Acaba de publicarse el libro Raúl Trejo Delarbre: 70 años, una celebración. En él aparece la primera versión de un texto mío. Aquí publico la segunda versión, corregida y aumentada (que sí envié muy a tiempo a los coordinadores). Como mi texto fue sobre sólo una etapa de la vida de Raúl, publiqué en Crónica un breve homenaje, a guisa de complemento, donde hago referencia al libro.
Retrato del periodista adolescente
Cuando estaba yo en primero de prepa, en la clase de
literatura el maestro -un jesuita místico, y notable poeta, Mauricio Brehm- se puso
a hablar de un fenómeno nuevo: la “literatura de la onda”, y en particular de
un joven que escribía textos muy interesantes, llamado José Agustín. Preguntó
si alguno de nosotros los había leído. Alzamos la mano tres estudiantes: uno
era yo, otro era Luciano Peralta y el tercero, un chavo muy serio, muy formal,
que respondía al nombre de Raúl Trejo.
El profesor nos recomendó que intercambiáramos los libros que habíamos leído
-cada uno lo había hecho con uno diferente- y es la fecha que Peralta no me regresa
la precoz Autobiografía de José Agustín. A pesar de ello, salí ganando, porque
ese intercambio sirvió como pretexto para el inicio de una amistad con Raúl Trejo que dura
ininterrumpida ya más de medio siglo.
Durante los recreos, Raúl y yo nos íbamos a una tortería cercana a platicar
sobre mil temas. Él quería ser periodista y se interesaba por todos los
asuntos: prueba de su vocación, es que también se interesaba por los asuntos
que no le interesaban realmente. De lo que más hablábamos era de literatura,
que él devoraba como buen latinoamericano: de manera desordenada. A los pocos
días, se nos juntó otro cuate del grupo, una suerte de loner con ideas
mafufas e iconoclastas. Se llamaba Raúl González Rodarte.
Un día, caminábamos por la calle de la escuela y yo veía cómo el ancho Trejo,
poco expresivo, se movía como ajeno al mundo y a su propio cuerpo; veía cómo el
escurrido González Rodarte se movía como con nervios de colibrí, enfundado en
un pantalón ajustadísimo, y me parecía, él mismo, un colibrí detrás del escape de un
camión. Fue cuando me dije: “Mis cuates son extraterrestres”. Así que de plano
le pregunté a Trejo: “Oye, Raúl ¿De veras no eres marciano?”.
Y es que el adolescente Raúl era, de verdad, un tipo raro, que se salía de las
normas. Era alguien que caminaba más rápido de lo que corría; un estudiante
aparentemente modelo que, sin embargo, discutía con los profesores armado de
una lógica filosa que los acababa desarmando; un tipo que, en su avidez por conocer de todo, estaba
siempre al día; un cuate que no lo aparentaba, pero era totalmente de
vanguardia; un amigo de mirada profunda, no sólo físicamente; un personaje
circunspecto que en realidad es una persona muy cálida; una conciencia crítica que desde entonces ya no estaba en
ciernes.
Un día Raúl me invitó a su casa. Vivía en Ciudad Satélite cuando todavía era
periferia: eran los tiempos en que nos bajábamos del camión y recorríamos la
ruta a su casa cruzando lotes baldíos. El cuarto de Raúl tenía dos
características que lo hacían diferente: un radio de onda corta y un mimeógrafo
de alcohol.
Mediante el radio de onda corta, Raúl escuchaba todo tipo de noticieros. Era un
lector voraz d periódicos desde muy temprana edad y un apasionado de la
información. Me platicó que su primer periodiquito lo hizo cuando estaba en
primer año de primaria: copiaba notas del periódico y se lo vendía a sus papás.
Al mimeógrafo lo usamos para un proyecto de periódico ilegal y contracultural.
El nombre, Subterráneo, correspondía al propósito. No se puede decir lo mismo
del contenido, que era bastante adolescente y ligerito.
El gesto personal era importante, y por lo que el periodiquito valió la pena.
La sensación cuasirevolucionaria de caminar por las calles del centro para
comprar los stenciles. El miedito al distribuirlo por la Zona Rosa, los
alrededores de Prepa 4 y en C.U. Creo que lo único realmente epatante de
Subterráneo eran los poemas “asqueróticos” de González Rodarte. Lo dejamos de
publicar luego de tres números (en el último no teníamos con qué llenar media
plana y se me ocurrió un dibujo de Pico, la mascota del Mundial del 70, así de subterráneo
era).
Otro proyecto que hicimos los dos Raúles y yo fue una obra de teatro, que
presentamos en un “retiro espiritual” en el ex seminario de San Cayetano. Tenía
un nombre muy chistoso, pero adecuado: “Extraño Coloquio”. Se trataba de una
reunión de cuatro chavos muy diferentes, cuatro arquetipos que discutían de
todo y de nada: las drogas, el sexo, la desigualdad social y el papel de la
iglesia. Dos de los nombres provenían de una novela de Sáinz: Menelao (Raúl
Trejo) hacía de chavo fresa (en el sentido antiguo de la palabra), conservador, antimariguana y borracho; Balmori (Kycho Chávez)
hacía de hippie. Mi personaje se llamaba Adán y era un marxista. Raúl González
Rodarte se hizo su personaje a la medida: se llamaba Marcio y era epicúreo.
Adán se burlaba de él: “¿No te maquillaste hoy?”. En la escena final, luego de
que Menelao se había ido asqueado porque se iba a fumar mariguana y de que Balmori
hablara acerca de sus contradicciones (Adán no tenía, era el bueno de la obra),
el proscenio se apagaba, alumbrando sólo a Marcio/González Rodarte, quien
decía: “Yo soy el semen perdido en
las entrañas” y hacía la señal de paz y amor.
De los cinco actos de que constaba la obra, yo escribí el más malito, y cada
uno de los Raúles escribió dos. Los actos de Trejo eran los que trataban con
más detalle la coyuntura política y las preocupaciones sociales del momento:
los más informados. Él hizo que los personajes discutieran sobre la guerra de
Vietnam, el celibato de los sacerdotes o la relación entre sexos. La
presentación fue un éxito: le dimos 20 minutos de conciencia social a los
chicos del Patria en el “retiro” (léase cascaritas futboleras y pláticas de los
curas) de San Cayetano. Luego unos profes nos pidieron que la representáramos
en casa de uno de ellos, frente a los que no fueron al “retiro”.
Para tercero de prepa, nos embarcamos a hacer el periódico Palabra,
órgano no oficial de los estudiantes del Instituto Patria. El año anterior,
Palabra había estado de capa caída, porque todo lo hacía un solo alumno con
vocación de periodista, Alfredo Domínguez Muro. Lo heredó una troika, formada por Raúl Trejo, Pablo Medina Mora
y yo. Nuestro primer número fue una hojita de mimeógrafo, con un tiraje de 50
ejemplares. Llegamos a tirar números de doce páginas, con hojas de colores; mil
200
ejemplares, distribuidos en 13 escuelas. Fue muy divertido y formativo.
Pablo, Raúl y yo hicimos un buen equipo, en el que uno servía de equilibrio a
los otros. Medina Mora era el clásico tipo popular, con amigos de todo tipo en
todos los salones y en varias escuelas. Su principal tarea era la distribución.
Los ejemplares se “encuadernaban” (palabra de Trejo, en realidad se engrapaban)
en su casa. Pablo, además, hacía que el periodiquito fuera aceptado por todos,
evitando pretensiones excesivas, ya que recordaba la necesidad de publicar
algunas notas ñoñas.
Trejo era el único que sabía medir los textos y su influencia y su criterio
eran determinantes para definir las prioridades, en la reunión de los martes
después de clases, en la cual conveníamos el dummy de Palabra, que
realizaba el propio Raúl. Era el más rígido adversario de los textos malos, que Pablo solía defender por razones
“comerciales”. Yo me ponía del lado de Pablo, sobre todo si el texto lo firmaba
alguna mujer. A mí me tocaba armar el periódico. Lo hacía en casa, tecleando,
sin cinta, con mi máquina de escribir Olympia, sobre las hojas de stencil. Ahí
yo hacía correcciones de ortografía, enmiendas de redacción, trabajo de edición (las mediciones de
Trejo, sobre textos casi siempre escritos a mano, eran impresionantemente
buenas, pero no perfectas) y rellenado de espacios vacíos, cuando los había.
En uno de los textos que escribió para Palabra, una crítica a una obra
de teatro, Raúl Trejo escribió: “El concepto tradicional de los medios de
comunicación tiene que acabar. Deben expresar necesidades reales, existentes.
El teatro, como lo conocemos, se vuelve obsoleto. El teatro no necesita acción, necesita verdad” Pedía a los
lectores que fueran a ver la obra. “Prepárate a encontrarte con la realidad. Y
en cierta forma, hay que ser valientes para aceptarla”. Su reseña tuvo tal
éxito que en la prepa se organizó una ida colectiva para verla.
En aquel año, el periódico estudiantil se convirtió en una alternativa política
a las organizaciones tradicionales de los preparatorianos, porque habíamos
organizado distintos eventos. El cuarto poder. Entre lo que organizamos estuvo
un concurso de ensayo. Raúl lo ganó a toda ley (de hecho, era el único texto
digno de ser considerado como un ensayo). El título de aquel pequeño ensayo era “La Galaxia
McLuhan”. El preparatoriano analizaba los textos del famoso teórico de la comunicación, la relación entre la información y la tecnología, los procesos de
globalización (“la aldea global”), la diferencia entre “medios fríos” y “medios
calientes”. Todos estos temas de impacto social, y los que se acumularon con
ulteriores desarrollos tecnológicos, han sido materia fundamental de trabajo a
lo largo de la vida y la fructífera obra de Trejo Delarbre.
En esa época, a Raúl Velasco, conductor del programa Siempre en Domingo, se le
ocurrió hacer un concurso mensual de ensayo entre jóvenes menores de 18 años.
Tema libre. Como premio, dos dotaciones de libros: una para el ganador; otra,
para la institución que él quisiera. A Raúl se le ocurrió concursar con otro
ensayo sobre medios de comunicación, así es esto de la vocación. Porsupuesto,
resultó triunfador. Me invitó a ir con él a recoger el premio. Tomamos el Metro
y recalamos en una oficina en Río de la Loza, donde nos esperaba, afable,
Míster Televisión. Igualito que en la pantalla: camisa colorida de solapas
anchas, lentes cuadrados de pasta, sonrisa perfecta. Nos recibió. Felicitó a
Raúl. Se echó un rollo acerca de la importancia de que la juventud contribuyera
al progreso del país. Y luego nos soltó una noticia. Se dirigió a Raúl:
Lo siento, pero, a diferencia de otros concursantes, tú no vas a poder recoger
el diploma en el programa.
“Ustedes entienden”, dijo, a guisa de explicación, al ver nuestra cara de
extrañeza. Era el viernes 18 de junio de 1971. Ocho días después de la matanza
del Jueves de Corpus.
Raúl, con la calma y la cabalidad que le caracterizan, respondió, en voz suave
pero firme:
- Entonces usted tiene miedo de que yo diga algo.
Velasco soltó una risa-mueca: ¿Miedo? ¡No, cómo crees! Son las circunstancias.
Comprende. No es momento para presentar a los jóvenes.
Raúl lanzó a su vez una sonrisa, que quise ver como irónica. “Somos peligrosos,
entonces”, dijo. Le ofreció la mano a Velasco, que ahora sí sonrió con anchura
y procedió a entregarnos los libros del premio. Unos 40, de saldos viejísimos,
sacados de alguna bodega polvosa.
Saliendo de la prepa, Raúl se embarcó en otro proyecto protoperiodístico con su
cómplice de siempre y con otro cuate nuestro, Hermann Bellinghausen. Un
“periódico”, impreso en mimeógrafo, con pretensiones múltiples. Análisis de la
guerrilla en México, de las costumbres de la clase media, de la situación internacional (un
larguísimo ensayo titulado “El sionismo y los árabes”), crítica de cine,
poesía, una suerte de columna crítica y varias cosillas de humor. Como
pretendíamos haber superado nuestra etapa más lírica, el periodiquito se llamó Análisis.
Lo vendíamos –a un precio absurdo: 40 centavos, y nos costaba 30 el ejemplar-
en escuelas y universidades privadas, en la UNAM, en la Zona Rosa y Coyoacán.
Años después, en su libro La Prensa Marginal, Raúl describiría ese
esfuerzo adolescente como un acto de catarsis. En efecto, así era. Pero
catarsis individual o no, un policía me correteó en la Zona Rosa: intuyó que
estaba distribuyendo material peligroso. Tiramos tres números de 300 ejemplares
(de los cuales hemos de haber vendido menos de cien, en promedio).
Raúl, claro está, tenía razón en aquello de la catarsis, en el sentido de que,
a través de ese y otros proyectos, sacábamos la inconformidad que traíamos
dentro. Y hay que decir que Raúl siempre fue un gran inconforme. Un rebelde que
escaneaba la realidad, la veía defectuosa e injusta, la describía con precisión
y la criticaba. Así desde entonces.
¿Qué tan periodista era ese periodista adolescente? Una ocasión quisimos formar
un grupo político-cultural con unos cuates de varios orígenes, y aquello acabó
en una reunión en la que todos escuchábamos rock, varios fumábamos, otros
fajaban, Pablo se le pasó clavado en un foco azul que tenía yo en la esquina de
mi cuarto… y Raúl nos entrevistaba, preguntando acerca de las sensaciones de la
pachequez.
¿Y por qué era tan periodista? Porque siempre se preguntaba el por qué de las
cosas. Ante una realidad como la de aquel entonces (estoy hablando de los
últimos años de Díaz Ordaz y los primeros de Echeverría), en donde la represión
política era el pan de cada día y buena parte de la sociedad, aferrada a su
conservadurismo, rechazaba a los jóvenes y sus apuestas culturales, entre ellos
nacían naturalmente muchas preguntas, muchos “¿Por qué?”. Esas preguntas
animaban siempre las inquietudes vitales de Raúl.
Ya cuando estábamos en la UNAM, se nos ocurrió otro proyecto editorial
marginal: un periódico de crítica cultural y reseña de espectáculos, una
versión proletaria (por no decir tercermundista) de la revista Cue. Para
entonces ya éramos bien cinéfilos y Raúl llegó a aventarse más de diez películas por semana.
Los cómplices fueron los mismos. Raúl, quien para entonces ya había
desarrollado una larga greña, había instalado con un par de cuates de Políticas
una agencia informativa sobre los asuntos y las grillas de la UNAM, que se
llamaba Inforuni, -y que ya tenía oficinas, en el edificio de Insurgentes 300-
y Hermann, siempre dispuesto a soltar la pluma. A ellos se agregó un cuate mío
de Economía, muy cinéfilo, José Luís García Agraz, quien dejaría economía por
el cine y años después fuera el primero en darle chamba a Alfonso Cuarón.
La intención era hacer algo más serio que nuestros esfuerzos anteriores, con
300 pesotes de inversión. Esta vez venderíamos el producto al doble de su
costo, e iríamos mejorando la impresión, número por número. El mimeógrafo de
Inforuni era mejor y mucho más rápido que el personal de Raúl Trejo, pero
soltaba demasiada tinta, lo que dio como resultado un número grande de hojas perdidas.
Imprimimos varios cientos de ejemplares –no recuerdo cuántos-, pero muchos de
ellos tenían hojas casi ilegibles.
El número uno de Lapsus tenía –entre otras cosas- una reseña de Trejo
sobre “El Padrino”, yo escribí sobre “Simpatía por el Diablo”, la película de
Godard y los Stones, y sobre “Ginecomaquia”, una obra de teatro de Hugo
Hiriart; una crónica de Hermann de dos conciertos de Mercedes Sosa: en el
Auditorio Che Guevara y en Bellas Artes (donde “se equivocó de choza”, según
Bellinghausen) y la primera parte de un ensayo de García Agraz sobre el nuevo
cine latinoamericano. Nuestro principal centro de venta fue la Casa del Lago,
en Chapultepec. Nos fue más o menos bien, pero resultó demasiada chinga: casi
una semana de trabajo y un día entero de distribución para salir a mano, si
acaso. Nuestra vocación de promotores alternativos de la cultura no daba para
tanto. El número uno de Lapsus fue el único.
Raúl dejaba la adolescencia. Dejaba también la casa paterna. Pero seguiría
embarcado en una buena cantidad de proyectos periodísticos y en el análisis
profundo del papel social de los medios de comunicación y su evolución
tecnológica y de contenidos. A lo largo de su vida, Raúl caminaría más rápido de lo que ha corrido, con paso
firme y dirección atinada. Este retrato da cuenta de una vocación y de un
carácter crítico. Me hubiera gustado que diera cuenta también, o de mejor
forma, de la persona siempre amable, siempre puntual, siempre solidaria que era
el joven Raúl Trejo, de cómo esos valores de su persona han sido inmarcesibles.
Raúl Trejo, aniversario y justo homenaje
Tengo el privilegio de ser amigo de Raúl
Trejo Delarbre desde hace más de medio siglo. Desde entonces, cuando era
adolescente, dos cosas lo caracterizaban: una vocación muy definida por la comunicación
y el periodismo, y una profunda convicción moral, de compromiso con la justicia
y con la verdad.
A lo largo de las décadas, Trejo ha
cumplido al menos tres tareas de gran relevancia para el país. Como luchador
por la democracia, iniciando desde la izquierda sindical y pasando por la
partidista. Como académico, docente reconocido por sus alumnos, e investigador,
autor de una enorme cantidad de textos y libros que hoy son referencia
necesaria para entender la evolución de los medios de comunicación en México y
el mundo. Como periodista en distintos medios, ya sea como colaborador de
opinión que como jefe de redacción o director de suplementos y revistas. En
todas ellas lo ha hecho sin ceder un ápice en sus convicciones, pero siempre apoyándose
en argumentos difícilmente rebatibles.
Hago sólo una selección de memoria de
algunos de los libros que pueblan el “estante Raúl Trejo de mi biblioteca”. La
Prensa Marginal, el primero, que habla sobre la prensa de la izquierda
política, sindical y social en los tiempos en los que la libertad de expresión estaba
sumamente acotada; la serie sobre poderes fácticos que empezó con los libros
sobre Televisa, El Quinto Poder, Las Redes de Televisa, así como Mediocracia
sin Mediaciones. Fue pionero en español en el análisis del impacto de
internet sobre medios y nuevas formas de comunicación, con La Nueva Alfombra
Mágica y Viviendo en el Aleph, en un tema sobre el cual ha seguido
elaborando. Tiene varios sobre ética y medios, sobre la relación entre el poder
político y la prensa, sobre historia del movimiento obrero, sobre asuntos de
coyuntura política… y en todos domina lo que es el título de otro de sus
libros: un Alegato por la Deliberación Pública, un bien necesario que se
está perdiendo, como se pierde también el periodismo tradicional, situación que
Trejo disecciona en su reciente Adiós a los Medios. Finalmente, hay
varios libros y textos importantes suyos sobre el populismo: el más reciente, Posverdad,
Populismo, Pandemia. De veras, toda una biblioteca.
Y en la prensa cotidiana destaco algunos
hechos. Raúl empezó a escribir columnas de opinión en diarios nacionales cuando
tenía poco más de 20 años (fue en El Sol de México, cuando lo dirigía Benjamín
Wong), fue convocante y fundador de La Jornada, donde escribió
cotidianamente varios años, dirigió -entre otros- el suplemento Política,
durante los años más fructíferos de El Nacional, fundó y dirigió en su
primera época la revista etcétera, fue columnista de Crónica en
su fundación y -salvo un interregno- ésta ha sido su casa editorial por mucho
tiempo. Sus artículos destacan por la claridad, por un cierto afán didáctico,
pero, sobre todo, porque siempre están sustentados en datos. Trejo no vuela, ni
tira dardos al aire.
Es para mí motivo de orgullo que escriba
aquí. Todavía más lo es, que sea mi amigo.
Este lunes fue cumpleaños de Raúl, un
número redondo. Para homenajearlo, amigos y colegas hemos colaborado para un
libro colectivo, que lo describe desde muchos ángulos. Raúl Trejo Delarbre, 70
años, una celebración. De seguro nos quedamos cortos.