martes, diciembre 22, 2020
Los 10 deportistas mexicanos de 2020
viernes, diciembre 18, 2020
Breve diccionario neoliberal
Tras una reunión virtual con otros mandatarios del
G-20, López Obrador comentó de manera jocosa que usaban palabras “neoliberales”
y citó tres de ellas: holístico, resiliencia y empatía. Luego afirmó, para
diferenciarse de los otros, que él hablaba como el pueblo.
Pues sí, ninguna de esas palabras se aprende en la
secundaria. Revisemos por un rato su significado, antes de pasar a otros
vocablos.
Holístico es un neologismo un tanto viejo. Se inventó
en los años 20 del siglo pasado y es un adjetivo. Yo la primera vez que lo leí
fue en una revista de rock a principios de los años 70, y lo relacionaban con
unas doctrinas que buscaban el desarrollo armónico de las personas, y que
requerían que cada quien trabajara sobre el intelecto, las emociones y el
cuerpo físico: sobre las tres cosas y no nada más una.
Más tarde me enteré que holístico se refería a
considerar a los sistemas como un todo. En otras palabras, que el todo no es
igual a la suma de las partes. En otras palabras, que la física, la economía,
las sociedades funcionan a partir de interacciones complejas. Que para entender
un problema -y, por tanto, resolverlo-, se requiere ver todas sus facetas.
La verdad, se me hace más bonita la palabra “integral”
que el término “holístico”. Pero lo relevante de esa palabreja es que se
contrapone al pensamiento individualista, a la idea de que si cada quien se
rasca con sus propias uñas todos saldremos ganando. Y que también se contrapone
a quienes separan cosas que están ligadas entre sí como si no lo estuvieran. Por
ejemplo, en economía, a quienes se fijan sólo en la deuda, el superávit, el PIB
u otros fetiches o en medicina, a quienes ven la enfermedad, pero no al
paciente.
Cuando los líderes del G-20 se refieren en estos días
a algo holístico, están expresando que no hay soluciones simples, sino que
tienen que abarcar a la sociedad como un todo. Que los temas de protección a la
salud y a la economía son parte de la misma red, cuyos nudos hay que intentar
desatar. Que no se puede pensar en uno, y dejar fuera el otro. Tal vez si
hubieran sido específicos, López Obrador lo hubiera tomado como un regaño.
Resiliencia sí es una palabra inventada en la época
que AMLO llama neoliberal, al menos en su uso actual. Años 90. Se refiere a la
capacidad de levantarse ante situaciones adversas. Originalmente se refería a
las características de algunos materiales para volver a su forma original
después de haber sido deformadas por un golpe o por altas temperaturas. El
término se adaptó a la psicología y a la sociología, para definir a personas o
grupos sociales que superan un trauma o adversidad.
Escuchamos mucho acerca de la resiliencia tras el
sismo de 2017, para hacer referencia a la capacidad de la sociedad para
levantarse y volver rápidamente a la normalidad, tras el trauma y la
destrucción.
Hay dos palabras con significado similar al de
resiliencia, pero que no es exactamente el mismo. Una es el “aguante” que
usamos en México, que consiste en no quebrarse ante las adversidades de la
vida, pero que no contiene el elemento de volverse a poner de pie. Es más bien
resignarse sin queja. Otra es la entereza, que está más ligada a una suerte de
fortaleza estoica, a la capacidad que tienen algunas personas de ser ecuánimes
e inquebrantables. El resiliente sí resiente el golpe, pero se levanta.
Hablar de resiliencia en tiempos de pandemia es
referirse a sociedades que deben ser capaces de volver rápidamente a la
normalidad, a pesar de las pérdidas económicas y humanas. Tal vez AMLO hubiera
preferido que los líderes dijeran “aguante”.
Empatía es la palabra más vieja y más conocida de las
tres que López Obrador adjudicó al lenguaje neoliberal. Data de principios del
siglo XX y consiste en la capacidad de las personas para ponerse en los zapatos
de otros. Parte del reconocimiento de las otras personas como prójimos, y de la
capacidad para percibir o entender lo que están sintiendo o por lo que están
pasando.
La empatía es la base de la convivencia social. Sin
ella, viviríamos en la ley de la jungla: cada quien para sí y Dios contra todos.
Nos cuidamos, nos ayudamos y nos sentimos mal si a alguien le pasa algo feo
porque tenemos empatía.
Todos deseamos que quienes encabezan a las sociedades
tengan empatía. Es lo que se conoce como cercanía con el pueblo. Pero no en el
sentido físico, de abrazos y fotos con niños en brazos o con guajolotes que le
regalaron al político, sino en el sentido emocional: la consciencia de lo que
está sintiendo la gente, de cómo es su vida, cuáles son sus problemas, cuáles
sus ilusiones.
La gente carente de empatía tiene un trastorno
clínico. Es psicópata o sociópata. Sólo piensa en sí misma, y a menudo tiene
una visión errónea de su entorno.
Si los líderes del G-20 hablaron de empatía,
seguramente se refirieron a la necesidad de, cuando menos, dar la impresión de que
entienden lo que ha significado la pandemia para sus gobernados. La necesidad
de no mostrar indiferencia. Tal vez López Obrador hubiera preferido las
palabras compasión o altruismo. O quizá simpatía. Empatía no le gusta.
Hay otra palabra que es anatema para López Obrador.
Cuando en su mañanera del 11 de febrero hablaba de que llegaría el coronavirus,
expresó que no haríamos lo que hizo el gobierno de Felipe Calderón. Y luego no
pudo decir la palabra. Con gestos dibujó un cubrebocas frente a su cara. Y luego
negó con los dedos, sonrió levemente, y dijo: “eso no”. La palabra innombrable
es “cubrebocas”.
Si la palabra es innombrable, aunque las circunstancias lo hayan obligado a decirla una que otra vez, el objeto es casi imposible de portar. Hay un rechazo casi físico en ello. Ese rechazo viene de la memoria de 2009, y de ser lo más diferente posible a Calderón. En ese rechazo hay poca resiliencia y nada de empatía, porque los cubrebocas se han vuelto necesarios, protegen vidas. Pero importa más pintar la raya con el pasado, y decir que son imposiciones propias de los “conservadores”, que dar un ejemplo solidario.
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Un par de reflexiones posteriores:
La idea de lenguaje sencillo abona a la desaparición de los matices. Todo es blanco o negro, bueno o malo. Sin matices no hay espacio para posiciones intermedias ni para la deliberación. El lenguaje sencillo es polarizador.
Si llevamos las cosas más lejos, nos acercamos al newspeak orwelliano, donde la gramática simplificada y el vocabulario restringido están hechos para evitar que la gente articule conceptos políticamente peligrosos (neoliberales, en la neolengua pejista).
viernes, diciembre 11, 2020
Biopics: La encuesta de los franceses
En el verano del 89 me cayó otro trabajo de
encuestas. Fue una propuesta de Josyanne, una francesa quien había sido roomie
de Mi René y la Pastusa cuando vivían en la Condesa y les puse el sobrenombre
de los Osos de Amsterdam.
La idea de Josyanne era realizar una
investigación acerca de las condiciones de vida de los franceses que vivían
ilegalmente en México y había convencido a la embajada de que le financiara una
encuesta en la que se vieran también las diferencias con respecto a los
residentes legales.
Era evidente, por el tema, que quienes hicieran
el trabajo de campo tuvieran que ser ciudadanos franceses. Lo que me tocaba era
hacer la muestra, cosa que no es sencilla si no tienes una base de datos de la
cual sacarla, y ni siquiera tienes idea del tamaño del universo muestral. Una
característica de quienes residen ilegalmente en un país es que no se dejan ver
fácilmente (aunque, claro, no es lo mismo un francés en México que un salvadoreño
en Estados Unidos, un magrebí en España o un camerunés en Francia), así que
había que tener creatividad para intentar tener una buena muestra.
Mi premisa, pensando un poco en cómo se mueven
los mexicanos en EU, fue que había dos círculos separados: el de los franceses
registrados y el de los que no lo estaban, pero que necesariamente tendría que haber
algunos vasos comunicantes. Había que trabajar en la lógica de que esa comunidad
era un conjunto de clusters diferenciados, pero con puntos de contacto.
Lo que hice fue, primero, hacer una muestra
aleatoria de los franceses que residían legalmente en el país, que proporcionó
el consulado; luego de esa muestra los entrevistadores -cuatro chavos franceses
amigos de Josyanne- preguntarían al entrevistado si conocía algún francés de
cuyo estatus migratorio no estuviera seguro. De esa lista, cotejada contra la
oficial, saldría otra muestra, que se peinaba de manera más apretada. A éstos,
a su vez, les preguntábamos si conocían a otros, y se generaba una tercera muestra,
peinada casi a ras, y así sucesivamente (digamos que de los registrados
entrevistábamos a uno de cada 25, de los no registrados, a uno de cada 10 y de
la siguiente vuelta, 1 de cada 5). Era un método de bola de nieve.
Los franceses son muy serios y vino una señora
de París, con quien tuvimos una charla amena en un café, para cerciorarse de
que Datavox era una empresa registrada y escuchar la explicación del método,
como parte del protocolo para dar el visto bueno. Por su parte, Chuy Pérez Cota
le hizo a Josyanne un programa para bajar los resultados y hacer los cálculos
con base en su cuestionario, y luego los contactos fueron escasos, porque
nosotros nos comprometimos a no tener acceso a los resultados.
De las pláticas con Josyanne, resultó que el
método resultó bastante efectivo. A la muestra original le salieron varios pequeños
chipotes de franceses que habían venido de turistas, se habían quedado a vivir
en México y no habían regularizado su situación. Cada uno de esos chipotes
tenía a su vez otro chipotito menor, o varios. Como ella y sus amigos hicieron
casi todo el trabajo, se quedaron con casi todo el dinero. A mí me quedó el gusto
de saber que el método de la bola de nieve funcionaba.
El asunto, por cierto, viene a cuento en
tiempos de pandemia por coronavirus, porque el método se parece a los que varios
países han usado para la detección de contagios, a través de la cadena de
contactos de quienes dan positivo en las pruebas. El de los clusters es
un tema que da para mucho en estadística, y también en comprensión del
comportamiento humano.
miércoles, diciembre 09, 2020
Un balance temprano desde la izquierda democrática
El periódico progresista británico The Guardian
colocó al presidente López Obrador en la lista de los populistas de derecha que
recibieron un golpe político con la derrota de Trump en las elecciones de EU.
El diario señala que la campaña que llevó a AMLO al poder fue con una
plataforma de izquierda, pero que tiene muchas “similitudes de estilo” con el
magnate derechista.
Esto viene a cuento con la aparición del libro Balance
Temprano, coordinado por nuestro colaborador Ricardo Becerra y por José
Woldenberg, ambos del Instituto de Estudios para la Transición Democrática, que
saca algunos primeros saldos del gobierno lopezobradorista y lo hace,
explícitamente, desde la perspectiva de la izquierda democrática (así reza el
subtítulo).
En el libro, mesurado pero claramente crítico. Sus
textos profundizan sobre temas que van de la economía a la política, de los
asuntos medioambientales a los de salud, de la educación a la política
migratoria, de lo laboral a lo social, del fin de la laicidad a la
militarización rampante. En él escriben, entre otros, Antonio Lazcano Araujo,
Premio Crónica, quien aborda el espinoso tema de la política científica, Raúl
Trejo Delarbre, columnista de Crónica, quien analiza la política de
(in)comunicación del gobierno.
En esta columna abordaré brevemente los textos sobre
un asunto que me parece toral, el de la política económica y social, entre
otras cosas, porque rompen con la idea de que estamos ante un gobierno de
izquierda, en el sentido de que debería apuntar claramente al mejoramiento de
las condiciones de vida de las mayorías, y no lo hace.
El título que escogió para su parte el exdirector del
Coneval, Gonzalo Hernández Licona dice mucho: “Dinero en efectivo como política
social”. ¿Cómo hacer para enfrentar una situación en la que el 42% de la
población vive en la pobreza y casi 8% en pobreza extrema?
Hernández Licona señala que los programas que fueron
desechados por el gobierno de López Obrador, a pesar de sus límites evidentes,
tenían la virtud de estar bien focalizados: Prospera, el Seguro Popular y
Programa de Empleos Temporales. Otros, como el programa de estancias
infantiles, tenían la característica de apoyar con la oferta de un servicio y
de esa forma sostener la plataforma productiva y social de las madres
trabajadoras.
De lo que se trata ahora es de algo político: que a la
población le quede claro quién la beneficia con un apoyo directo. Hay dinero,
pero el servicio (de salud, de trabajo temporal, de guardería) no está
disponible. No se trata del acceso efectivo a los derechos sociales, que
disminuye.
Adicionalmente, la operación del “censo del bienestar”
-con la idea de comenzar todo desde cero- ha sido realizada sin criterios
claros, sin usar la información, con opacidad. El resultado previsible es que
la gente más pobre y menos informada tenga menos capacidad de acceso a esos
subsidios. Son programas sociales que se dicen universales pero que a final de
cuentas no lo son.
Un asunto clave que señala Hernández Licona es que “si
la economía no propicia las condiciones para que las familias obtengan
ingresos, cada vez en mayor medida, es imposible escapar de la pobreza”.
Mientras menos gente participe en la generación de la riqueza, habrá menos
posibilidades de acabar con el círculo vicioso.
Y uno se queda con la impresión de que la estrategia
del gobierno no es, realmente, que la gente escape de la pobreza, sino hacer
dos círculos viciosos concéntricos: el de la dependencia clientelar y el de la
pobreza misma.
Esto nos lleva al tema estrictamente económico, en el
que quienes hacen el saldo son Rolando Cordera y Enrique Provencio. Ellos
subrayan que hay un malentendido que quiere hacer una sola cosa de tres
conceptos que son diferentes: políticas anticorrupción, austeridad republicana
y austeridad económica. Esta última “es nociva para el desarrollo social y para
la salud económica general”.
Un gobierno cuyos niveles de inversión pública están
entre los más bajos de la historia contemporánea de México, que no reconoce que
hay un problema de demanda que ha crecido por la crisis provocada por la
pandemia y sigue sin cambiar rumbo, como si esto fuera un bache, y no algo de
largo alcance, que se niega a pensar siquiera en una reforma fiscal, que no
toma en cuenta la diversidad del desarrollo regional pero insiste en tener
roces con los estados, que empeora la capacidad del Estado para dotar de servicios
a la población, tenderá a toparse -o mejor dicho, a generar- una pérdida de
bienestar y de calidad de vida.
El Producto Interno Bruto tardará años en recuperarse,
sí, pero terminará por hacerlo antes que los ingresos laborales, con todo lo
que eso significa en términos de desigualdad y distribución.
En estas líneas apenas he rozado algunos de los temas
que trata este Balance Temprano, que pinta unos pocos avances (como el
aumento a los salarios mínimos reales) y muchos retrocesos, a partir del
conservadurismo fiscal, la centralización personalista del poder, los severos
retrocesos en materia ecológica, el ataque a la ciencia y la oscurantista
calificación política del conocimiento, el papel creciente de las Fuerzas
Armadas, los embates al laicismo y un concepto del Estado que está muy alejado
de la idea del bienestar social, que suele manejar la izquierda democrática. Al
final de la lectura, no resulta para nada descabellado colocar a AMLO en una
suerte de derecha populista.
El libro da para más. Y debería ser el primer paso para
abundar en alternativas. No estaría mal, por otra parte, que hubiera balances
similares al gobierno de López Obrador desde la derecha liberal y desde la
izquierda radical. Se podría generar un debate nacional interesante. Y no sé,
quizá, tal vez, haría que alguien, desde las posiciones cercanas al gobierno,
pudiera responder con algo más que píldoras de propaganda.