Durante todos mis años de primaria, pasé las vacaciones viajando con mi padre. En aquella época, las clases terminaban a finales de noviembre y uno volvía a la escuela la primera semana de febrero. Eso significa que una parte de las vacaciones coincidía con las fiestas de navidad y año nuevo. En la otra, mi papá me llevaba consigo en sus viajes de trabajo.
Abelardo Báez era gerente de ventas de Shulton de México y casi todo el año trabajaba en la Ciudad de México, pero -atento también a sus inicios como vendedor- en ocasiones iba a recorrer el país junto con los agentes de ventas encargados de la zona, y así tenía impresiones a primera vista de cómo iba funcionando el negocio. Normalmente, esos viajes coincidían con mis vacaciones, y así fue que se le hizo una costumbre llevarme.
El asunto funcionaba así: salíamos en el coche del vendedor hacia la zona a recorrer, yo iba atrás con una pila de cuentos (libritos de comics, pues), llegábamos a un pueblo o una ciudad, y los dos hombres empezaban a recorrer farmacias y perfumerías. Mientras ellos se echaban su rollo con el encargado, yo me ponía en una esquina a leer los cuentos, luego pasábamos a otra farmacia, a otro pueblo y así. Está claro que por más cuentos y libros que llevara, más los que se acumularan en el camino, al final ya casi me los sabía de memoria. Pero, por supuesto, no todo era visitar farmacias.
De los vendedores recuerdo a tres. Uno se apellidaba Pirod; otro, Enciso. Con esos dos mi papá trabó amistad verdadera. Al tercero le decían el Callao Hernández. Sé que había otro en Guerrero, pero sólo recuerdo su pinta: gordito, bigotón, de guayabera. Y ha de haber habido varios en el norte, pero nunca fuimos.
El primer viaje fue a Veracruz, con Pirod. Es de los que recuerdo menos, porque estaba más chico. Pero se mantienen en la memoria unas cuantas cosas. Una, que Pirod decía que sus ojos eran de color "uva pelada". Se volteaba a verme, abría los ojos y efectivamente eran verde claros. Otra, que ese vendedor, tal vez para demostrarle al jefe que había recorrido muchas veces esas carreteras, se sabía el nombre del pueblo siguiente, así fuera una ranchería sin farmacia. "El siguiente pueblo se llama Camarón". También, que cuando cruzamos las Cumbres de Acultzingo había una niebla espesa. La carretera era sinuosa, de solo dos carriles. Y yo percibía, por lo lento que avanzaba el auto, que la situación era peligrosa. Lo entendí cuando ambos hombres lanzaron un verdadero grito de alivio al salir de la niebla. "Estuvo muy riesgoso", me confesó mi papá.
En el primero, y en todos los otros, mi padre se esforzaba por enseñarme cosas del país, su México adoptivo; en mostrarme su gente, sus carencias, sus necesidades; aunque también sus bellezas y maravillas. Y en inculcarme una suerte de patriotismo social: "Ese caballerango es tu compatriota", "esa campesinita es tu compatriota".
El siguiente ha de haber sido con Enciso, a quien le tocaba, esencialmente, el Bajío. Paradas en San Juan del Río, Querétaro, Irapuato, Celaya, Salamanca, Guanajuato, León, Morelia... Vueltas por los centros de cada ciudad, mi papá diciéndole "mi estimado" al señor detrás del mostrador de la farmacia, revisando en qué parte de la vitrina o el anaquel colocaban los productos de Shulton, preguntando si servían los displays, que eran unos adornos publicitarios que ponían para exhibir los productos y darles visibilidad. Los centros de venta tenían estilos y olores muy diferentes: a unos los recuerdo de madera oscura, con una barra vieja y olores a talco y a ungüentos; otros, con piso de mosaico de puntitos, muebles de metal y olor a creolina combinada con perfume barato; otros más, a menudo en los pueblos intermedios, tenían maderas de menor calidad y solían ser polvosos. Pero me daban mi banquito para que leyera mis comics.
A veces comíamos en el hotel, a veces en fondas y de vez en cuando en restaurantes. Si el hotel tenía alberca (o, como en Veracruz, si había playa), nos metíamos un rato al agua y mi papá me enseñaba a nadar. Como era bastante exigente, creo que aprendí rápido.
Cuando fuimos a la zona de Jalisco-Colima-Nayarit, tomamos un avión a Guadalajara. Allí nos recibió el Callao Hernández que, en efecto, hablaba menos que Enciso y muchísimo menos que Pirod. En Guadalajara nos quedamos en su casa y, mientras mi papá y Hernández iban de rol de farmacias, yo me quedé a jugar pelota ñoña con la hija del vendedor. De ese viaje recuerdo que el lago de Chapala me pareció inmenso, como un mar. Un viaje a Ocotlán: no sé por qué me pareció un lugar lleno de estacas, de bardas de palo. Otro a Zapotitlán y uno más a Lagos de Moreno, del que recuerdo una iglesia imponente y un montón de sombrerudos. Pero lo bueno de ese viaje fue la zona costera. Fuimos a Rincón de Guayabitos, a Melaque, a Cuyutlán (primera vez que me metí a olas grandes). Después de estar en Colima y Tecomán, recalamos en Boca de Pascuales, un pueblito pesquero entonces minúsculo, para comer en una palapa con vista al mar.Nunca en mi vida he visto olas tan grandes como las de Boca de Pascuales. Me parecían edificios enteros que chocaban contra la playa, haciendo un estrépito. Si me preguntan, diría que cada ola medía 10 metros. Pero claro, esos cálculos son con ojos de niño. Con todo y que estábamos al menos a 40 metros de donde chocaba la ola, la espuma llegaba hasta nuestros pies. Unos cuantos valientes se atrevían a caminar hacia el maretazo, y bañarse hasta media pantorrilla. Esas olas imponían. La comida me supo muy rica, pero ha de haber sido por el espectáculo.
Aquel viaje terminó en Manzanillo, en un hotel frente a la playa, en el centro de la ciudad. Recuerdo que subió la marea en la playa donde nos estábamos bañando, al grado que el agua chocaba con la pared del malecón. "Ahí viene una buena", decía un paisano, y saltábamos. Ese tipo de olas, vivas pero no peligrosas, que sólo he vivido ahí y en Mazatlán, son las que más me gustan. La de Manzanillo me gustó tanto que le pegué la calcomanía del hotel a mi maleta de aluminio (una calcomanía roja, con un hipocampo; Hotel Santiago).
En las vacaciones de 1963-64 hubo dos de esos viajes farmaceúticos. Uno, breve, a Guerrero, donde estuvimos en Taxco, Iguala, Chilpancingo y Acapulco (otra vez problemas en la carretera sinuosa). En Acapulco mi papá habló con el gerente de Nacional de Drogas (yo pensaba, mientras leía mi Superman, que eso de "Nacional de Drogas" era un nombre muy raro para una red de farmacias-perfumerías: me habían dicho que las drogas eran malas). Nos quedamos en el Hotel Playa, un paralelepípedo de concreto frente a Caleta. El día antes de irnos yo quería estrenar mi visor, pero teníamos que ir a la playa a las 8 de la mañana y sólo por 15 minutos. Apenas entrando al mar, un niño más chiquito que yo pide prestado el visor; yo no quiero, pero mi papá me obliga a prestárselo. El pinche niño se pasó viendo el mar con el visor puesto, pero sin meterlo al agua, y yo, frustradísimo porque apenas lo pude recuperar, mi jefe me dijo: "Vámonos a desayunar, para regresar a México".
El otro viaje fue épico. Con Pirod. Estuvimos en Orizaba, Córdoba, Fortín, Catemaco y otros pueblos (extraño: no conocí Xalapa hasta el 2005). De Fortín recuerdo haber nadado solo en la alberca llena de flores, mientras mi papá y el vendedor hacían su ronda. De Catemaco, que la naturaleza era feraz, que hicimos un viaje por el río y los hombres dispararon varias veces la pistola de Pirod para hacer que las aves volaran y admirarlas en su vuelo despavorido. Les pedí que me dejaran disparar y sí, disparé una bala al aire. En Catemaco tuve la mala fortuna de tirarme encima (y también encima de Pirod) un caldo de gallina calientísimo.
Luego pasamos por Tehuacán (gran decepción, yo esperaba muchos manantiales y el lugar era seco), Huajuapan y Oaxaca. De ahí, a Salina Cruz, un pueblo sucio, donde hacía un calor infernal con todo y que era invierno; a Juchitán, que era muy colorido, caótico y también sucio; a Tehuantepec, en donde las meseras del restaurante del hotel te traían la comida en platones que se balanceaban sobre sus cabezas. De los dos últimos lugares, recuerdo que había muchas mujeres ataviadas a la usanza tradicional. Nos quedamos un par de días en Tuxtla Gutiérrez. Allí me encantó un mural de los músicos de Bonampak que estaba en el restaurante del hotel, y quise ir a conocer las ruinas: me dijeron que era imposible: estaba lejísimos y no había farmacias qué visitar. En el hotel me estuve haciendo ojitos y risitas con una niña como de mi edad y los dos adultos se la pasaron días cotorreándome: "Romeo infantil". De ahí, la breve subida a San Cristóbal de las Casas y el paso veloz del calorcito al frío. Me recuerdo en una esquina; enfrente de mí un anuncio de Prontito, el muñequito del Alka-Seltzer en aquel entonces, y yo sintiendo un frío del carajo. De San Cristóbal me impresionó la cantidad de indígenas vestidos al estilo tradicional. Mi papá quiso que me tomara la foto con un chamula. El hombre dijo: "No, foto quita el alma", pero por un peso accedió. El indígena aparece muy serio y yo, muy sonriente. La siguiente parada fue en Comitán y de ahí regresamos a Tuxtla, para que yo tomara el avión a México, porque las clases estaban por iniciar. Ellos seguirían hasta Tapachula.
No era raro que mi papá me mandara solo en avión. En varias ocasiones me dejaba solo en el hotel, mientras iban a visitar farmacias. Una vez en Celaya se convenció de que yo ya sabía nadar y me dejó solo en la alberca. Igual en Irapuato, donde el hotel (que por mucho tiempo recordaba como "Reyes Magos", pero que en realidad es Portal de Belén) tenía grandísimas áreas verdes. La única vez que me porté como niño irresponsable fue en León: decidí usar el Brylcreem de mi papá para tener mi cabello engominado, pero usé tales cantidades que, cuando mi jefe llegó de regreso se encontró con un hijo de pelo azul-verde que por más que se echaba agua no se podía quitar la sustancia esa. Tal vez por eso me quedé calvo tan joven (anjá). En alguna cena, tal vez harto de que me quisiera meter en la conversación de los adultos, me sugirió que saliera de la fonda a dar "una vuelta a la manzana", cosa que hice. Me dejaba pedir lo que se me antojara (las hamburguesas, que él odiaba como a toda la comida gringa, todavía no estaban de moda), pero me obligaba a comérmelo, así fuera una pasta verdosa con espinacas. Mi padre siempre me preguntaba si me había gustado el lugar, si me parecía bonito o feo, interesante o aburrido, si sentía que la gente vivía bien o no, si eran alegres o se veían tristes. Una suerte de método dialéctico de enseñanza de sociología básica, digo yo ahora. Entonces lo que me gustaba era que me tomara en cuenta.
El fin de la primaria coincidió con mi etapa de mayor apasionamiento por el beisbol, cuando jugué en la Liga Petrolera. Entonces fue que dejé de acompañar a mi papá a esos viajes de invierno. Y él también los hizo mucho más breves.
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