En la segunda semana de julio de 2023, el crimen organizado mostró su poderío. En algunos
casos se trató de acciones violentas, que generan muertes entre el personal de seguridad
y los civiles. Esas, desgraciadamente, las estamos normalizando. Pero es más
grave lo sucedido con la toma de Chilpancingo de parte de pobladores que
obedecen a las consignas de los criminales, porque nos habla de una profunda
descomposición del tejido social.
Sin embargo, esa descomposición –la
creación de base social a las órdenes de las bandas delincuenciales– no nació
de la nada, ni se trata de un suceso repentino. Es producto de una combinación
de factores, acumulada a lo largo de los años.
¿Cómo es que un cártel, y no uno de los importantes,
logra movilizar masivamente a comunidades enteras? ¿Cómo es capaz de hacer que
marchen codo con codo pobladores de pueblos vecinos que estuvieron peleados a
muerte durante muchos años? ¿Cómo le hace para que sean capaces de tomar impunemente
las principales instalaciones públicas del estado, y luego salir con promesas
de parte del gobierno?
La respuesta no es sencilla, pero se deben
abordar con seriedad algunas de las causas probables.
En primer lugar, esas comunidades han
sufrido durante décadas el abandono de parte del Estado mexicano. Escasa
infraestructura pública, malos servicios de salud y educación, pocas oportunidades
para salir adelante. Presencia de las autoridades de seguridad sólo por
periodos; principalmente para evitar erupciones de violencia colectiva y, sólo
como subproducto. para prevenir la criminalidad común. Y eso que no se trata de
las comunidades más olvidadas de Guerrero.
Por otra parte, y como resultado de una larga
tradición de dependencia política, se trata de comunidades en las que suele haber
algún tipo de cacicazgo, o de “liderazgo social determinante” para usar un
eufemismo. Hace dos décadas escribí, analizando las elecciones en Guerrero, acerca
del “Efecto Quechultenango”, para intentar explicar por qué fallan las
encuestas. Sucede que, en ese tipo de comunidades, las preferencias electorales
son unas antes de que venga la consigna de por quién votar, y otras después de
que llegó la consigna de parte del “líder social”. Así, lo que aparentemente
era una división del voto en mitades, acaba siendo una ventaja de 40 puntos
porcentuales para el candidato elegido por el “liderazgo social”.
En otras palabras, salvo excepciones individuales
(precisamente excepcionales porque individuales), las comunidades suelen
moverse colectivamente, y no suelen hacerlo mediante la discusión colectiva,
sino siguiendo a algún dirigente.
La pregunta, entonces, es cómo los
criminales se convierten en dirigentes sociales. Una primera respuesta es por
el miedo que son capaces de generar. Pero es una respuesta incompleta. También
lo logran mediante su capacidad para generar diversos tipos de satisfactores
materiales, que pueden ser personales o sociales. Si la gente siente que se
beneficia más con ellos que con el Estado, los seguirá. (Habría que agregar que
a veces hay que hacer la pregunta al revés: ¿cómo es que los dirigentes
sociales se convierten en criminales?).
La zona de donde provienen los pobladores
que tomaron Chilpancingo por un par de días vive una suerte de auge económico
desde que en la sierra colindante se sustituyó la mariguana por la amapola, que
es mucho más redituable. La economía ilegal ha tenido un efecto expansivo y
redistributivo en la región. Hay mejores casas, mejores caminos, más empleos (y
no todos ligados directamente con las actividades ilícitas: es el efecto del
crecimiento de la demanda efectiva). También hay más violencia, pero al parecer
es un precio que, en la cultura de la supervivencia por encima de los valores, hay
mucha gente dispuesta a pagar.
Si a la poca presencia del Estado, la
tradición caciquil y los beneficios materiales de la presencia del crimen
organizado, le sumamos la conciencia de que hay impunidad, entonces el coctel
está servido y los Ardillos son los que mandan, y ya no las autoridades
legalmente constituidas.
Subrayo que el problema de fondo está en
que el valor adalid es el de la supervivencia, el de estar mejor
económicamente, por encima del respeto a la legalidad, la conciencia que pueda
haber de los efectos nocivos del narcotráfico en la sociedad o, incluso, del
hecho de que las comunidades se pueden meter en un callejón sin salida. Esos
valores, tal vez de manera inconsciente, se están transmitiendo de generación
en generación.
El presidente López Obrador, ante los
sucesos de Chilpancingo, soltó -extrañado, al parecer- el dato de que Guerrero
es el estado en donde más ayudas sociales se reparten. Eso es prueba de que su creencia
de que con estos apoyos bajaría la capacidad de cooptación del crimen
organizado está totalmente equivocada.
Los apoyos sociales que da el gobierno, en
el mejor de los casos –es decir, en el supuesto de que lleguen a gente muy
necesitada–, para lo que sirven es para que la pobreza sea un poco más llevadera.
Pero no sacan de la pobreza. Y lo que quiere casi toda la gente no es ser un “pobre
digno”, sino salir de la pobreza. Y, dependiendo de las circunstancias económicas,
sociales y culturales, puede ser capaz de vender su alma al diablo en ese afán.
Es seguro que esas comunidades
guerrerenses no son las únicas que han decidido vender su alma. Las hay en
varias partes del país, en donde el crimen se ha convertido en un Estado contrapuesto
al Estado. Recuperarlas va a costar tiempo, muchos años. Y evitar que
proliferen debería ser una prioridad urgente, de un interés nacional que va
mucho más de las miopes coyunturas electorales.
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