Hace unos días acabé de leer En el poder y en la enfermedad, un libro escrito por David Owen, médico neurólogo y psiquiatra, fundador del Partido Socialdemócrata británico y ex ministro de Salud y de Relaciones Exteriores del Reino Unido. El libro terminó por estar muy ligado, por un extraño camino, a los recientes ataques terroristas en París.
Owen analiza los efectos que tienen diversas
enfermedades y su tratamiento en la toma de decisiones de parte de los líderes
políticos. Su conclusión central, sobre la que da interesantes ejemplos, es que
un político enfermo –de ciertos males- suele tomar peores decisiones que uno
sano, con consecuencias enormes.
Hay un tipo
de enfermedad, un síndrome, que resulta particularmente dañino para los
políticos, según el autor. Es la hibris. Sus características principales son el
orgullo exagerado y la soberbia, que llevan a una desmesura en las acciones. La
persona pierde la perspectiva de la realidad, ve sólo lo que desea ver y, en
consecuencia, toma decisiones equivocadas, que lo llevan al desastre (y
también, sí es un líder, a sus seguidores).
Quien actúa bajo este síndrome no presta atención a
la información, no mantiene la mente y el juicio abiertos, suele persistir en
políticas inviables o contraproducentes y se niega a sacar provecho de la
experiencia (porque significaría admitir un error).
¿Cómo se identifica la hibris? Owen señala algunos
síntomas: inclinación a ver el mundo como escenario; preocupación desproporcionada
por la imagen; una forma mesiánica al hablar; identificación de sí mismos con
el Estado, la nación o el pueblo; tendencia a usar el plural mayestático
(“nosotros”, en vez de “yo”); excesiva confianza en su propio juicio; exagerada
creencia en lo que pueden conseguir personalmente; la creencia de ser
responsables no ante el tribunal terrenal, sino ante Dios o la Historia;
tendencia a permitir que su “visión amplia” haga innecesario considerar los
detalles prácticos, los costos y el resultado final; inquietud, temeridad, impulsividad;
una obstinada negativa a cambiar de rumbo…
En otras palabras, tiene síndrome de Hibris el
político que pierde el piso. Lo grave es que termina generando incompetencia y
problemas posteriores, a menudo más graves que los originales.
Antes de que, a partir de los síntomas evidentes,
nos pongamos a calificar a todo tipo de personajes políticos, debo señalar que
los dos ejemplos más notables que señala Owen son George W. Bush y Tony Blair,
en relación con la invasión de Irak y el derrocamiento de Saddam Husein.
Los problemas empezaron antes. Owen comenta que,
“aun cuando la invasión de Afganistán estaba justificada”, los problemas de
largo plazo del control del país “fueron burdamente menospreciados”. Bush, al centrarse en la guerra y no ver las
consecuencias de sus acciones, evidenció que padecía la hibris.
En el caso iraquí, la cosa fue todavía peor. Se
aceleró la invasión en medio de una incapacidad total para planificar la
posguerra. A todas las advertencias de que la ocupación de Irak conduciría
necesariamente a un ejercicio de construcción nacional prolongado, costoso y
con presencia de tropas, se les ninguneó totalmente.
Owen cita a un ex agente de la CIA: “Estaba fuera de
duda que llegaríamos a Bagdad en un abrir y cerrar de ojos. Más nos hubiera
valido tener un plan para cuando llegáramos. Pero no teníamos nada excepto
cuatro páginas de Power Point. Fue una arrogancia…”.
En otras palabras, el vago plan que tenían tras el
derrocamiento de Husein chocó, de manera dramática, con la realidad. Dejaron
que empezaran los saqueos y la anarquía. Y, en contra de la opinión de los
expertos, ejecutaron una disolución sin orden de las fuerzas armadas iraquíes y
del partido Baaz (“al anochecer habrá empujado usted a la clandestinidad de
30,000 a 50,000 baazistas”, advirtieron). Finalmente, tanto Bush como Blair
desoyeron las advertencias que decían que era necesario mantener una fuerza de
ocupación numerosa por cierto tiempo: esa era una recomendación que ningún
político que lucha por votos quiere escuchar.
Ninguno de los gobiernos post-Husein ha podido
controlar todo el territorio de Irak. Y, después de la invasión, ha muerto casi
un millón de civiles en ese país.
Para agosto de 2007, se reveló que el Pentágono no
podía rendir cuentas de 11 mil fusiles de asalto AK-47 y 80 mil pistolas,
supuestamente suministrados a las fuerzas de seguridad iraquíes. “Pocos
dudaron” –escribe Owen- “que las armas suministradas por Estados Unidos estaban
nutriendo a la insurgencia, abrumadoramente compuesta por suníes iraquíes. Los
combatientes extranjeros integrados en ella procedían sobre todo de Arabia
Saudí…”.
Ese es, precisamente, el caldo de cultivo en el que
se gestó el Estado Islámico.
Ahora que esta excrecencia de las malas decisiones
ha crecido, y amenaza con convertirse en metástasis mundial, es necesario
extirparla. Es necesario destruir esa organización. Los hechos de París no
hacen sino reiterarlo.
Pero lo peor que podrían hacer los líderes del mundo
democrático es contagiarse de la hibris y apostar, como en su momento lo
hicieron Bush y Blair, por un arrasamiento militar sin tener claro qué es lo
que sigue. Si se confían en su fuerza superior y menosprecian tanto los costos
como el significado del “después” en una zona del mundo tan compleja, nos
hundiremos en una espiral infernal.
La diferencia entre el Estado Islámico y el mundo
que lo combate debe ser, en primer lugar, que haya un poco de cordura de este
lado. La cordura no se riñe con la fuerza ni con la decisión.
Que la hibris sea de ellos, y sólo de ellos. Porque
entonces, dirán los griegos antiguos, significa que ellos serán los castigados
por los Dioses.
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