martes, septiembre 18, 2012

Biopics: Un asalto frustrado (pero traumático)



La noche del domingo 19 de septiembre de 1982 estàbamos en la recámara, viendo Teatro Fantástico en la tele, cuando Patricia salió del cuarto un segundo. Me gritó:
-¡Pancho, hay un hombre en la casa!
Quién sabe por qué –tal vez porque estaba clavado viendo a Cachirulo- pensé que ese hombre era Felipe, su hermano. Salí a ver qué onda, pensando en reclamarle haber entrado sin tocar. Pero qué va, no había un hombre en la casa, sino dos extraños, dos nerviosos asaltantes. Apenas los ví –y esto tampoco puedo explicarlo- noté que mi lenguaje corporal se hizo desafiante.
-¡Trae pistola! –gritó uno de los asaltantes. Pensé que me estaba advirtiendo que su cómplice estaba armado, pero era al revés: el hombre que gritó salió huyendo a toda velocidad, porque creía que yo traía un arma.
Su compañero intentó hacer lo propio, pero cuando me rebasó, casi por instinto lo pepené del cuello y me puse a golpearlo. Aquello derivó en una madriza: yo me interponía entre el ladrón y la salida; el me golpeaba para esquivarme, yo lo golpeaba para mantenerlo dentro, al cabo que ya lo había capturado.
La pelea duró unos minutos, que me parecieron como 20, pero han de haber sido mucho menos, pero muy feroces, porque los dos acabamos ensangrentados, y se decidió un momento en el que lo doblé y le dije a Patricia que le rompiera una silla en la cabeza. La silla se partió en pedazos y agarré una pata para golpearlo, sobre todo en los brazos. Me le subí encima, lo tenía agarrado del cuello con una mano y blandía el madero con la otra, mientras Patricia llamaba a la policía, salía al balcón a pedir auxilio (un matrimonio que vivía del otro lado de la calle veía impávido, como quien ve la televisión, lo que sucedía en nuestro departamento) y planteaba cosas desesperadas, como azotarle al asaltante un enorme cenicero de piedra en la cabeza.
-¿Cómo crees? Lo vas a matar.
Pasaban los minutos y nadie acudía. El tipo me pidió que lo dejara ir, que tenía hijos. Cuando se me iba a ablandar el corazón, escucho al pobre Rayito, a quien su mamá había puesto en la cuna, llorar con pánico verdadero.
-¿Y ése que está llorando qué es? ¿Es un cerdo? ¡Es mi hijo! –grité, y le acomodé dos buenos madrazos.
Finalmente llegaron unos vecinos –no los del departamento de enfrente, por supuesto- y me ayudaron a amarrar al tipo de pies y manos. La cosa se calmó por unos minutos, mientras platicaba yo cómo habían ocurrido las cosas. En eso, pasó Raymundo con un chipote. Resulta que el cómplice de tipo detenido, en su huída, se había topado con el bebé y, al hacerlo a un lado, en el empujón su cabecita golpeó con la pared (supongo que eso fue lo que me hizo reaccionar y capturar al otro). Los vecinos, que habían estado muy tranquilos, se enfurecieron:
-¡Qué poca madre tienen, pegarle a un bebé! –y la emprendieron brevemente a patadas contra el asaltante tirado y amarrado, hasta que yo los calmé.  
Minutos después, llegó mi hermano –quien para entonces trabajaba para la PGR- y, a prudente distancia de él, mi mamá. Tenían poco de haber entrado cuando se apareció un desconocido blandiendo un arma.
-Aquí es –les dice a otros que van subiendo, es un “madrina”.
Suben otros dos hombres. Se presentan como agentes de la Dirección de Investigaciones para la Prevención de la Delincuencia.
En ese momento, al escuchar que los policías eran de la DIPD, el asaltante amarrado empezó a temblar de manera incontrolable y a gritar como condenado. Esa corporación era famosa por sus métodos poco ortodoxos y nada respetuosos de los derechos humanos. Quién sabe quién los llamó o cómo se enteraron, porque la policía normal nunca llegó.
Platicamos a los agentes lo que había sucedido. Ellos notaron dos cosas: que los asaltantes habían forzado la puerta con una barreta y que habían intentado hacer lo mismo en el departamento de arriba, del que –nos enteramos luego- había salido a dar un paseo la familia brasileña que lo habitaba precisamente minutos antes de la irrupción de los intrusos. Los departamentos de ese edificio tenían dos puertas: los ladrones, al no poder abrir una, intentaron abrir otra, pero en vez de bajar al entrepiso y volver a subir, bajaron y bajaron, para meterse en el departamento equivocado, porque no esperaban encontrar gente.
-Ahorita nos vas a decir quién es tu cómplice –le dijo el teniente al asaltante sometido, quien a modo de respuesta se puso de nuevo a temblar y a berrear.
Nos dijeron que se iban a llevar al ladrón, y que nos avisarían. Pidieron servilletas de cocina, “porque no nos podemos llevar así sangrando”. Entonces Patricia tomó unas servilletas y empezó a limpiarle la cara al asaltante.
-¡No señora! Dénos unas servilletas para que este desgraciado no manche las vestiduras del coche con su sangre.
Y se fueron.
Fue entonces que fui al baño y ví en el espejo que tenía la cara llena de cortadas y moretes, la camisa (de cuadros rojos y blancos, recuerdo) desgarrada y manchada de sangre. También en ese momento me percaté de que me dolía todo el cuerpo, y también el alma. Mi mamá estaba haciendo unos tés de tila.

Al día siguiente, trajimos un cerrajero para que nos hiciera una cerradura múltiple tipo Nueva York. Le pagamos con la chamarra de cuero verdadero –manchada de sangre- que había dejado el asaltante… junto con un diente. A mí me quedó una cicatriz sobre el labio, que se ha hecho pequeña con los años.
No nos hablaron hasta el viernes siguiente. El MP preguntaba dos cosas. Si iba yo a hacer cargos y quién había golpeado al asaltante. Le contesté que no iba a hacer cargos, que estaba yo muy golpeado, que nos dimos una tranquiza que duró 20 minutos. Me advirtió que entonces soltaría al detenido.
Quedé intranquilo y la siguiente semana fui a Tlaxcoaque, donde se encontraba el edificio de Policía y Tránsito del Departamento del Distrito Federal, un lugar tenebroso. Allí me entrevisté con un comandante de la DIPD, que resultó ser sinaloense de Guamúchil. Entendí que el asaltante estuvo cinco días en los separos, suficientes para que encontraran a su cómplice, que había huido al Estado de México, y luego presentaron a los dos al MP para que éste, previsiblemente, los dejara ir.
-¿Y no buscarán venganza? –pregunté.
-Al revés. Ellos ya saben que en esa casa los consignan a la autoridad. Y si se dieron cuenta de que usted no estaba armado, ahora pensarán que sí lo está. Ellos corren la voz entre el hampa. Su casa está más segura que nunca.
Terminó citando la biblia. El cuento del ángel que marcó las casas de los judíos en Egipto para salvarlos de la décima plaga.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Historia dramática pero con final feliz.
Excelente crónica ¿tienes fecha de los acontecimientos? Es para darle el caráter de crónica como en realidad es, aunque se ve que está narrada no solo por el que vivió el caso sino por un consumado escritor que retiene al lector sobre su lectura
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Recomendación. por favor ¿Puedes quitar la verificación de comentarios? son esas letricas y números para evitar comentarios automáticos pero que entorpecen la iniciativa de comentar. Para ello abre CONFIGURACIÓN te vas a COMENTARIOS y allí quitas la verificación y guardas los cambios

FBR dijo...

Esimado Alí:
Gracias por los comentarios.
La fecha del acontecimiento está en la primera oración: 19 de septiembre de 1982. De alguna manera, la crónica también es de un tipo de relación ciudadanos-policías-delincuencia que ha cambiado. La DIPD desapareció al año siguiente de los hechos.
Por otra parte, prefiero no quitar la verificación de comentarios. Cuando no la había, el blog se llenó de spam.