Las protestas populares que se han
generado a lo largo de la geografía de Cuba sólo tienen un precedente, el
llamado “maleconazo” de agosto de 1994, que terminó, primero, con la detención
de un centenar de manifestantes que se habían reunido en los alrededores del
Malecón de La Habana y después con la intervención de Fidel Castro, condenando
a los “apátridas” se habían atrevido a lanzar consignas en su contra.
¿Qué diferencias y similitudes hay entre
las protestas de estos días y aquel evento? Es importante saberlo, entre otras
cosas porque la respuesta del gobierno cubano se parece mucho a la que le
rindió frutos hace más de un cuarto de siglo.
La similitud principal es la mala situación
de la economía cubana. En la primera mitad de los años 90 del siglo pasado se
vivía el llamado “periodo especial”, resultado del fin de los subsidios de la
recién desaparecida Unión Soviética (lo que Fidel llamó, en entrevista para el
diario mexicano El Nacional, “el doble bloqueo”). Había escasez de todo:
alimentos, medicinas, condones, energía eléctrica. Y se percibía una notable
incapacidad del gobierno para resolverla.
En la actualidad, tras las recientes
reformas económicas que tienen la intención de destrabar los múltiples cuellos
de botella de la economía cubana, esa escasez se ha reproducido. Las reformas
al sistema monetario han creado inflación, se han dificultado las transacciones
en dólares (ya se sabe: La Habana es como Miami, con dólares compras de todo,
con pesos cubanos no compras nada) y la escasez de productos básicos obliga a
largas colas, que se hacen más complicadas por la pandemia de coronavirus.
Una diferencia en la crisis económica es
que la actual se da de manera desigual, porque hay una parte de la población que
ha podido “resolver” por medio del cuentapropismo y de las relaciones
políticas. Aún dentro de la pobreza, se han agudizado las diferencias. Y eso se
puede constatar viendo nada más la vestimenta desarrapada de quienes protestan
y la de quienes han salido a apoyar el régimen, bastante menos amolados.
Si bien es cierto que el bloqueo
estadunidense contribuye a la mala situación económica de la isla, que los
agregados de Trump entorpecieron todavía más las transacciones financieras y
que la actitud de Biden no es la apertura de Obama, también es cierto que, a lo
largo de estas seis décadas, el régimen cubano no ha sido capaz de desarrollar
una política económica medianamente exitosa y siempre ha oscilado entre la
ayuda externa y la crisis profunda.
No podía ser de otra manera si, como decía
en los años 80 un profesor de economía de la Universidad de la Habana, “las
leyes objetivas de la construcción del socialismo son las leyes subjetivas del
Comandante en Jefe”. Por un lado, las ocurrencias de Fidel convertidas en “leyes
objetivas” obedecidas sin chistar; por el otro, el desprecio al conocimiento
técnico en economía a favor de la lealtad ideológica, dieron como resultado una
incapacidad estructural para generar suficientes bienes y servicios, y brindar
bienestar material a la mayoría de la población. Y de eso no tiene la culpa el
bloqueo.
Otra diferencia, más notable, es que ahora
un tercio de la población cubana tiene acceso a internet, y esto permite a
muchos comunicarse entre sí de una manera que no era posible anteriormente. La
red funciona como tal y, en cierto modo, rompe el modelo de comunicación
vertical y controlado por el régimen. No es casual que el internet haya sido
tirado por el gobierno en las zonas donde se han desarrollado las protestas.
Este es un reto que han solucionado de manera tajante algunas dictaduras como
la de Turkmenistán o la de Corea de Norte, pero que será difícil para la cubana,
que no puede darse el lujo de cerrarse completamente.
Y hay otras dos diferencias importantes.
La primera es que el “maleconazo” fue como un rayo en cielo sereno. Una
explosión que no traía impulso previo y se apagó tan rápido como cuando hizo chispa.
Las protestas de ahora tienen atrás un amplio descontento social que se ha ido cebando
con el tiempo de manera cada vez más abierta, tienen las expresiones y
detenciones de artistas populares organizados, el surgimiento de un periodismo
independiente que se maneja por vías alternativas. Tienen, pues, un germen de
oposición organizada que todavía es eso: un germen.
La segunda es que quien está en el poder
no se apellida Castro ni estuvo en Sierra Maestra combatiendo la dictadura de Batista.
Es un señor que nació cuando la revolución ya había triunfado y que escaló los
peldaños burocráticos desde las juventudes comunistas. Sin esa aura, está
obligado a hacer cambios de fondo para mantener una legitimidad más allá de la de
ser el heredero a dedo. Y no los hace.
Tan no los hace, que imita el guion de lo
ocurrido a finales del siglo pasado, con el llamado al combate de los Comités
de Defensa de la Revolución, que ya son más simulacro que otra cosa, al grado
de que parecen hechas para controlar a los supuestos partidarios del gobierno; con
el diálogo impostado; con la acusación de que se trata de marionetas del
imperialismo (e incluso de “revolucionarios confundidos” que hacen el juego a los
enemigos de la patria, y la patria, desde luego, es la que él encabeza); con la
loza encima de que se llama Miguel, y no Fidel, y se apellida Díaz-Canel, y no
Castro.
A pesar de todo eso, que nos dice que
estas protestas no serán las primeras ni las más fuertes, hay otros elementos
que no han cambiado. La relación de poder, en primer lugar, que es
extremadamente desigual. La existencia de un Estado
policiaco (los CDR son la pantalla, lo que cuenta son las perseguidoras que
atraviesan por la noche ciudades fantasma). La inexistencia en el corto plazo de
una alternativa viable. El contraproducente vocerío del anticomunismo más ramplón.
Este
round, pienso yo, lo va a ganar el gobierno cubano, Pero tendrá que entender
que ha llegado el momento en que, si no se flexibiliza, terminará por cavar su propia
tumba.
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