Tres textos publicados en
Crónica, en donde hay una suerte de leit-motiv.
El síndrome del gobierno asediado
La vergonzosa escena en la que un grupo de
simpatizantes morenistas increpó a quienes participan en la Marcha por la Paz
da cuenta del nivel irracional al que ha llegado la polarización en el país.
Víctimas de la violencia fueron agredidas por quienes consideran que cualquier
acto que moleste al gobierno tiene que ser producto de un complot orquestado
por malvados que quieren que López Obrador fracase. No importa si son la viuda
de un periodista asesinado, los familiares de unos niños calcinados por el
narco o el padre de un pequeño que tiene cáncer, pero no medicinas.
Hacía tiempo que no había una expresión social de
tanta bajeza.
Una parte del problema es que la polarización tiene
diferentes efectos en campaña electoral que fuera de ella. En las campañas, la
mayor parte de los partidos y candidatos hacen esfuerzos por diferenciarse unos
de los otros, por tomar distancias. El propósito es no sólo provocar que el
votante se adhiera a una candidatura, sino también que rechace tajantemente las
demás. A veces funciona; a veces, no. En estos tiempos líquidos de ideologías
deslavadas, suele funcionar más que antes. En 2018 le funcionó muy bien a
Andrés Manuel López Obrador.
Ya en el gobierno, sin embargo, la polarización
tiene otro efecto. Suele dificultar el diálogo, obstaculizar los acuerdos
democráticos y enquistar a los grupos sociales. Hay gobiernos, como el de López
Obrador, que se manejan como si estuvieran en campaña permanente, y lo hacen
porque consideran así logran congelar la correlación de fuerzas que tenían a su
favor a la hora de ganar la elección.
AMLO ha declarado en muchas ocasiones que gobierna
para todos los mexicanos. Es lo que le toca hacer a cualquier presidente. Pero
una y otra vez ha atizado las diferencias. Y, señaladamente, se ha mostrado
incapaz de aceptar errores, porque todos son resultado del desastre que le
dejaron los gobiernos anteriores. En su visión, ese desastre no es el resultado
caótico de malas decisiones. Al contrario, se trata de un desastre armado a
propósito, con la intención de expoliar al pueblo y de dejarle a quien quisiera
arreglarla –a él– una situación muy complicada.
En ese sentido, AMLO se comporta como si estuviera
bajo asedio constante, como si todo señalamiento de errores e insuficiencias lo
tuviera a él como destinatario. No por los errores e insuficiencias, sino
porque se trata de él. Por eso siempre busca culpables en otro lado, y busca
que quienes lo apoyan así lo hagan también. De otra manera no puede entenderse
su actitud ante casos como la insuficiencia de medicamentos, su pasividad ante
Trump (por decirlo de una manera ligerita) o sus reclamos amnésicos ante
quienes marcharon por la paz (Sicilia fue el primero en exigir la renuncia de
García Luna).
López Obrador ha buscado convencer a quienes lo
apoyan de que hay que estar con él en todas; en las duras y en las maduras,
porque de otra forma le estarán dando armas a quienes quieren que su gobierno
fracase. A los “conservadores”. En ese sentido, los que mejor han entendido sus
propósitos son los “maromeros”, que son capaces de hacer los sofismas más
retorcidos para desdecirse una y otra vez, con tal de estar siempre del lado
del Señor Presidente. El doublethink orwelliano ha adquirido carta de
ciudadanía mexicana con la 4T.
Lo que no ha intentado hacer el Presidente es
convencer a quienes no lo apoyan que su proyecto no sólo es viable, sino que
también llevará a una sociedad más justa y con mejor convivencia. Al parecer no
le interesa, con todo y que sería una manera inteligente de aprovechar la
debilidad de la oposición. AMLO deja la impresión de que prefiere tener una
buena parte de la población en contra, porque eso le permite continuar el
discurso de gobierno asediado, y así justificar carencias e ineficacias.
La cuestión es saber hasta cuándo ese discurso y esa
visión de asedio puede justificar los errores. López Obrador debería saber que
buena parte de los votos con los que ganó la elección se debieron más al
hartazgo hacia la antigua clase política dominante que a cualquier otra cosa.
Sin duda está consciente de que, más allá de los fieles de la Comunidad de la
Fe, que estarán con él eternamente, la población le dio un tiempo de gracia
para que los cambios empiecen a notarse. Lo que no se sabe es cuánto, ni qué
pasa cuando algunos de los cambios resultan ser regresivos.
La respuesta a esa pregunta la tendremos,
parcialmente, en las elecciones de 2021. Si las insuficiencias e ineficiencias
en el gobierno siguen siendo superiores a sus aciertos, tendremos una paradoja:
la polarización, esta vez, beneficiará, primero, al abstencionismo, y luego a
la oposición, no importa qué tan debilitada o dividida esté.
Si, encima de ello, en Morena se están agarrando del
chongo en vez de ponerse a construir un partido digno de ese nombre, la mesa
está servida para una sorpresa menor (la pérdida de la mayoría absoluta).
Tal vez a López Obrador no le importe, en realidad,
el futuro del vehículo que lo llevó a la presidencia. Pero supongo que le
debería importar esa mayoría legislativa que le ha permitido hacer y deshacer.
Claro… a menos de que, en vez de la mayoría en el
Congreso, prefiera apoyarse en pequeños escuadrones de militantes enardecidos,
como los que agreden –verbalmente, por ahora– a las víctimas del narco y la
violencia.
El optimismo que se escapa
Uno siempre tiene ganas de ser optimista, pero hay
ocasiones en que no se puede. Tras una semana difícil, los problemas del país
se acumulan. Y lo grave es que no tienen visos de solución rápida o sencilla.
Si no se les pone coto, México se encaminará por la vía de los Estados
fallidos.
Por una parte, queda claro que la economía lleva un
rato estancada y el poco estímulo que puede dar el Banco de México de poco
sirve con una inversión pública tan famélica y con una situación en la que al
sector privado se le acumulan las incertidumbres, empezando por la de la
ausencia de la aplicación del estado de derecho, y siguiendo por las que
generan malabarismos como el de la rifa que no fue del avión, pero que resultó
en un pase de charola al gran capital para complementar el gasto público.
Por otra, se han sucedido, en varias zonas del país actos
de violencia extrema, que tienen como característica principal ser a la luz del
día y, como característica secundaria, que en varias ocasiones las víctimas han
sido menores de edad. Y en la capital sucedieron dos feminicidios de altísimo
impacto, que han generado repudio generalizado. Estos asesinatos son apenas la
punta del iceberg de una violencia contra las mujeres que está siendo
denunciada con cada vez más fuerza.
Sumemos algunas cosas más. Hay problemas en la UNAM,
intentos desestabilizadores en otras instituciones de educación superior y una
clara ofensiva sectaria en contra el INE. Para colmo, por primera vez se
registra una disminución en el número de estudiantes inscritos en educación
media y superior.
Ninguno de estos problemas es irresoluble, pero no
se percibe en el gobierno –y particularmente en el presidente López Obrador– la
intención de darles el peso que se merecen. Y esto es presagio de que pueden
empeorar.
En la coyuntura, AMLO se mostró molesto ante la
insistencia de los medios sobre el tema de los feminicidios, porque él quería
hablar de la bendita rifa y salió con un decálogo retórico y repetitivo, que no
contenía medida alguna; luego, en la inauguración de instalaciones de la
Guardia Nacional, dijo una frase desafortunada: “los delincuentes son seres
humanos que merecen nuestro respeto”. Probablemente quiso decir que también los
delincuentes tienen derechos humanos, pero tuvo un lapsus. Finalmente, ante el
terrible infanticidio de la niña Fátima, echó culpas genéricas y aprovechó para
protestar porque las feministas le habían pintarrajeado las puertas de Palacio,
días antes.
La impresión que dio es que no estaba dispuesto a
dejar una actitud indolente frente a la creciente presencia del crimen
organizado, que le molestaba que la dura realidad le impusiera la agenda, y que
tampoco abriga la intención política de comunicarse con la protesta y con los
diversos movimientos feministas.
Sigue, en la lógica que comentábamos hace algunas
semanas, en el síndrome del gobierno asediado. En la visión del Presidente todo
el que lo critica o se opone a su política es un conservador, un agente del
neoliberalismo, así se trate de mujeres indignadas por lo poco se hace para
protegerlas dentro de una cultura misógina.
En la lógica del asedio, el gobierno se encierra en
su cuartel. Y empieza a hablar para sí mismo. “La gente está feliz, feliz”. “No
hay malestar social”. “México vive un momento estelar”.
Y desde el cuartel, los porristas de la Comunidad de
la Fe lanzan sus invectivas: que las feministas son pagadas por el PAN, que los
reporteros que hacen preguntas incómodas sirven a la Mafia del Poder y un largo
etcétera. Todo esto, en vez de ponerse a dialogar con la pluralidad social.
Es una paradoja: el hombre que llegó a la
Presidencia, entre otras razones, por su cercanía con el pueblo, está
aislándose de la realidad cotidiana cada vez más ruda, y optando por vivir en
un mundo alternativo, en el que la falta de estrategia para afrontar problemas
torales es lo de menos.
En esas condiciones, que equivalen a una ausencia, todo
tiende a moverse para peor. Por el lado de la impunidad, por el lado de la
desconfianza empresarial a la hora de invertir, por el lado de las dificultades
del gobierno para hacerse de más recursos de manera transparente, por el de las
instituciones que se requieren para que la sociedad funcione de manera
adecuada.
El gobierno tiene a su favor que no existe una
oposición organizada digna de ese nombre y ese adjetivo. Que si uno voltea
hacia el pasado inmediato de la clase política se topa con nombres como el de
Emilio Lozoya o el de Genaro García Luna, que son sólo la punta de sendos
icebergs. Eso debería bastarle a AMLO y a Morena para darse cuenta de que
tienen un amplio margen para actuar, hacer cosas de verdad, en vez de
enconcharse en la retórica y la propaganda. Que hay margen para corregir, en
vez de empecinarse en una ruta, que en los temas de la economía y la seguridad
ciudadana, no está funcionando. Que las instituciones a las que torpedean son
fundamentales para el consenso social y no un botín del cual apropiarse.
Pero no. Tenemos un gobierno al que se le está
desgastando el manejo de los símbolos y –con él- su forma de hacer política.
Pero no le importa. En ausencia de contrapesos, es una buena receta para que la
nación entre en una espiral de la que luego va a ser difícil salir.
Con el golpe en la imaginación
En los años setenta, el cineasta Patricio Guzmán
realizó una trilogía documental, La Batalla de Chile, que fue muy popular en
los círculos universitarios de ciencias sociales, porque los estudiantes
seguían con atención la situación chilena, con todo y su fatal desenlace. La
mejor cinta de esa trilogía era la primera, que tenía el subtítulo de La
Insurrección de la Burguesía. En fechas recientes, he tenido la fuerte
impresión de que Andrés Manuel López Obrador vio esa película, que lo
impresionó y que, en realidad, no entendió nada.
Me explico. Esa primera parte de la trilogía aborda
sobre todo los esfuerzos de la derecha chilena para ir minando el poder del
gobierno de Salvador Allende, en consonancia con los intereses de las grandes
empresas transnacionales afectadas y la intervención de Estados Unidos. Se
trató de una escalada, en la que a través de huelgas –la de mineros, pero sobre
todo la de transportistas- y sabotajes, se fueron generando escasez y zozobra,
como precondiciones para el golpe de Estado que derrocaría al presidente
socialista elegido democráticamente.
López Obrador, en la versión grandilocuente que
tiene de sí mismo, suele compararse abiertamente con mandatarios de la historia
que realizaron grandes cambios democráticos. Uno de ellos es Francisco I.
Madero, que terminó siendo traicionado y asesinado. Otro es Salvador Allende,
que corrió con el mismo destino; un hombre, que según las propias declaraciones
del Presidente, hace un par de años, “marcó mi vida”.
A Madero lo recuerda constantemente, y más en estos
días en los que se cumple otro aniversario de la Decena Trágica, que acabó con
su gobierno y con su vida. De paso, agradeció al Ejército mexicano no ser
golpista. Más tarde, aprovechó el asunto de la movilización de Un Día Sin
Mujeres para recordarles a las que quieran participar que “no olviden lo que
hicieron con las cacerolas antes del golpe de Estado en Chile”.
Esa admiración por Allende, transmutada en
identificación, es uno de los elementos que juegan en el síndrome de gobierno
asediado con la que López Obrador se ha comportado: todo señalamiento de
errores, toda crítica –tanto la constructiva como la mordaz- tiene como
objetivo desprestigiarlo a él, a su movimiento y a su gobierno. El objetivo no
es otro, no puede ser otro que reinstaurar el neoliberalismo al que él se
opone. Por lo tanto no importa de dónde vengan las críticas, sea el EZLN, los
padres de niños con cáncer o las feministas: objetivamente se trata de la
derecha, de los conservadores, aunque subjetivamente zapatistas, progenitores o
mujeres crean que están defendiendo su selva, sus hijos o su dignidad. Si están
contra él, alimentan un potencial golpismo.
En el filme de Guzmán hay varias cosas que quedan bien
claras. Una es que se trata claramente de lucha de clases, porque el gobierno
está intentando establecer el socialismo. Otra, que hay una derecha bien
organizada enfrentándose al gobierno: no son barruntos aquí y allá, sino un
plan desestabilizador. Una más, que el sabotaje es real, no inventado (y ahí
están las enormes tachuelas lanzadas a los caminos durante el paro de
transportistas, para ponchar llantas). Finalmente, que la intervención del
gobierno estadunidense, en un momento álgido de la Guerra Fría, resulta clave.
Ninguno de esos elementos está presente en el México
de hoy. En primer lugar no hay lucha de clases, o está adormecida. El
Presidente se reúne con los empresarios para promover una rifa y le va
requetebién. Luego va con la CTM y hay porras y matracas. Lo mismo con otras
organizaciones similares. Presume un presupuesto superavitario, digno de los
Chicago Boys. Le tiene aversión a los impuestos y, pareciera, a la inversión
pública. Pisa unos cuantos callos y ya.
Tampoco hay una oposición organizada, ya no digamos
la derecha pura y dura. Ni los partidos, ni las organizaciones civiles, ni nada:
todos debilísimos. Lo que ha habido son críticas ciudadanas aisladas; algunas
en las calles y otras en las redes. La cosa está tan pobre que AMLO ha tenido
que hacer crecer el monigote del partido en formación de Felipe Calderón para
poder pegarle a algo. Esa oposición con pocas ideas, con diferencias reales
entre sí, es incapaz de armar una alternativa de nación, no se diga un plan de
desestabilización.
Tal vez en algunos casos podamos hablar de
resistencias, pero no de sabotajes. La mayoría de los problemas por los que
pasa el gobierno de la 4T son autoinflingidos. Allí están los ejemplos del
desabasto de medicinas, de la mala entrega de fertilizantes, del incremento de
la inseguridad (pensemos en el operativo de Culiacán), de un sinnúmero de
retrasos y omisiones que van generando molestias. Que el Presidente no quiera
verlo, y le eche la culpa a las oscuras fuerzas del oscuro neoliberalismo es
otro cantar.
Finalmente, la Guerra Fría terminó hace años. El
gobierno de Estados Unidos parece bastante contento con el de México. Negoció
con éxito el T-MEC, que le parece a Trump mejor que el antiguo TLC. Logró que
nuestro país cambiara de actitud hacia la ola migratoria que viene de América
Central. No parece interesado, en lo más mínimo, en ponerle piedras políticas
al presidente López Obrador.
Por lo mismo, reaccionar de manera tan exaltada ante
demandas legítimas, como por ejemplo la de las mujeres que protestan por los feminicidios,
sólo se entiende si es alguien que se está saltando el contexto y está
suponiendo que hay otra cosa.
En resumen, una cosa es lo que está pasando en el
país, y otra, la película que ve AMLO.