En su
VI Informe de Gobierno, el presidente López Portillo nacionalizó la banca. Tras
criticar una economía “dominada por la especulación y el rentismo”, anunció que
había expedido dos decretos. Uno para nacionalizar los bancos privados; otro,
para establecer el control generalizado de cambios. Culminó esa parte del
discurso con una frase que perduró con los años: “Ya nos saquearon. México no
se ha acabado. No nos volverán a saquear”.
Cuando
escuché la noticia, en la recámara de la casa, dí un grito y un brinco de
alegría. Han de haber sido muy fuertes porque Raymundo, que estaba en el
cuarto, se puso a llorar, asustado. Así que no pude oir la parte en la que el
Banco de México se convertía en organismo público descentralizado del gobierno
federal.
La
reacción fue dividida. Grandes aplausos de las bancadas del PRI y de izquierda,
cara de palo de Miguel de la Madrid, Presidente Electo, indignación de parte de
los banqueros expropiados. Afuera, percibí una aprobación claramente
mayoritaria al gesto del Presidente. También descubrí, días después, que el
Washington Post coincidía con mi posición: “la nacionalización del sistema
bancario era necesaria para asegurarse que el control de cambios sería
realmente puesto en vigor”. Asimismo, me gustaba la idea de que pudiera ser
posible, con la banca pública, redirigir el crédito hacia los sectores
prioritarios de la economía.
Quienes
veían las cosas desde un punto de vista más polítizado estaban también
contentos porque consideraban que los banqueros habían dejado de ser un molesto
intermediario político entre el gobierno y los empresarios productivos.
El 3 de
septiembre hubo un típico acto masivo de apoyo a la decisión del Señor
Presidente, en el Zócalo capitalino. Los sindicatos en pleno y con todo.
Quienes asistieron esa mañana hablan de apretujones indecibles y matracas felices.
Yo decidí ir en la tarde, a un acto similar, pero organizado por la izquierda.
Patricia
y yo dejamos al bebé Raymundo en casa de mis papás y, en la calle, me puse a
platicar con cuates de la infancia. Uno de ellos, José Luis Gutiérrez, era
empleado bancario y se burló de la decisión, a la que aderezó con un par de
frases anticomunistas. La discusión se caldeó y pasamos a los golpes. Le estaba
poniendo yo una madriza a José Luis cuando por fin el Flais y mi hermano lograron detenerme. Respiré hondo, les dije
que me había calmado, me soltaron, y que vuelvo a la carga contra José Luis,
con puñetazos y patadas voladoras. Al final, el otro nomás se sobaba los
moretes y se limpiaba el mole que le
chorreaba de la nariz.
Cuando
de verdad me calmé, tuve que cavilar, preocupado: “si con una medida como la
nacionalización me madreo con un cuate de la infancia, ¿qué pasaría en una
revolución?
El
evento de la izquierda no fue tan masivo como lo imaginaba. Calculo que éramos
unos 5 mil, “un puñado”. Por supuesto que la prensa, que tardaría décadas en
calcular correctamente el Zócalo, supuso el cuádruple.
La
prensa, por cierto, tardaría muy poco en voltearse al presidente López Portillo
y escuchar mejor al entorno del Presidente Electo. De ahí surgieron dos
conceptos: uno, la supuesta existencia del “PRISUM”, que sería la alianza entre
el PSUM y diputados priistas progresistas –entre quienes destacaba José Carreño
Carlón, quien luego sería influencia importanteen mi vida-; otro, con más mala
leche, la idea de que el verdadero cerebro detrás de la nacionalización de la
banca no era nuestro amigo Carlos Tello, sino nuestro compañero Rolando
Cordera, coordinador de la bancada pesumista en San Lázaro, coautor con Tello
de México: La Disputa por la Nación. Llegué
a ver un titular de vespertino: “Soy amigo de Tello, no su cerebro: Cordera”.
Dentro
de nuestro grupo de amigos –que ya en realidad no funcionaba como corriente
política- hubo sólo una voz disidente, que vale la pena rescatar. La de Carlos
Pereyra, el Tuti, el lúcido filósofo.
Pereyra insistía que la nacionalización había sido un acto autoritario, no
democrático.
-La
democracia está en el programa, Tuti
–respondíamos.
-Son
decretos de la presidencia autoritaria –rebatía-, y otro presidente autoritario
los va a echar atrás con la misma facilidad.
Por
supuesto, Pereyra tenía razón y nosotros éramos unos necios.
De la
nacionalización de la banca, además de un montón de artículos y ensayitos,
salieron una invitación para comer en el Banco de México, con Carlos Tello, director
general de Banxico durante 90 días (Clemente Díaz Durán era su secretario
particular; en la comida hablaron con deleite de que ese día le habían negado
dólares preferentes –de a $70- al Episcopado, que quería mandar el diezmo al
Vaticano: “el envío de utilidades a las empresas multinacionales no está entre
las prioridades nacionales, señor arzobispo”, habría dicho Tello) y sendos
viajes a Oaxaca y Sonora, invitado por el Sutin, para hablar sobre los alcances
del decreto nacionalizador.
El
viaje a Oaxaca lo hice solo, con pláticas en la capital y en Tlaxiaco, adonde
acudió una multitud de más de mil personas a mi conferencia, que fue además
radiada y traducida al por La Voz de la Mixteca. Tlaxiaco era una zona en la
que los compañeros nucleares habían encontrado uranio y se habían integrado a
la comunidad. En los portales de Oaxaca de Juárez me encontré con mis amigos de
la Comisión de Análisis del partido, Carlos Márquez y María Amparo Casar,
quienes habían decidido hacer un viaje por el sureste, tras haber tirado la
toalla en su intención de tener hijos. Por supuesto, en ese viaje María Amparo
se embarazó.
El
viaje a Sonora fue con otro economista, Pancho Gómez, hicimos bastante radio
(de hecho las preguntas fueron tantas que grabamos programas como para una
semana), además de las pláticas. Pero lo que más recuerdo era el calor
sofocante. Lo ideal era estar con medio cuerpo en la alberca y una chela bien
heladita en la mano. De la alberca a la conferencia a la alberca al radio a la
alberca a otra plática a la alberca y a cenar.
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