viernes, marzo 20, 2020

El coronavirus y el Estado


Estas son unas cuantas de las muchas reflexiones a las que mueve la crisis en curso, con la pandemia del Covid-19.

1. Dosificar para que no colapse el sistema de salud

Los estudios que se han divulgado respecto a la pandemia dejan claro que el problema principal, más que la enfermedad en sí, es su rápida propagación, que amenaza seriamente con desbordar los sistemas nacionales de salud. Los esfuerzos de contención, con estrategias diferentes, apuntan –todos– no a parar la enfermedad, sino a ralentizar su difusión. El propósito es ir dosificando los casos para que los servicios de salud puedan ir atendiéndolos a lo largo del tiempo.

La idea, que a primera vista puede parecer absurda, pero no lo es, es que la epidemia dure más tiempo y no llegue de un solo golpe una cantidad inmanejable de pacientes contagiados que, obstruya, además, las tareas de los servicios de salud con otros enfermos. Es evidente que, cuando el sistema está rebasado, la cantidad de muertos aumenta, y no nada más por una enfermedad.

La gran pregunta que se están haciendo muchos en cuánto es una cantidad inmanejable. Claramente, eso depende de la infraestructura hospitalaria, del equipo técnico y humano, de la organización y de los recursos financieros que se le hayan asignado al sector salud. Y también deja en claro la necesidad de que el Estado tenga la capacidad suficiente para atender una emergencia sanitaria colectiva.

La evidencia es que, tras décadas de restricciones presupuestales, la mayoría de los sistemas de salud del mundo no están en condiciones para resistir una enfermedad que se propague tan rápidamente como este coronavirus. El de México, que además estaba apenas empezando un proceso de reorganización, no es la excepción.

Es esta insuficiencia –o, para decirlo de otra manera, la insuficiencia de un Estado social– lo que provoca que se tengan que llegar a medidas de contención que a menudo han tenido que ser extremas, paralizando de manera literal regiones y naciones enteras.

De paso, esta crisis ha demostrado la inoperancia de las visiones ultra individualistas, que se hacen llamar libertarias, en las que el mercado debe serlo todo, y el Estado debe adelgazarse hasta casi desaparecer. ¿Cómo deberíamos actuar, de acuerdo con esa filosofía del egoísmo?  Cada quien para sí, y Dios contra todos, con un resultado distópico, aterrador.

La crisis, pues, nos recuerda el valor social del Estado de bienestar y la importancia de que los servicios elementales estén bien financiados y fuera de las reglas del mercado.

2. La crisis obliga a actitudes de Estado

Un problema adicional de la crisis del Covid-19 es en muchas partes que ha encontrado Estados débiles, no sólo en lo económico, sino también en lo institucional. Son excepciones quienes han apostado a la prevención y al uso de la inteligencia para abordar el problema (y no siempre les funciona bien, como pasó con Corea del Sur, donde el comportamiento irracional de una pequeña secta entorpeció el esquema). La norma ha sido una combinación funesta: reacción tardía, seguida por medidas autoritarias tomadas in extremis, con diversos grados de disciplina de parte de los ciudadanos. Adicionalmente ha habido un grupo de gobiernos que, en la ola del populismo, no sólo retrasaron medidas de contención (digamos que para no molestar al pueblo), sino que han intentaron minimizar el problema, hasta que les estalló en la cara.

En el caso de México vivimos una suerte de esquizofrenia. Por un lado, una parte del gobierno ha abordado el problema de manera seria y profesional; por otro, el Presidente mismo ha puesto el mal ejemplo dando muestras de indisciplina en materia de distanciamiento físico y también en baladronadas al estilo mexicano del tipo “no pasa nada”.

La polarización ha provocado que, por una parte, haya quienes imaginen el apocalipsis y llamen a desconfiar de las autoridades (es decir, a la indisciplina social en momentos de crisis), y por la otra, quienes prefieren no escuchar las advertencias de las autoridades sanitarias y de otro tipo, y mejor leer en la actitud del Presidente el mensaje de que “el coronavirus nos hace los mandados” (y también se lanzan a la indisciplina social).

A la fortaleza de las instituciones y el profesionalismo de muchos servidores públicos, que son lo que nos puede servir para superar este trago amargo, se oponen la frivolidad histérica de una parte de la oposición y la frivolidad histriónica de López Obrador y su séquito más servil. Hace falta Estado, pero también actitudes de Estado.

3. El terremoto económico no se cura con aspirinas

La crisis del coronavirus ha sido disruptiva en todos los mercados. Ha afectado las cadenas de valor desde China hasta México, ha paralizado la economía europea y amenaza con hacerlo con la estadunidense, ha generado tormentas financieras internacionales y, en la perspectiva de una recesión mundial, ha tumbado el precio de petróleo a niveles impensables hace apenas unos meses (claro que con la ayuda de Arabia Saudita, que pretende volverse poder monopólico, algo muy peligroso).

Ningún país quedará exento de este terremoto, que se traducirá en desempleo y pobreza. Pero es relevante subrayar que varios se han movido de inmediato. En Estados Unidos, el gobierno federal usará 50 mil millones de dólares del fondo de emergencia para ayudar a los gobiernos locales; el de Italia lanzó un paquete de 25 mil millones de euros para el sostén de empresas pequeñas y apoyos a sectores particularmente golpeados por el parón; el de Alemania destinó 50 mil millones de euros en apoyo a las empresas pequeñas y medianas (y uno dice, si lo hace Alemania, y de ese tamaño, es que la cosa está que arde).

En otras palabras, todos están olvidándose de las restricciones presupuestales prescritas por la ortodoxia económica y pulsando el botón del gasto. Y no lo están haciendo con cacahuates.

Si México quisiera imitar a una nación con fama de prudencia fiscal, como Alemania, no destinaría 25 mil millones de pesos para estimular la economía. Si tomamos la proporción del PIB de cada país, tendría que ser diez veces más.

Pero, bueno, hay quien ve la procesión y no se hinca. Es más, insiste, como si nada hubiera pasado, en hacer una refinería, aunque los precios del petróleo estén por los suelos.

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