowden, ex operador de la CIA y
consultor de la Agencia Nacional de Inteligencia (NSA) de Estados Unidos, al
hacer públicos documentos que destaparon el “estado de vigilancia” que
prevalece en ese país, es un asunto que amerita reflexión. No es cualquier cosa
que cualquier Estado espíe profusamente a su población. Van unas cuantas ideas al
vuelo.
La primera es que en el fondo Snowden destapó una verdad que
muchos sospechaban. Después de la aprobación del Patriot Act, en la era de Bush Jr., una serie de libertades –y en
especial, las que se refieren a la privacidad-, quedaron formalmente limitadas
en aras de proteger a los Estados Unidos de la amenaza terrorista. La novedad (relativa) es que, bajo el
gobierno del demócrata Obama, la intromisión con el pretexto de la seguridad no
sólo no disminuyó, sino que aumentó. El gobierno husmea conversaciones
telefónicas, e-mails, páginas web y más. Por supuesto, también espía a otros
gobiernos.
No ha tardado en saberse que esos otros gobiernos –el
primero en ser señalado ha sido el británico- utilizan procedimientos
similares. El apetito por información es tal que espiaron a todos los
participantes en la cumbre del G-20 del 2009, con particular énfasis –el Secret Service sabrá por qué- en la
delegación turca. Pero ni uno sólo de los asistentes –incluyendo a México- se
salvó. Suponemos que Peña Nieto, quien mientras escribo está en el Reino Unido,
ya sabe que probablemente hay pájaros en el alambre.
La verdad sospechada es que todos los gobiernos espían, de
acuerdo con sus posibilidades y sus diferentes niveles de paranoia. Y que ahora
lo hacen más, gracias a la enorme cantidad de información fácilmente asequible
en la red –y también, por qué no decirlo, a nuestra inveterada incapacidad de
callarnos la boca y nuestro regusto por ventilar públicamente nuestras cosas.
Sabemos que la información es poder. La intención de todo
gobierno es consolidarse en el poder. Por eso, su tentación natural es hacerse
de toda la información posible, pensando que eso le ayudará a tomar las
decisiones que permitan su mejor desempeño y, sobre todo, su permanencia en el mando.
Hay gobiernos que resisten más a esa tentación, ya sea por tradición, por
ideología o por la existencia de una normatividad muy estricta, pero ninguno es
ajeno a ella. Por consiguiente, todos practican lo que dicen no practicar.
El problema y el escándalo, a mi parecer, radican en dos
cuestiones. Una tiene que ver con las proporciones. Lo revelado por Snowden apunta
a una maquinaria enorme de vigilancia sobre el ciudadano común, que se
convirtió en un sistema de crecimiento casi autónomo. La otra tiene que ver con
la credibilidad gubernamental. La administración Obama decía que estaba
relajando los puntos del Patriot Act
que chocaban con la Constitución de los Estados Unidos, y no era cierto. El
gobierno del presidente demócrata había sucumbido completamente a la tentación
del Big Brother.
Como sabemos, el Big
Brother o Gran Hermano es un personaje
de la excelente novela distópica Mil
Novecientos Ochenta y Cuatro, de George Orwell, situada en un mundo
dominado por regímenes totalitarios omnivigilantes, enfermos de propaganda, que
pretenden hasta transformar el lenguaje para hacer imposibles ciertos
pensamientos libertarios. Todo ciudadano de Oceania, en la novela, sabe que el
Gran Hermano lo está vigilando.
Si somos un poco más incisivos, veremos que la capacidad de
vigilancia del Gran Hermano depende más del carácter dictatorial del gobierno, de
la capacidad de represión que pueden ejercer el Partido y los administradores
del Ministerio del Amor (de tortura y reeducación), que de la tecnología
existente.
La idea de espiar masivamente a los ciudadanos choca con el
concepto central de la democracia, que habla de un gobierno del pueblo. También
ahonda la brecha que hay entre gobernantes y gobernados: genera el “ustedes” y
“nosotros” que es típico de las sociedades autoritarias. Está, en contraste,
por supuesto, con los fundamentos ideológicos en los que se basan los Estados
Unidos y las demás democracias occidentales.
Dicho esto, quedan dos preguntas, que a mí se me hacen las
más puntiagudas: ¿A qué sirve tanto espionaje? ¿Les ayuda la tecnología?
Mis respuestas tentativas son: 1) A hacerse la idea de que
controlan lo que no controlan y 2) No.
El problema de la llamada “era de la información” es que
contamos con demasiada información, con un exceso enorme. La cantidad de
intercambios en las ondas catódicas, en las electromagnéticas, en los bits de
las computadoras y demás artilugios es inimaginable. Sin embargo, la pretensión
de los aprendices de brujo (digo, de Gran Hermano) es obtenerla toda.
Tecnológicamente, y con un gran esfuerzo humano, es posible. Lo que es
imposible es editarla correctamente.
Me explico. Los gobiernos pueden hacerse con millones de
terabytes de información, pero ¿cómo encuentran la aguja en el pajar? ¿Cómo
discriminan la información relevante de la que no lo es? ¿Se ha inventado el
algoritmo capaz de hacerlo?
Opino que no. Al menos, no todavía. Porque para hacerlo
deben definir claramente qué quieren espiar y qué no. Y todo burócrata con alma
de policía prefiere pecar por exceso que por defecto. El resultado es una mole de
información escasamente depurada que suele ser inútil –o, por lo menos, muy
difícil de clasificar. Al final de la
historia, la clasificación y los énfasis se harán en función de la subjetividad
de algunos funcionarios. Y eso normalmente no termina bien.
Lo común es que al exceso se acompañe el defecto. Es como
esos cortafuegos informáticos que pretenden evitar que el empleado se distraiga
(no pueden ver páginas que digan “sex” o “puta”, y no pueden acceder a la de la
“Sexagésima segunda legislatura de la
Cámara de Diputados”, pero sí a las que dicen “she-males”). Mucha vigilancia en nombre de la seguridad nacional,
pero a la hora de la verdad, de poco sirve.
Valga, en el caso de Estados Unidos, el ejemplo de los
hermanos Tsarnaev. De seguro estaban vigiladísimos con los métodos más
sofisticados. Incluso de Moscú les habían advertido que esos fanáticos
planeaban algo feo. Pero, en medio de tanta información, eso quedó fuera de la
edición, dicen que por la humana incapacidad de los gringos de escribir
correctamente tan difícil apellido, con los resultados trágicos sufridos en
Boston.
En otras palabras, en una democracia espiar sirve de poco o
nada. Eso dejémoslo a las dictaduras.
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