El Día de Muertos de 1975 –es decir, hace 40 años-
en una playa de Ostia, cerca de Roma, un joven marginal de 17 años, llamado
Pino Pelosi, asesinó al poeta y cineasta Pier Paolo Pasolini, golpeándolo
primero con un palo y luego haciendo pasar el automóvil del artista sobre su
cuerpo, estallándole el corazón. Se truncó así la carrera de un creador
excepcional.
La efeméride sirve para recordar muchas cosas,
aparte de la obra del polígrafo fallecido. Algunas de ellas tienen que ver con
la capacidad de Pasolini para ver más allá, y de cierto modo adelantar el
futuro que venía (cuando menos, las peores partes de ese futuro).
En octubre de ese año había ocurrido en Italia una
tragedia que los diarios de la época narraron con fascinación y horror y que
fue conocida como “El Crimen del Circeo”: dos jóvenes de barriada romana fueron
violadas y torturadas por tres jóvenes fascistas de clase alta. El asunto se
supo porque una de las chicas, que los niños ricos habían creído muerta, pudo
gemir para pedir ayuda desde la cajuela en la que estaba encerrada, junto al
cuerpo inerte de su compañera. La policía rescató a la muchacha y capturó a los
asesinos, que regresaban despreocupadamente hacia el auto, después de cenar
unas pizzas.
La importancia del suceso reclamaba grandes plumas,
como la de Italo Calvino, que hablaba de la facilidad con la que los jóvenes
ricos de derecha podían pasar, con la certeza de su impunidad, de las bravatas
de café a las golpizas a la salida de la escuela, a las carnicerías en las
casas de fin de semana. Pier Paolo Pasolini respondió a Calvino, criticándolo
por facilón, diciendo que pretendía fijar la inferioridad humana del “enemigo”,
que el fascismo antiguo que Calvino anatemizaba era menos peligroso que el
fascismo “de genocidio cultural” de la TV y que la violencia no era exclusiva
de los frutos podridos de la burguesía, porque esa misma violencia la podían
ejercer –y de hecho la ejercían cotidianamente- los pobres de barriada.
Dos días después de publicado el artículo-respuesta
de Pasolini, moriría precisamente a manos de un pobre de barriada. De una
manera sorprendente, con su propia muerte, ganaba el debate. La violencia no es
exclusiva de una ideología o de un grupo social: es una enfermedad social
generalizada que hay que combatir.
Pasolini veía en el proceso de “genocidio cultural”
ligado al consumismo una reserva de violencia ciega, no solamente asocial y ni
siquiera política, sino una vía de destrucción de todo lo que no es superfluo.
Para él, la sociedad de consumo que se desarrollaba era
un nuevo totalitarismo, que hacía a todos renegar de sus modelos culturales, de
su diversidad, para homogeneizarse en un “hedonismo neo-laico” ajeno a los
valores humanos. Preveía una sociedad en la que las diferentes maneras de ser
persona eran paulatinamente desprovistas de realidad. Preveía el dominio de la
sociedad de la imagen, que llevaría a la mercantilización de todos o casi todos
los aspectos de la vida cotidiana. Mercantilización en el sentido de
convertirnos nosotros mismos en mercancía.
A esta sociedad de consumo corresponde una
democracia “descaradamente formal”. El formalismo democrático se presenta sin
pudor alguno, ni siquiera esconde la esencia de convertir también a los
electores en mercancía.
Contra esta visión, Pasolini oponía –algunos dicen
que de manera bucólica- el mejoramiento de los derechos reales y concretos de
las personas en su diversidad, el combate a la desigualdad, la salvaguardia de
la salud, del trabajo, de los bienes artísticos y urbanos de todos.
Si vemos el mundo de hoy, encontraremos esa
violencia difusa, ciega –al menos en apariencia-, que suele no tener siquiera
asidero en ideologías (o sólo en el “neutro” dinero). Encontramos también que,
al culto superficial a la diversidad corresponde un culto todavía mayor a las
fuerzas que nos homogeneízan, y eso deriva en crecientes dificultades para la
organización social.
En las naciones más desarrolladas aparece con cada
vez mayor claridad la existencia de múltiples soledades adyacentes, cada una
conectada a la red, pero con escasa capacidad para armar redes verdaderas,
capaces de cambio. Lo mismo sucede, en la réplica, el eco tercermundista de las
naciones emergentes. El reino de la videoesfera, mucho más allá de la TV que
Pasolini temía.
También la política ha caído víctima del marketing. En
la agenda ya no está el convencer, sino el seducir. Las ideas se reducen a
spots de pocos segundos. Y la ideología –a la que tampoco quería mucho
Pasolini- ha sido desplazada por la creatividad de los publicistas. La retórica
y su hermano el conformismo guían ese camino.
¿El resultado? Una sociedad débil, con dificultades
para cambiar en serio: para (re)organizarse de manera integral, que es la única
manera de salvarse. Y en esa reorganización el centro está, según el poeta y
cineasta, en entender los derechos del otro.
Y para los que dudan de que Pasolini haya sido un profeta, el siguiente poema, que tituló, precisamente,
“Profecía”:
“Alí de los Ojos Azules
uno de los tantos hijos de hijos
Descenderá de Argel, en veleros
y barcos de remos. Con él
estarán miles de hombres
Con los cuerpecitos y los ojos
de perro pobre de sus padres
en barcos encallados en los Reinos del Hambre, traerán consigo a los niños y el pan y el queso, en los papeles amarillos del Lunes de Pascua. Traerán las abuelas y los burros en trirremes robados en los puertos coloniales.
Desembarcarán en Crotone o en Palmi,
por millones, vestidos de harapos,
asiáticos, y de camisas americanas…”
(Ahí lo dejo, mejor, porque en el poema profético “destruirán Roma”).
Hace 40 años mataron a Pasolini, con martirio y todo. Como a todo buen aspirante a Mesías.
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