miércoles, marzo 25, 2020

Glorias olímpicas: Bradley Wiggins


El ciclismo tiene varias especialidades, y lo normal es que quien destaca en unas, no puede hacerlo en las otras. Por eso se llaman especialidades. Sin embargo, Bradley Wiggins brilló en la pista, que suele exigir mucha velocidad y a veces velocidad pura, y también en la ruta, que es de mucha resistencia y capacidad de escalada. Como en el atletismo, suelen requerirse cuerpos distintos. Las bicicletas también son diferentes, y a menudo también lo es la táctica. Wiggins triunfó en las grandes carreras de ruta, en los campeonatos mundiales y en los Juegos Olímpicos, en ambas ramas.

Nacido en Bélgica, hijo de un ciclista profesional que abandonó a su familia, se crió con su madre inglesa y de niño, como buen inglés, se dedicó al futbol. A los 12 años, inspirado por las competencias olímpicas que vio en la tele, y conocedor de la historia de su padre, cambió al ciclismo. Lo primero que tuvo fue un accidente con un automóvil y se rompió la clavícula. Con una parte del dinero de la indemnización compró su primera bicicleta de carreras. Cuenta que le dijo, convencido, a uno de sus profesores: “voy a ser campeón olímpico y también voy a usar el maillot amarillo en el Tour de France”. Pero se dedicó fundamentalmente al ciclismo de pista.

Desde pequeño, Wiggins destacó, y se hizo campeón juvenil británico. A los 19 años ya era parte del equipo nacional y a los 20, en los juegos de Sydney 2000, obtuvo su primera medalla olímpica: un bronce en la persecución de 4 mil metros por equipos.  Luego los británicos se llevarían la plata mundial.

A partir de 2001, Wiggins se hizo profesional y empezó a competir en ruta, con resultados mixtos, porque extrañaba la pista, pero desde ese año –aunque tuvo un accidente en el que se fracturó la muñeca- ganó un par de carreras de segundo nivel. En 2003 ganó su primer oro en campeonato mundial, en persecución individual y se llevó una plata por equipos.  

En Atenas 2004 Wiggins compitió por el Reino Unido en el ciclismo de pista. Se llevó el oro en la persecución individual, la plata en la persecución por equipos y el bronce en el Madison (que es una prueba de relevos), a pesar de haber sufrido un aparatoso accidente a media carrera.

Tras esos juegos, se dedicó casi exclusivamente al ciclismo de ruta, pero también cosechó grandes éxitos en la pista. En 2007 se llevó dos oros en el mundial, en las especialidades de persecución; volvió a repetir la hazaña, en persecución y en Madison, al año siguiente, previo a la cita olímpica de Pekín.

En los Juegos Olímpicos de Pekín repitió como campeón en la persecución individual, rompiendo el récord olímpico. Por equipos, los británicos también se llevaron el oro, pero esta vez destrozando el récord mundial.

En 2009, por fin logra brillar en el Tour de France, con el equipo Garmin, y termina tercero en la clasificación general, luego de la descalificación por dopaje de Lance Armstrong.  En 2010 pasa a la gran máquina de las grandes vueltas que es el equipo Sky, pero se vuelve a romper la clavícula. En 2011 queda segundo en la Vuelta de España.

Vendrá 2012, y con él, la consagración. Al séptimo día del Tour de France logra el segundo de sus anhelos de niño: viste la casaca amarilla, que identifica al líder de la competencia. Lo hace tras una etapa de montaña. También gana la contrarreloj. Con dificultades, pero también con señorío –que incluye esperar a ciclistas rivales que habían ponchado porque un fanático arrojó tachuelas a la ruta- Wiggins se corona campeón del Tour. Es la cuarta vuelta que gana en la temporada. De ahí se va a los Olímpicos de Londres. Ahí no tiene suerte en la competencia de ruta, pero gana la contrarreloj. Es su séptima medalla. Y es el único ciclista en ganar un oro olímpico y el Tour de France el mismo año, una hazaña de difícil repetición. Recibe, en su país, la orden de Caballero de la Reina, “por sus servicios al ciclismo”.

Wiggins vuelve a la ruta, pero tiene problemas con la nueva estrella del Sky, Chris Froome, y decide hacer su propio equipo. Gana medalla de oro en el mundial de ruta. Pero en el desencanto decide regresar al ciclismo de pista. Lo primero que hace es romper el récord de la hora, con 54.526 kilómetros. Se prepara para lo que será su despedida: los Juegos Olímpicos de Río. Ahí logra su quinto oro, en la persecución por equipos. Es entonces cuando anuncia el retiro.

Sus totales son impresionantes. 5 participaciones olímpicas, 5 oros, 1 plata y 2 bronces. Y en campeonatos mundiales, un oro y una plata en ruta;  6 oros, 3 platas y 2 bronces en pista. Un grande. 

viernes, marzo 20, 2020

El coronavirus y el Estado


Estas son unas cuantas de las muchas reflexiones a las que mueve la crisis en curso, con la pandemia del Covid-19.

1. Dosificar para que no colapse el sistema de salud

Los estudios que se han divulgado respecto a la pandemia dejan claro que el problema principal, más que la enfermedad en sí, es su rápida propagación, que amenaza seriamente con desbordar los sistemas nacionales de salud. Los esfuerzos de contención, con estrategias diferentes, apuntan –todos– no a parar la enfermedad, sino a ralentizar su difusión. El propósito es ir dosificando los casos para que los servicios de salud puedan ir atendiéndolos a lo largo del tiempo.

La idea, que a primera vista puede parecer absurda, pero no lo es, es que la epidemia dure más tiempo y no llegue de un solo golpe una cantidad inmanejable de pacientes contagiados que, obstruya, además, las tareas de los servicios de salud con otros enfermos. Es evidente que, cuando el sistema está rebasado, la cantidad de muertos aumenta, y no nada más por una enfermedad.

La gran pregunta que se están haciendo muchos en cuánto es una cantidad inmanejable. Claramente, eso depende de la infraestructura hospitalaria, del equipo técnico y humano, de la organización y de los recursos financieros que se le hayan asignado al sector salud. Y también deja en claro la necesidad de que el Estado tenga la capacidad suficiente para atender una emergencia sanitaria colectiva.

La evidencia es que, tras décadas de restricciones presupuestales, la mayoría de los sistemas de salud del mundo no están en condiciones para resistir una enfermedad que se propague tan rápidamente como este coronavirus. El de México, que además estaba apenas empezando un proceso de reorganización, no es la excepción.

Es esta insuficiencia –o, para decirlo de otra manera, la insuficiencia de un Estado social– lo que provoca que se tengan que llegar a medidas de contención que a menudo han tenido que ser extremas, paralizando de manera literal regiones y naciones enteras.

De paso, esta crisis ha demostrado la inoperancia de las visiones ultra individualistas, que se hacen llamar libertarias, en las que el mercado debe serlo todo, y el Estado debe adelgazarse hasta casi desaparecer. ¿Cómo deberíamos actuar, de acuerdo con esa filosofía del egoísmo?  Cada quien para sí, y Dios contra todos, con un resultado distópico, aterrador.

La crisis, pues, nos recuerda el valor social del Estado de bienestar y la importancia de que los servicios elementales estén bien financiados y fuera de las reglas del mercado.

2. La crisis obliga a actitudes de Estado

Un problema adicional de la crisis del Covid-19 es en muchas partes que ha encontrado Estados débiles, no sólo en lo económico, sino también en lo institucional. Son excepciones quienes han apostado a la prevención y al uso de la inteligencia para abordar el problema (y no siempre les funciona bien, como pasó con Corea del Sur, donde el comportamiento irracional de una pequeña secta entorpeció el esquema). La norma ha sido una combinación funesta: reacción tardía, seguida por medidas autoritarias tomadas in extremis, con diversos grados de disciplina de parte de los ciudadanos. Adicionalmente ha habido un grupo de gobiernos que, en la ola del populismo, no sólo retrasaron medidas de contención (digamos que para no molestar al pueblo), sino que han intentaron minimizar el problema, hasta que les estalló en la cara.

En el caso de México vivimos una suerte de esquizofrenia. Por un lado, una parte del gobierno ha abordado el problema de manera seria y profesional; por otro, el Presidente mismo ha puesto el mal ejemplo dando muestras de indisciplina en materia de distanciamiento físico y también en baladronadas al estilo mexicano del tipo “no pasa nada”.

La polarización ha provocado que, por una parte, haya quienes imaginen el apocalipsis y llamen a desconfiar de las autoridades (es decir, a la indisciplina social en momentos de crisis), y por la otra, quienes prefieren no escuchar las advertencias de las autoridades sanitarias y de otro tipo, y mejor leer en la actitud del Presidente el mensaje de que “el coronavirus nos hace los mandados” (y también se lanzan a la indisciplina social).

A la fortaleza de las instituciones y el profesionalismo de muchos servidores públicos, que son lo que nos puede servir para superar este trago amargo, se oponen la frivolidad histérica de una parte de la oposición y la frivolidad histriónica de López Obrador y su séquito más servil. Hace falta Estado, pero también actitudes de Estado.

3. El terremoto económico no se cura con aspirinas

La crisis del coronavirus ha sido disruptiva en todos los mercados. Ha afectado las cadenas de valor desde China hasta México, ha paralizado la economía europea y amenaza con hacerlo con la estadunidense, ha generado tormentas financieras internacionales y, en la perspectiva de una recesión mundial, ha tumbado el precio de petróleo a niveles impensables hace apenas unos meses (claro que con la ayuda de Arabia Saudita, que pretende volverse poder monopólico, algo muy peligroso).

Ningún país quedará exento de este terremoto, que se traducirá en desempleo y pobreza. Pero es relevante subrayar que varios se han movido de inmediato. En Estados Unidos, el gobierno federal usará 50 mil millones de dólares del fondo de emergencia para ayudar a los gobiernos locales; el de Italia lanzó un paquete de 25 mil millones de euros para el sostén de empresas pequeñas y apoyos a sectores particularmente golpeados por el parón; el de Alemania destinó 50 mil millones de euros en apoyo a las empresas pequeñas y medianas (y uno dice, si lo hace Alemania, y de ese tamaño, es que la cosa está que arde).

En otras palabras, todos están olvidándose de las restricciones presupuestales prescritas por la ortodoxia económica y pulsando el botón del gasto. Y no lo están haciendo con cacahuates.

Si México quisiera imitar a una nación con fama de prudencia fiscal, como Alemania, no destinaría 25 mil millones de pesos para estimular la economía. Si tomamos la proporción del PIB de cada país, tendría que ser diez veces más.

Pero, bueno, hay quien ve la procesión y no se hinca. Es más, insiste, como si nada hubiera pasado, en hacer una refinería, aunque los precios del petróleo estén por los suelos.

miércoles, marzo 18, 2020

Leyendas olímpìcas: Sohn-Kee Chung



Compitió con un nombre que no era el suyo, bajo la bandera de una nación que no era la suya. Logró derrotar a sus rivales y, sin embargo, en lo más alto del podio lo asaltó lo que describió como “una sensación de vergüenza e indignación”. Su nombre: Sohn-Kee Chung, pero corrió como Son Kitei. La prueba: el maratón de los Juegos Olímpicos de Berlín, en 1936.

Pero vayamos por partes. Sohn-Kee Chung nació en un pueblo de Corea del Norte, pero su país estaba bajo la ocupación del Imperio de Japón. Los japoneses impusieron su lengua y eso significaba para los coreanos que les usurpaban su nombre y su identidad.

Desde estudiante se destacó en las carreras de fondo. Ganó 9 de los primeros 12 maratones en los que participó (y nunca quedó más allá del tercer lugar), fue seleccionado para los juegos de Berlín, bajo el nombre asignado por los conquistadores. En la carrera, pronto se despegó el argentino Juan Zabala, campeón olímpico en Los Ángeles, mientras lo perseguían Sohn-Kee y el británico Ernie Harper; un poco más atrás, otro coreano que competía por Japón: Nam Sung-Yong, inscrito como Shoryu Nan. Durante la persecución, Harper comentó que el ritmo de Zabala lo iba a tronar. Así fue. El argentino fue superado y más tarde abandonó. Pero, en una avenida cubierta de banderas nazis, el coreano se alejó de manera inexorable en la ruta hacia la victoria. Harper quedaría segundo y Nam, tercero.

En la ceremonia de premiación, tanto Sohn-Kee como Na agacharon la cabeza a la hora del izamiento de la bandera japonesa y del himno. El campeón logró tapar el escudo de Japón con el arreglo floral que había recibido, cosa que no pudo hacer el medallista de bronce. Ninguno de los dos asistió a la fiesta que la delegación japonesa hizo en su honor y, por ello, Japón regresó al COI el casco histórico de la batalla de Maratón con el que Sohn-Kee había sido premiado.

En Corea, un diario nacionalista, el Dong-a Ilbo, tuvo la osadía de editar las fotos de aquella competencia y aquel podio histórico, borrando la bandera japonesa que traían los atletas en el pecho. Fueron arrestados ocho periodistas y el periódico, clausurado por un año. Ambos atletas fueron relegados al ostracismo. Luego vendría la guerra.

Tras la derrota del Eje, Sohn-Kee se convirtió en entrenador de atletismo. En 1948 fue abanderado de la primera delegación olímpica de Corea del Sur. Se le puede ver por unos segundos, alegre, en la Villa Olímpica de Helsinki, en el film Olimpia ’52. Atrás de él, su bandera. En 1986 el COI entregó a Sohn-Kee el casco corintio que los japoneses habían devuelto y que había estado medio siglo en un museo berlinés. En 1988, a los 76 años, el maratonista fue el último relevo en entrar con la antorcha al estadio olímpico de Seúl. En 1992 un pupilo suyo ganó el maratón olímpico.

Lo que, sin embargo, no pudo llegar a ver fue la reivindicación más importante. En 2011, cuando llevaba nueve años de muerto, el Comité Olímpico por fin accedió a que en sus anales y registros oficiales, el campeón de la maratón de Berlín era él, Sohn-Kee Chung, y no un tal Son Kitei. 

viernes, marzo 13, 2020

El síndrome del gobierno asediado

Tres textos publicados en Crónica, en donde hay una suerte de leit-motiv.

El síndrome del gobierno asediado


La vergonzosa escena en la que un grupo de simpatizantes morenistas increpó a quienes participan en la Marcha por la Paz da cuenta del nivel irracional al que ha llegado la polarización en el país. Víctimas de la violencia fueron agredidas por quienes consideran que cualquier acto que moleste al gobierno tiene que ser producto de un complot orquestado por malvados que quieren que López Obrador fracase. No importa si son la viuda de un periodista asesinado, los familiares de unos niños calcinados por el narco o el padre de un pequeño que tiene cáncer, pero no medicinas.

Hacía tiempo que no había una expresión social de tanta bajeza.

Una parte del problema es que la polarización tiene diferentes efectos en campaña electoral que fuera de ella. En las campañas, la mayor parte de los partidos y candidatos hacen esfuerzos por diferenciarse unos de los otros, por tomar distancias. El propósito es no sólo provocar que el votante se adhiera a una candidatura, sino también que rechace tajantemente las demás. A veces funciona; a veces, no. En estos tiempos líquidos de ideologías deslavadas, suele funcionar más que antes. En 2018 le funcionó muy bien a Andrés Manuel López Obrador.

Ya en el gobierno, sin embargo, la polarización tiene otro efecto. Suele dificultar el diálogo, obstaculizar los acuerdos democráticos y enquistar a los grupos sociales. Hay gobiernos, como el de López Obrador, que se manejan como si estuvieran en campaña permanente, y lo hacen porque consideran así logran congelar la correlación de fuerzas que tenían a su favor a la hora de ganar la elección.

AMLO ha declarado en muchas ocasiones que gobierna para todos los mexicanos. Es lo que le toca hacer a cualquier presidente. Pero una y otra vez ha atizado las diferencias. Y, señaladamente, se ha mostrado incapaz de aceptar errores, porque todos son resultado del desastre que le dejaron los gobiernos anteriores. En su visión, ese desastre no es el resultado caótico de malas decisiones. Al contrario, se trata de un desastre armado a propósito, con la intención de expoliar al pueblo y de dejarle a quien quisiera arreglarla –a él– una situación muy complicada.

En ese sentido, AMLO se comporta como si estuviera bajo asedio constante, como si todo señalamiento de errores e insuficiencias lo tuviera a él como destinatario. No por los errores e insuficiencias, sino porque se trata de él. Por eso siempre busca culpables en otro lado, y busca que quienes lo apoyan así lo hagan también. De otra manera no puede entenderse su actitud ante casos como la insuficiencia de medicamentos, su pasividad ante Trump (por decirlo de una manera ligerita) o sus reclamos amnésicos ante quienes marcharon por la paz (Sicilia fue el primero en exigir la renuncia de García Luna).

López Obrador ha buscado convencer a quienes lo apoyan de que hay que estar con él en todas; en las duras y en las maduras, porque de otra forma le estarán dando armas a quienes quieren que su gobierno fracase. A los “conservadores”. En ese sentido, los que mejor han entendido sus propósitos son los “maromeros”, que son capaces de hacer los sofismas más retorcidos para desdecirse una y otra vez, con tal de estar siempre del lado del Señor Presidente. El doublethink orwelliano ha adquirido carta de ciudadanía mexicana con la 4T.

Lo que no ha intentado hacer el Presidente es convencer a quienes no lo apoyan que su proyecto no sólo es viable, sino que también llevará a una sociedad más justa y con mejor convivencia. Al parecer no le interesa, con todo y que sería una manera inteligente de aprovechar la debilidad de la oposición. AMLO deja la impresión de que prefiere tener una buena parte de la población en contra, porque eso le permite continuar el discurso de gobierno asediado, y así justificar carencias e ineficacias.

La cuestión es saber hasta cuándo ese discurso y esa visión de asedio puede justificar los errores. López Obrador debería saber que buena parte de los votos con los que ganó la elección se debieron más al hartazgo hacia la antigua clase política dominante que a cualquier otra cosa. Sin duda está consciente de que, más allá de los fieles de la Comunidad de la Fe, que estarán con él eternamente, la población le dio un tiempo de gracia para que los cambios empiecen a notarse. Lo que no se sabe es cuánto, ni qué pasa cuando algunos de los cambios resultan ser regresivos.

La respuesta a esa pregunta la tendremos, parcialmente, en las elecciones de 2021. Si las insuficiencias e ineficiencias en el gobierno siguen siendo superiores a sus aciertos, tendremos una paradoja: la polarización, esta vez, beneficiará, primero, al abstencionismo, y luego a la oposición, no importa qué tan debilitada o dividida esté.

Si, encima de ello, en Morena se están agarrando del chongo en vez de ponerse a construir un partido digno de ese nombre, la mesa está servida para una sorpresa menor (la pérdida de la mayoría absoluta).

Tal vez a López Obrador no le importe, en realidad, el futuro del vehículo que lo llevó a la presidencia. Pero supongo que le debería importar esa mayoría legislativa que le ha permitido hacer y deshacer.

Claro… a menos de que, en vez de la mayoría en el Congreso, prefiera apoyarse en pequeños escuadrones de militantes enardecidos, como los que agreden –verbalmente, por ahora– a las víctimas del narco y la violencia.



El optimismo que se escapa


Uno siempre tiene ganas de ser optimista, pero hay ocasiones en que no se puede. Tras una semana difícil, los problemas del país se acumulan. Y lo grave es que no tienen visos de solución rápida o sencilla. Si no se les pone coto, México se encaminará por la vía de los Estados fallidos.

Por una parte, queda claro que la economía lleva un rato estancada y el poco estímulo que puede dar el Banco de México de poco sirve con una inversión pública tan famélica y con una situación en la que al sector privado se le acumulan las incertidumbres, empezando por la de la ausencia de la aplicación del estado de derecho, y siguiendo por las que generan malabarismos como el de la rifa que no fue del avión, pero que resultó en un pase de charola al gran capital para complementar el gasto público.

Por otra, se han sucedido, en varias zonas del país actos de violencia extrema, que tienen como característica principal ser a la luz del día y, como característica secundaria, que en varias ocasiones las víctimas han sido menores de edad. Y en la capital sucedieron dos feminicidios de altísimo impacto, que han generado repudio generalizado. Estos asesinatos son apenas la punta del iceberg de una violencia contra las mujeres que está siendo denunciada con cada vez más fuerza.

Sumemos algunas cosas más. Hay problemas en la UNAM, intentos desestabilizadores en otras instituciones de educación superior y una clara ofensiva sectaria en contra el INE. Para colmo, por primera vez se registra una disminución en el número de estudiantes inscritos en educación media y superior.
Ninguno de estos problemas es irresoluble, pero no se percibe en el gobierno –y particularmente en el presidente López Obrador– la intención de darles el peso que se merecen. Y esto es presagio de que pueden empeorar.

En la coyuntura, AMLO se mostró molesto ante la insistencia de los medios sobre el tema de los feminicidios, porque él quería hablar de la bendita rifa y salió con un decálogo retórico y repetitivo, que no contenía medida alguna; luego, en la inauguración de instalaciones de la Guardia Nacional, dijo una frase desafortunada: “los delincuentes son seres humanos que merecen nuestro respeto”. Probablemente quiso decir que también los delincuentes tienen derechos humanos, pero tuvo un lapsus. Finalmente, ante el terrible infanticidio de la niña Fátima, echó culpas genéricas y aprovechó para protestar porque las feministas le habían pintarrajeado las puertas de Palacio, días antes.  

La impresión que dio es que no estaba dispuesto a dejar una actitud indolente frente a la creciente presencia del crimen organizado, que le molestaba que la dura realidad le impusiera la agenda, y que tampoco abriga la intención política de comunicarse con la protesta y con los diversos movimientos feministas.

Sigue, en la lógica que comentábamos hace algunas semanas, en el síndrome del gobierno asediado. En la visión del Presidente todo el que lo critica o se opone a su política es un conservador, un agente del neoliberalismo, así se trate de mujeres indignadas por lo poco se hace para protegerlas dentro de una cultura misógina.

En la lógica del asedio, el gobierno se encierra en su cuartel. Y empieza a hablar para sí mismo. “La gente está feliz, feliz”. “No hay malestar social”. “México vive un momento estelar”.

Y desde el cuartel, los porristas de la Comunidad de la Fe lanzan sus invectivas: que las feministas son pagadas por el PAN, que los reporteros que hacen preguntas incómodas sirven a la Mafia del Poder y un largo etcétera. Todo esto, en vez de ponerse a dialogar con la pluralidad social.

Es una paradoja: el hombre que llegó a la Presidencia, entre otras razones, por su cercanía con el pueblo, está aislándose de la realidad cotidiana cada vez más ruda, y optando por vivir en un mundo alternativo, en el que la falta de estrategia para afrontar problemas torales es lo de menos.

En esas condiciones, que equivalen a una ausencia, todo tiende a moverse para peor. Por el lado de la impunidad, por el lado de la desconfianza empresarial a la hora de invertir, por el lado de las dificultades del gobierno para hacerse de más recursos de manera transparente, por el de las instituciones que se requieren para que la sociedad funcione de manera adecuada.

El gobierno tiene a su favor que no existe una oposición organizada digna de ese nombre y ese adjetivo. Que si uno voltea hacia el pasado inmediato de la clase política se topa con nombres como el de Emilio Lozoya o el de Genaro García Luna, que son sólo la punta de sendos icebergs. Eso debería bastarle a AMLO y a Morena para darse cuenta de que tienen un amplio margen para actuar, hacer cosas de verdad, en vez de enconcharse en la retórica y la propaganda. Que hay margen para corregir, en vez de empecinarse en una ruta, que en los temas de la economía y la seguridad ciudadana, no está funcionando. Que las instituciones a las que torpedean son fundamentales para el consenso social y no un botín del cual apropiarse.

Pero no. Tenemos un gobierno al que se le está desgastando el manejo de los símbolos y –con él- su forma de hacer política. Pero no le importa. En ausencia de contrapesos, es una buena receta para que la nación entre en una espiral de la que luego va a ser difícil salir.


Con el golpe en la imaginación

En los años setenta, el cineasta Patricio Guzmán realizó una trilogía documental, La Batalla de Chile, que fue muy popular en los círculos universitarios de ciencias sociales, porque los estudiantes seguían con atención la situación chilena, con todo y su fatal desenlace. La mejor cinta de esa trilogía era la primera, que tenía el subtítulo de La Insurrección de la Burguesía. En fechas recientes, he tenido la fuerte impresión de que Andrés Manuel López Obrador vio esa película, que lo impresionó y que, en realidad, no entendió nada.

Me explico. Esa primera parte de la trilogía aborda sobre todo los esfuerzos de la derecha chilena para ir minando el poder del gobierno de Salvador Allende, en consonancia con los intereses de las grandes empresas transnacionales afectadas y la intervención de Estados Unidos. Se trató de una escalada, en la que a través de huelgas –la de mineros, pero sobre todo la de transportistas- y sabotajes, se fueron generando escasez y zozobra, como precondiciones para el golpe de Estado que derrocaría al presidente socialista elegido democráticamente.

López Obrador, en la versión grandilocuente que tiene de sí mismo, suele compararse abiertamente con mandatarios de la historia que realizaron grandes cambios democráticos. Uno de ellos es Francisco I. Madero, que terminó siendo traicionado y asesinado. Otro es Salvador Allende, que corrió con el mismo destino; un hombre, que según las propias declaraciones del Presidente, hace un par de años, “marcó mi vida”.

A Madero lo recuerda constantemente, y más en estos días en los que se cumple otro aniversario de la Decena Trágica, que acabó con su gobierno y con su vida. De paso, agradeció al Ejército mexicano no ser golpista. Más tarde, aprovechó el asunto de la movilización de Un Día Sin Mujeres para recordarles a las que quieran participar que “no olviden lo que hicieron con las cacerolas antes del golpe de Estado en Chile”.

Esa admiración por Allende, transmutada en identificación, es uno de los elementos que juegan en el síndrome de gobierno asediado con la que López Obrador se ha comportado: todo señalamiento de errores, toda crítica –tanto la constructiva como la mordaz- tiene como objetivo desprestigiarlo a él, a su movimiento y a su gobierno. El objetivo no es otro, no puede ser otro que reinstaurar el neoliberalismo al que él se opone. Por lo tanto no importa de dónde vengan las críticas, sea el EZLN, los padres de niños con cáncer o las feministas: objetivamente se trata de la derecha, de los conservadores, aunque subjetivamente zapatistas, progenitores o mujeres crean que están defendiendo su selva, sus hijos o su dignidad. Si están contra él, alimentan un potencial golpismo.

En el filme de Guzmán hay varias cosas que quedan bien claras. Una es que se trata claramente de lucha de clases, porque el gobierno está intentando establecer el socialismo. Otra, que hay una derecha bien organizada enfrentándose al gobierno: no son barruntos aquí y allá, sino un plan desestabilizador. Una más, que el sabotaje es real, no inventado (y ahí están las enormes tachuelas lanzadas a los caminos durante el paro de transportistas, para ponchar llantas). Finalmente, que la intervención del gobierno estadunidense, en un momento álgido de la Guerra Fría, resulta clave.

Ninguno de esos elementos está presente en el México de hoy. En primer lugar no hay lucha de clases, o está adormecida. El Presidente se reúne con los empresarios para promover una rifa y le va requetebién. Luego va con la CTM y hay porras y matracas. Lo mismo con otras organizaciones similares. Presume un presupuesto superavitario, digno de los Chicago Boys. Le tiene aversión a los impuestos y, pareciera, a la inversión pública. Pisa unos cuantos callos y ya.

Tampoco hay una oposición organizada, ya no digamos la derecha pura y dura. Ni los partidos, ni las organizaciones civiles, ni nada: todos debilísimos. Lo que ha habido son críticas ciudadanas aisladas; algunas en las calles y otras en las redes. La cosa está tan pobre que AMLO ha tenido que hacer crecer el monigote del partido en formación de Felipe Calderón para poder pegarle a algo. Esa oposición con pocas ideas, con diferencias reales entre sí, es incapaz de armar una alternativa de nación, no se diga un plan de desestabilización.

Tal vez en algunos casos podamos hablar de resistencias, pero no de sabotajes. La mayoría de los problemas por los que pasa el gobierno de la 4T son autoinflingidos. Allí están los ejemplos del desabasto de medicinas, de la mala entrega de fertilizantes, del incremento de la inseguridad (pensemos en el operativo de Culiacán), de un sinnúmero de retrasos y omisiones que van generando molestias. Que el Presidente no quiera verlo, y le eche la culpa a las oscuras fuerzas del oscuro neoliberalismo es otro cantar.

Finalmente, la Guerra Fría terminó hace años. El gobierno de Estados Unidos parece bastante contento con el de México. Negoció con éxito el T-MEC, que le parece a Trump mejor que el antiguo TLC. Logró que nuestro país cambiara de actitud hacia la ola migratoria que viene de América Central. No parece interesado, en lo más mínimo, en ponerle piedras políticas al presidente López Obrador.

Por lo mismo, reaccionar de manera tan exaltada ante demandas legítimas, como por ejemplo la de las mujeres que protestan por los feminicidios, sólo se entiende si es alguien que se está saltando el contexto y está suponiendo que hay otra cosa.

En resumen, una cosa es lo que está pasando en el país, y otra, la película que ve AMLO.

miércoles, marzo 11, 2020

Glorias olímpicas: Birgit Fischer



De acuerdo con los medios alemanes, el puesto número 2 entre los deportistas de esa nacionalidad en el siglo XX –sólo detrás de Michael Schumacher- corresponde a una mujer, una gloria del canotaje especializada en kayak: Birgit Fischer. Y eso que todavía le faltaba competir en otros Juegos Olímpicos.

Adelantémonos con unos datos: Fischer participó en seis Juegos Olímpicos, durante un periodo de siete olimpiadas. Fue, a los 18 años la más joven atleta en ganar el oro en canotaje; también, a los 42, fue la más vieja en hacerlo. Es la única en haberlo hecho con 24 años de diferencia entre una y otra victoria. Su palmarés es de 8 medallas de oro y 4 de plata, pero pudo haber sido mayor, de no ser por el boicot de Alemania Democrática a los juegos de Los Ángeles 1984. En Campeonatos Mundiales, ganó la friolera de 28 medallas de oro, 6 de plata y 4 de bronce, en un periodo que va de 1978 a 2005.

Desde los seis años empezó a remar, y luego se desarrolló en un club del ejército de Alemania Democrática, en Postdam. A los 16 años ya fue parte del combinado que ganó oro mundial en los 500 metros del K-4. A los 18, en Moscú 80, obtuvo su primer oro olímpico, en los 500 metros individuales, la carrera más corta del programa. Tendrían que pasar otros ochos años, por el boicot del bloque socialista a las olimpiadas angelinas, para que Birgit volviera a unos Juegos, en Seúl 88. Lo hizo en plan grande. Aunque se conformó con la plata en la prueba individual, se llevó dos oros en el K-2 y K-4. Anunció su retiro, porque esperaba su segundo hijo… pero siguió remando.

Al año siguiente, caería el Muro de Berlín y la RDA desaparecería. Algunos atletas de élite de la Alemania comunista terminarían retirándose prematuramente, toda vez que se puso fin a la política de dopaje de Estado. No fue el caso de Birgit Fischer, quien nunca tuvo problemas con los controles. Regresó a las competencias.

En Barcelona 92, representando a Alemania unificada, Fischer obtuvo de nuevo un oro y una plata. Esta vez, el oro fue en individual y la plata en el K-4.  A partir de entonces, tomó otra decisión, que a muchos puede parecer extraña: decidió ya no tener más entrenador que sí misma. Entrenaba sin grupo y sin coach, decidida a dos cosas: cuidar su estilo de vida, y adaptar su entrenamiento, una y otra vez, a su edad, su momento vital –para dividir bien su tiempo- y el ambiente que la rodeaba. “Fue crucial que nunca practicara el deporte como profesional”, dice.

Así, en Atlanta 96 consiguió otro oro y otra plata, en el K-2 y K-4 respectivamente y en Sydney 2000 se hizo de sendos oros en esas pruebas. En el camino, intentó ser eurodiputada por el Partido Liberal, pero esa fue una de las pocas carreras que perdió.

Tras sus oros en Sydney, Fischer anunció de nuevo que se retiraba. Y se fue a su casa. Un día, el equipo hacía un documental sobre las glorias deportivas alemanas, le pidió que se subiera a un kayak para filmar unas tomas. Birgit lo hizo, y en ese momento decidió que volvería a competir. Quería probarlo todo de nuevo y, sobre todo, quería probarse a sí misma.

A los 42 años, regresaba a los que serían sus últimos Juegos Olímpicos: Atenas 2004. Obtuvo la plata en el K-2 y, en su última carrera, el K-4, las alemanas iban perdiendo ante las húngaras a pocos metros de la meta, pero lograron sobreponerse y ganar por menos de dos décimas de segundo. El octavo oro olímpico de una mujer que, más que escuchar cualquiera instrucción, se escuchaba a sí misma y respetaba a sus compañeras, “porque sin equipo, no ganas”.

miércoles, marzo 04, 2020

Leyendas olímpicas: Hassiba Boulmerka

Competir en unos Juegos Olímpicos es difícil. Lo es mucho más cuando estás amenazada de muerte. Y ganar el oro en esas condiciones es una hazaña que requiere de mucho temple, de mucho carácter y de una fuerza interna que está más allá de los músculos. Es lo que hizo Hassiba Boulmerka.

Nacida en Constantina, una ciudad de Argelia, Hassiba compitió en carreras atléticas desde niña. Fue mejorando sus tiempos y llegó a participar, sin éxito, en los Juegos Olímpicos de Seúl. En 1991, en los Campeonatos Mundiales de Tokio, sorprendió al ganar, en el sprint final, los 1500 metros planos. Fue la primera atleta africana en coronarse en un mundial de atletismo.

Ese éxito le costaría caro. En su país cobraba fuerza el integrismo islámico, representado entonces por el Frente Islámico de Salvación,  que recelaba del nacionalismo laico del gobierno. Uno de sus centros era la ciudad natal de Boulmerka. Al regreso triunfal de la atleta, que fue acogida popularmente como heroína, vino una campaña feroz en su contra. El imam de Constantina declaró que ella no era musulmana porque corría con pantalón corto y se rehusaba a usar el velo. Fue algo que le dolió, porque el islam es su religión, pero también que le enseñó que su victoria no era deportiva, sino también para las mujeres de Argelia. Empezaron las amenazas de muerte, a ella y a su familia, que la obligarían a huir a Europa para entrenar.

En los Juegos Olímpicos de Barcelona fue la atleta más custodiada. Todo el tiempo había servicios de seguridad alrededor de ella, porque se sabía que su vida peligraba. La acompañaban hasta al baño. En esa tensión física y mental tenía que prepararse mentalmente para las competencias. En la final, Boulmerka se le escapó a la rusa Rogacheva para llevarse el primer oro de Argelia en toda la historia. Al llegar, exultante, se sintió liberada. Pensó: “¡Ya gané! ¡Y si me matan será demasiado tarde!”.

Su regreso a Argelia, que ya estaba sumida en guerra civil entre el gobierno y los islamistas, fue muy diferente al del año anterior. Discreto, casi secreto. Su padre había sufrido un infarto y estaba en coma. Hassiba pensó que todo lo que había sucedido terminó por ser una carga enorme para el hombre, que sobrevivió más de dos décadas.

Pero siguió corriendo. Estuvo un tiempo viviendo en Cuba, para evitar a los terroristas. Obtuvo un bronce y un oro en los mundiales de atletismo de 1993 y 1996, pero al año siguiente, en la olimpiada de Atlanta, no alcanzó la final.

Tras su retiro, regresó a Argelia, donde se convirtió en una exitosa mujer de negocios (y la mayoría de los trabajadores de su empresa son mujeres) y en una defensora de los derechos de las mujeres de su país y del mundo, y su integración al mundo del deporte. Es miembro del Comité Olímpico Internacional y recibió el Premio Príncipe de Asturias del Deporte.