En su libro clásico sobre periodismo, PieroOttone trata un asunto fundamental: el de la confiabilidad de las fuentes. El ejemplo es la historia de un restaurante clausurado por las autoridades sanitarias a causa de la presunta existencia de ratas. Un medio no puede dar por buena, sin más, la presencia de ratas en el restaurante (a menos de que el reportero las haya visto). Tiene que decir que se trata de una afirmación del inspector de Salud. Pero también debe buscar al dueño del restaurante, que tal vez pueda afirmar que lo clausuraron porque se negó a pagar una mordida. Un medio profesional da ambas versiones, y deja al lector la tarea de decidir quién tiene más credibilidad.
De ahí, también, la necesidad de citar las
fuentes. Sirve para que el lector sepa quién dice qué y también cómo nos
enteramos del asunto. Asimismo, ayuda a que norme su criterio de credibilidad
al considerar cuál es la fuente.
Esto viene muy al caso con el libro El Rey
del Cash, de Elena Chávez, que ha circulado profusamente tanto en su versión
impresa como en distintos formatos de PDF. Un verdadero fenómeno que, sin
embargo, ha tenido como principal efecto el cristalizar las opiniones ya polarizadas.
Aunque también ha provocado algunas de las maromas más vistosas de parte de los
seguidores incondicionales de López Obrador.
El libro se lee como un largo chisme, y
relata métodos de financiamiento para el movimiento lopezobradorista vistos
desde adentro, pero está hecho de una manera testimonial. No hay documentos que
los avalen. En todo caso, lo que ofrece son otros testimonios.
Muchos hemos notado que estos métodos
coinciden, de manera no casual, con distintos momentos en los que sí hay elementos
probatorios: los videoescándalos de 2004, los sobres amarillos que recibieron
los hermanos de López Obrador, el comprobado descuento a los empleados de Texcoco,
etcétera. Que todo engrana para explicar la abundancia de recursos que
sirvieron para una campaña permanente, paralela a los partidos, que rebasó con
mucho los tiempos y límites que la ley dicta para los procesos electorales.
Al mismo tiempo, la manera un tanto burda,
y con algunas escenas dignas de telenovela, con la que los sucesos son
presentados en el libro, abona para que los simpatizantes de López Obrador
aleguen que se trata de un asunto movido por desafecciones personales (aunque
no falta quien ya esté suponiendo un complot desde las mazmorras de la
derecha).
El caso es que estamos en tiempos en los
que, más que normar su propio criterio ante dos versiones contrapuestas, existe
una suerte de fanatismo en el que se toman posiciones aún antes de verificar fuentes,
y en el que se cierran los ojos incluso cuando hay pruebas. Estos fanáticos “se
retroalimentan con otras personas que tienen las mismas convicciones y crean
entornos autorreferenciales”, como dice Raúl Trejo Delarbre en su reciente Posverdad,
Populismo, Pandemia.
Esto, que es también una cerrazón hacia
opiniones divergentes, permite que, por un lado, se crea a pie juntillas un
testimonio y, por el otro, se le niegue toda veracidad, a pesar de que las
piezas coincidan con información anterior.
También hay otro tipo de cerrazón. La de
quienes, no pudiendo cegarse del todo ante la avalancha de información, argumentan
que tal vez sea cierta, pero en todo caso no se trató de dineros para que los
beneficiarios vivieran a todo lujo, sino para financiar un necesario movimiento
para la transformación del país.
Estos casos tal vez nos reflejan, mejor
que los de ceguera pura, los efectos del desprecio por los hechos que ha
generado la ola populista mundial. No importa que se haya tratado de un
financiamiento ilegal, que se hayan movido sin registro grandes sumas de dinero,
o que varias de las aportaciones hayan sido a cambio de una contraprestación política
o empresarial. Tampoco importa que ese financiamiento irregular haya
contribuido a que un grupo se hiciera del poder político. Lo que importa es que
no se presumieron lujos (o que no los hemos terminado de ver).
Un lugar privilegiado para notar la
diferencia entre una visión racional y el fanatismo es el futbol. Ni las repeticiones
instantáneas y ni siquiera el VAR han impedido que los aficionados rabiosos de
un equipo insistan en que el árbitro está vendido… y también los del VAR.
Mientras todo México gritó en 2014 que aquella jugada entre Márquez y Robben “¡no
era penal!”; en los Países Bajos seguramente vieron una falta clarísima. Eso es
un lío para todos los árbitros, sean deportivos, electorales o de otro tipo.
En otras palabras y para concluir, son tiempos en los que es difícil tratar de escudriñar la verdad y de promover una deliberación democrática si, aunque se den las dos versiones al público, éste ya es fanático de los restauranteros, de los inspectores de salud… o de las ratas.
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