En Perugia, Carlos y Lynn ya habían regresado de su viaje al otro lado de la cortina de hierro. Mársico nos ofreció el cuarto más pequeño de su depa, y lo aceptamos con gusto. Los otros habitantes eran una pareja de judíos gringos que acababan de regresar de un kibbutz y un obrero/estudiante italiano.
Las semanas que estuvimos allí fueron muy divertidas, pero sobre todo encerraron muchas lecciones para la supervivencia con recursos escasísimos, arte en la que Carlos Mársico tenía doctorado honoris causa.
Los principales ejemplos están en la comida. Con Mársico aprendí a cocinar la “sopa eterna”. Consiste en llenar una cazuela grande de agua, hervirla con harto consomé de pollo y vegetales, agregarle vegetales en oferta, pescuezos de pollo y pasta chiquita. Agregar más agua al remanente después de comer, también las sobras de cualquier posible plato principal (arroz con verduras, digamos), echarle col, más consomé, tal vez alguna papa… y así ad infinitum. También a combinar el arroz con todo: con atún, con chícharos, con papas. Aprendí a que si el tocino está de oferta, vale la pena esperar otro día, porque estará todavía más barato. Que el precio del vino campesino se puede regatear. Y que la mejor leche es el chorrito minúsculo que se le echa al té inglés.
A cambio de esa comida espartana, los lunes nos íbamos al Perugina a comer una pizza y tomar una chela, porque Carlos le había conseguido la chamba al mesero. Nos chutábamos cuatro y el cuate nos cobraba una. Si llovía en el entretiempo, Carlos agarraba con total calma un paraguas ajeno –había un depósito colectivo en la entrada; los italianos tienen un pedo severo con los paraguas abiertos- y nos regresábamos bien protegidos. Leíamos L’Unità en el Turreno, donde había varias copias. Y el montón de revistas a las que Mársico se suscribía sin pagar.
En el baño del departamento de Carlos había unas instrucciones escritas como en ocho idiomas –incluído el árabe- que dejaban la impresión de que si te bañabas con agua caliente te ibas a electrocutar. Nos confesó que era para que los huéspedes usaran poco gas. La cuenta de electricidad era reducida, porque Carlos le metía una tarjetita al contador, que alentaba el movimiento de la rueda (tenía medida la fecha en que llegaban a verificar y sacaba la tarjeta cinco días antes). Aprendimos a ahorrar en jabón, en café y en pasta de dientes. Y también qué días estaba menos atestada
Complots para una revolución sin (mucha) sangre
De repente íbamos a fiestas o reuniones de cuates. A la casa del griego anarquista que vive con una danesa trosquista. Adonde Topino, el líder juvenil del PCI en Perugia. Con los compañeros africanos (y Ahmed quiere ligarse a Janette recitándole la letra de Piccola e Fragile, de Drupi, que se escuchaba a todas horas en las rockolas, como si fuera de su inmediata inspiración).
Pero esencialmente estábamos en casa, platicando de mil cosas. De entre ellas, la más recurrente era una combinación de fantasía política y Maquiavelo. En nuestros países, a diferencia de Italia, la ideología socialista era vista con recelo de parte de las masas. Mársico contaba que una vez –en alguna de tantas dictaduras argentinas- intentó repartir propaganda del PRT en el Parque Palermo. Nadie lo pelaba. Entonces cambió de táctica y, al momento de repartir el volante, susurraba “¡Viva Perón!”. Todo mundo lo tomaba, y algunos con entusiasmo.
Lo que inventábamos, pues, eran historias a través de las cuales triunfaba una revolución socialista que no se presentaba inicialmente como tal, sino como un movimiento político de liberación nacional. Armábamos nuestras quintacolumnas en los medios, colocábamos a “cuadros reservados” en los partidos burgueses, cabildeábamos con los gobiernos extranjeros, armábamos provocaciones de la derecha que enardecían a las masas, terminábamos instalando un régimen sólido, que sostenía formalmente las libertades democráticas, pero las acotaba en distintos momentos por razones de interés nacional. La dictablanda perfecta, hecha por unos jugadores de ajedrez que suponían que el rival iba a responder una a una sus movidas y no desarrollaría una contraestrategia integral.
Inventamos el Risk
En esa magia estábamos, cuando inventamos el Risk.
Lo digo sin rodeos. A lo mejor a alguien, del otro lado del océano, se le ocurrió lo mismo y lo patentó. Pero nosotros hicimos un juego igualito.
Sucede que una vez nos pusimos –con un venezolano más fanático de las armas que de la liberación de los pueblos- a medir, a ojo de buen cubero, el potencial de cada uno de los ejércitos del mundo.Y en la noche Carlos y yo empezamos a desplegar ese potencial en unos mapas que nos pusimos a dibujar. Se nos ocurrió que podríamos mover los ejércitos a partir del valor de una carta escogida al azar.
Al otro día, tempranito, fuimos a comprar botones en grandes cantidades. Los botones blancos representarían a Estados Unidos y sus aliados incondicionales; los amarillos, a
Desplagamos los botones y –como veríamos después en el Risk- dividimos a los países grandes (EU, URSS y China) en varias zonas. Decidimos que para que una nación pudiera invadir a otra, era necesario que dejara dos botones de destacamento para controlar la resistencia interna (o sea, Estados Unidos necesitaba meter siete botones en México para destruir a su ejército de cinco botones y mantener dos botones contra la insurrección civil) y que, por el momento, sólo se utilizarían armas convencionales (más tarde introdujimos bombas nucleares de capacidad limitada, representadas por piezas de ajedrez).
El primer juego fue de cuatro personas y podría llamarse “clásico”. Un jugador manejaba EU y
Yo escogí jugar del lado de los gringos. Mi primera impresión fue que habíamos inventado algo genial. De inmediato te dabas cuenta de que no tenías nada que hacer en Vietnam, que tenías que reforzar Israel hasta los dientes y que una buena estrategia era utilizar Sudáfrica para irse metiendo hacia
Luego invitamos a Topino y otros cuates, para juegos de a seis, y empezamos a ver un patrón. Cuando Topino fue
No teníamos vocación empresarial. Debimos haber patentado el jueguito.
El güey que llegó de vacaciones
A casa de Carlos recalaban todo tipo de personajes. Del cuate que trabajaba seis meses en un barco pesquero en Islandia para echar la güeva la otra mitad del año, al argentino maoísta pero pro-sionista con el que Carlos acaba gritoneándose.
Pero hay uno que solamente vi una vez y resultó inolvidable. Un hippie de izquierdas que se había echado un buen rol por el Oriente. Estas fueron sus conclusiones tras ese verano de 1974:
“En Líbano hay palestinos, pero no hay un movimiento socialista digno de ese nombre. Han llegado a un acuerdo de convivencia con Siria y con Israel. A todos les conviene, porque allí está la lana. Así como nadie se mete con Suiza, nadie se va a meter con Líbano…
“Irán es el último país en el que va a haber una revolución. Lo que ha hecho el Shah es darle un chingo de hashish a los jóvenes, y nada más piensan en eso. El Shah es muy astuto, los tiene adormecidos…
“Pero adonde yo quiero comprarme una casita, porque es un lugar a toda madre, pacífico, barato, para vivir a gusto, es en Kabul”.
Janette se quema
Un día a Janette se le cayó una taza de té hirviendo en el pie. Le echamos pomada y le seguía doliendo. Más pomada y aún le dolía. Decidimos que teníamos que ir al hospital. Entonces Carlos nos dice: “Vayan al Policlínico, pero lleven L’Unità: si los médicos y las enfermeras ven que son compañeros, los van a tratar mejor”.
Tomamos el camión, llegamos al Policlínico y agité abiertamente el periódico del Partido Comunista mientras explicaba lo que le había pasado a Janette. Sacaron una ambulancia para llevarla de una parte a otra del hospital. Allí la curaron. Nos preguntaron si teníamos seguros y dijimos que no. Para ellos eso era una novedad. No tenían idea de cuánto cobrar o de cómo hacerlo. Nos dieron las medicinas gratis; las medicinas correctas, porque Janette era alérgica a la penicilina.
Cuando regresamos –yo, impresionado por la incapacidad de los médicos para cobrar y su disposición a darnos los medicamentos, no sólo la receta- le platicamos a Mársico lo que había sucedido. Él sentenció con una tremenda sonrisa: “lo de la ambulancia fue porque enseñaste el periódico del Partido”.