A lo largo de los últimos meses, en varias ocasiones he abordado temas económicos en mi columna de Crónica. Hay en ellas una suerte de leit-motiv: la preocupación por la escasa dinámica de la economía mexicana, tanto en términos de su bajo crecimiento como de su mala distribución del ingreso, aderezada por una preocupación tal vez mayor: la que deriva de la terca ortodoxia de quienes conducen la política económica. Quisiera que hubiera lugar para el sentido común, pero tal vez yo también soy muy terco por insistir en ello.
Aquí, una selección de cuatro artículos al respecto.
La pobreza y el dinosaurio
Hay muchas maneras de leer el importante informe
sobre medición de la pobreza 2014, presentado recientemente por el Coneval.
Creo que la mejor es hacerlo sin aspavientos, pero con el realismo necesario
para entender la gravedad de la situación.
El primer dato duro es el aumento en el número de
pobres en el país, tanto en números absolutos como en porcentaje de la
población. Es un indicador de que el crecimiento económico ha sido claramente
insuficiente para disminuir un problema estructural. Pasan las décadas y la
pobreza, como el dinosaurio de Monterroso, todavía está aquí.
En términos de pobreza por ingresos, estamos como
cuando se empezó a medir, en 1992. Hace 23 años, el 53.1% de la población tenía
ingresos por debajo de la línea de bienestar; el año pasado, el porcentaje era
de 53.2%. Tantas vueltas para llegar al
mismo lugar. Y, en términos de combate a la pobreza, otra generación perdida.
Al mismo tiempo, en estas dos décadas han descendido
casi todas las otras carencias sociales medidas en Censos Nacionales o en la
Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos de los Hogares (ENIGH): hay menos rezago
educativo, mayor acceso a la seguridad social, mejores servicios y espacios de
vivienda y mucho mayor acceso a los servicios de salud. Está estancando el
problema de acceso a la alimentación, aunque allí quizás haya un problema de
medición.
¿Qué significa esto? Que una serie de servicios
ofrecidos por el Estado y una política de subsidios focalizados han paliado
parcialmente un problema que sería dramáticamente mayor si nos hubiéramos
atenido al puro comportamiento de la dinámica económica.
El informe del Coneval distingue con toda claridad los
dos efectos en el periodo 2012-2014, correspondiente, grosso modo, a los primeros años de la administración Peña Nieto. La
caída en los ingresos reales de las personas explica todo el aumento de la
pobreza, que sería aún mayor si no existiera el efecto de las transferencias
gubernamentales.
En otras palabras, si no hubiera caído el ingreso,
el porcentaje de pobres hubiera bajado al 44.8% y, si no hubiera habido
transferencias gubernamentales, la población en situación de pobreza sería de
48.3%, y tendríamos casi 12 % de pobres extremos.
Esto nos dice que el problema mayor no está en la insuficiencia de las políticas de desarrollo social, sino en la política de ingresos de las personas. En la política salarial del sector formal, que es el determinante principal de la estructura de ingresos familiares.
El otro elemento crucial para la pobreza –directamente ligado al anterior- es la política de empleo y de oportunidades de inversión. Allí donde se crean empleos formales y crece el mercado interno, la pobreza –y, en particular, la pobreza extrema- tiende a mitigarse.
Parece una verdad de Perogrullo, pero Perogrullo no era economista. Y creo que político tampoco.
Si consideramos que el mercado interno es
secundario, y que lo importante es que la economía sea competitiva en el
exterior, y para ello castigamos los salarios (competimos epidérmicamente, a
través de la baratura de la mano de obra), el resultado, año tras año, lustro
tras lustro, será el mismo: media población sumida en la pobreza. No hay salida
cuando más de la mitad de los mexicanos tienen un ingreso per cápita mensual
inferior a los 2 mil 600 pesos.
La respuesta de fondo, entonces, no está en las políticas sociales –que son lucidoras, pero suelen ser paliativos-, sino en la política integral de desarrollo, que debe incluir, por fuerza, a todos los sectores sociales, pero que inicia desde los conceptos centrales de política económica: la elaboración del presupuesto en primer lugar, pero también los programas de apoyo, la política fiscal, la laboral, la regulatoria.
Allí es donde el dinosaurio sienta sus reales. Predomina una lógica que no es de austeridad republicana –de redefinición de prioridades y supresión de gastos innecesarios-, sino de ortodoxia de los recortes, en aras del fetiche de algunas variables que supuestamente son la llave de la estabilidad macroeconómica.
Existe el fundado temor que, ante los evidentes
problemas que presenta el contexto económico internacional, sobrevenga una
reacción propia del pleistoceno y se privilegien medidas que fracasaron hace
tres décadas y con más razón fracasarán en el futuro próximo.
El informe del Coneval debería entenderse como un
aldabonazo en las conciencias de quienes hacen política económica en este país
para no caer en esa tentación. Hay que hacer un ajuste sensato. No basta con
apretarse el cinturón, porque existe el riesgo de que se lleve hasta los magros
avances en el combate a las carencias sociales.
Es insensato festinar los resultados en el combate a la pobreza extrema –que los hay-, sin ver que la coyuntura nos dice que la situación puede empeorar, y que puede ser masiva. Más aún, atribuir esos resultados a reformas que todavía no tienen efectos.
Finalmente, un comentario sobre la evolución de los
ingresos por decil. En la lógica del vaso medio lleno, se hace hincapié en que
el decil I –que agrupa al 10% más pobre- fue el único que vio crecer sus
ingresos reales en el bienio analizado. En la del vaso medio vacío, llama la
atención que los deciles más afectados hayan sido los que van del VI al IX: las
clases medias y trabajadoras que están entrando en el tobogán que las lleva
directo a la pobreza.
Así no llegamos a ningún lado bueno. Razón de más
para dar un golpe de timón en la política salarial.
Para defender la democracia, defender la economía
Si algo hay que agradecerle a José Woldenberg es la
claridad con la que expone sus puntos de vista. Podemos o no estar de acuerdo
con el diagnóstico que hace de la transición democrática, pero sin duda sabemos
lo que dice y lo que piensa. La conversación que sostuvo en Crónica, en la que explica las tesis
principales de su nuevo libro, no es la excepción.
Retomaré en esta columna dos de las cuestiones más
importantes comentadas por Woldenberg, dejando de lado el debate sobre el
carácter inacabado o no de nuestra transición democrática y subrayando el hecho
de que los problemas torales de nuestra democracia no están en el mundo de lo
electoral.
La primera cuestión es el déficit social y económico
de la democracia mexicana. La segunda, el déficit de ciudadanía, que se refleja
en una incomprensión profunda de los cambios llevados a cabo hasta la fecha.
Es cierto que entre las expectativas sociales que se
generaron en torno a la democracia había algunas desmedidas. Pedirle a la
democracia cosas que ésta no da, de por sí. Pero también es un hecho que, de
manera análoga a como los años de crecimiento generaron un consenso pasivo
respecto al autoritarismo de entonces, los años de estancamiento están
generando un desencanto –pasivo, por ahora- respecto a la democracia de hoy.
Efectivamente, el discurso común a los jóvenes, en
las generaciones de antes, era que los regímenes emanados de la Revolución habían
conseguido paz y crecimiento, que había movilidad social y que el progreso era
inevitable. Ahora uno tiene que andar
insistiendo en que el país en que vivíamos sí había crecimiento y empleo, pero
que no había las libertades que hoy gozamos, que se predicaba el unanimismo
forzoso y que hoy existen contrapesos ante el poder político que en aquel
entonces eran inimaginables. Pero uno sabe que su propio discurso no puede ser
recibido con claridad cuando las expectativas de las nuevas generaciones se ven
nubladas por la situación económica, de casi nulo crecimiento y social, de
creación de compartimentos estancos, que dificulta la movilidad social y
perpetúa la desigualdad y la pobreza.
¿Qué significa esto? Que para defender a la
democracia mexicana hay que trabajar por mejorar la economía mexicana: hacerla
más dinámica y más redistributiva. Si las fuerzas democráticas del país,
claramente mayoritarias, no se esfuerzan en ello, será el turno para las que
tienden al autoritarismo, sea institucionalizado o caudillista, que tendrán en
el malestar social un buen caldo de cultivo para su demagogia.
Esto nos lleva necesariamente a los problemas
económicos de coyuntura, señaladamente el fiscal-presupuestal: si no se generan
condiciones para que aumente la inversión, la mala economía seguirá trabajando
en la erosión de la democracia. Y si no hay un mercado interno lo
suficientemente dinámico, hay que dinamizarlo.
La inversión privada aumentará en cuanto haya
demanda interna (aunque muchos en la IP digan que aumentará en cuando les
quiten impuestos y se homologue el IVA)… o en cuanto Estados Unidos crezca a
tasas a las que no va a crecer en muchos años. La inversión pública estratégica
puede ayudar a detonar esa demanda: actualmente está a niveles reales de 1946,
cuando este país era mucho más pequeño y pobre. Mal haríamos en jugar a
empequeñecernos.
(Ah, y por supuesto, hacer como que crecemos, como que creamos empleos y como que no es necesario un cambio estructural, nada más sirve para chuparnos el dedo).
El otro tema es igual de grave: el déficit de
ciudadanía. Ha habido actores políticos que han insistido en que México sólo es
democrático cuando ellos ganan. Subsiste una cultura que rechaza la política
aún en su sentido más noble: cuando es capaz de poner de acuerdo, en un punto
intermedio, a quienes piensan diferente. Existe la tendencia en los medios a
cebarse en los escándalos, en las fallas más clamorosas del sistema, pero no
para acabar con los primeros y mejorar el segundo, sino para sacar raja
política o comercial de ello. Se mantiene la idea popular de que una ley es
buena si se aplica en los bueyes de mi compadre, pero no en mí ni los míos. También
persiste el concepto, heredado de los tiempos predemocráticos, de que el
Presidente es todopoderoso.
Este humus cultural reacio a la democracia también
tiene que ser considerado como problema. Y es válido identificar a quienes son
sus mayores portavoces, porque suelen ser personajes o grupos de interés
verdaderamente interesados en que la población no se apropie de la transición
democrática. Que no la haga suya para que ellos puedan presentarse como los
salvadores (del pueblo bueno, de la gobernabilidad, del orden público,
etcétera).
Al mismo tiempo, es necesario para quienes
trabajamos en los medios, ser capaces de subrayar lo bueno, lo conseguido, sin
dejar de tener una visión crítica y propositiva de la realidad. El morbo y el escándalo
pueden ser entretenidos y rentables, pero pocas veces dejan una buena cosecha
social.
Se trata, en ambos casos, de un asunto de
distribución del poder. Si la economía no crece y el empleo escasea, el poder
se distribuye de una manera muy distinta a cuando la economía es dinámica y hay
ofertas de empleo: hay menos oportunidad de explotación y expoliación. Si la
gente se asume en democracia, es más capaz de ejercer sus derechos y luchar por
ellos, en vez de andar dependiendo de la buena voluntad de gobernantes-tlatoani…
o desconfiando de todo y de todos (que es la receta para acabar con la cohesión
social).
Un mito (y un mitote)
Para algunos cascarrabias como quien esto escribe,
es complicado convivir con algunos mitos persistentes, que los hay de todos
colores y en todas las áreas de la vida. Suelen generar sofismas de lo más
molestos. Comentaré uno de los más insistentes en los meses recientes: la
inminente subida de las tasas de interés en Estados Unidos.
Si uno se pone a revisar los comentarios de los
sesudos analistas financieros, se encontrará que, en todo momento, la mayoría de ellos supone que un alza en las
tasas de interés está por venir.
Llevamos más de un año siendo torturados, como el
personaje del cuento de Allan Poe, El
Pozo y el Péndulo, con la idea de que, en cualquier momento (es decir, el
mes próximo), la Reserva Federal de Estados Unidos va a incrementar las tasas
de interés y, con ello, obligar a las autoridades mexicanas a hacer lo propio
para evitar una salida importante de capitales –pero generar un frenón
adicional al crecimiento económico del país, ya de por sí lento.
Durante todo este año, la idea peregrina de que la
Fed subiera las tasas no resistía el más mínimo análisis. Me explico: la
autoridad monetaria sube las tasas de interés cuando una economía está
sobrecalentada: es decir, cuando crece en exceso y genera posibilidades de
inflación. Las reduce, si la economía se encuentra contraída, con capital
excedente y demanda débil.
La Fed difícilmente puede bajar la tasa de interés,
porque está en un nivel históricamente bajo. Desde 2009, la Fed aplica un
intervalo que va del 0 al 0.25 por ciento. Esto se debe a que la economía de
Estados Unidos, a partir de la crisis desatada por los fondos de inversión con
instrumentos chatarra, ha crecido a tasas muy reducidas. Se le ha debido
inyectar liquidez para que pueda funcionar razonablemente.
En esas condiciones de respiración asistida, las
tasas trimestrales de crecimiento económico de EU han sido muy variables en los
últimos años. A un trimestre de recuperación suele seguirle otro con resultados
amargos (en el primero de 2014, por ejemplo, hubo incluso decrecimiento; y en
el primero de 2015 la economía de EU creció a ritmo de sólo 0.6 por ciento
anual). En otras palabras, no hay signos de una recuperación sostenida (y
subrayo el adjetivo: sostenida).
A diferencia del Banco de México, al que –de una
manera miope, derivada del trauma de la hiperinflación en tiempos de Miguel De
la Madrid- le han asignado exclusivamente un papel antiinflacionario, la Fed
tiene entre sus tareas, “maximizar el empleo” y “lograr unos tipos de interés
de largo plazo moderados”.
Pues bien, a pesar de eso, cuando la economía crece
al 4 por ciento, los expertos pronostican alza en las tasas de interés… pero
igual lo hacen cuando va al 1.9, el 0.5
o el -0.9 por ciento.
En otras palabras, no hay un razonamiento detrás del
pronóstico, sino un juego perverso. Dicen que va a subir porque no puede bajar:
cuando la Fed se decida y acepte un aumento mínimo, dirán: “Tal y como
pronosticamos…”, sin explicar por qué fallaron más de un año en la fecha.
En algunos medios masivos mexicanos la cosa está
peor. He escuchado “analistas” que dicen que, porque la economía china está en
problemas y porque no ha bajado el desempleo estadunidense, EU subirá las tasas
de interés. No amiguitos charlatanes, es al revés: si la economía mundial crece
demasiado rápido, entonces es cuando aumentan los intereses.
Lo ridículo del caso (y ahí es cuando hago
entripado) es que el mero efecto de los magos de Oz –porque son más falsos que
el de la película- afecta en realidad a
los mercados, generando una expectativa que no por falsa deja de ser
influyente.
Vaya, hasta el gobierno federal cayó en este pánico,
con ajustes precautorios. Y desde las altas oficinas de Hacienda y del Banco de
México se habla del famoso aumento de las tasas de interés como un hecho
(incluso hubo un alto funcionario cuyas siglas son LV que habló del aumento en
tiempo pasado, como si ya hubiera ocurrido).
¿Cuándo aumentará la Fed su tasa de referencia?
Cuando haya la percepción mayoritaria de que el crecimiento económico de EU es
sostenido y en aceleración, sin que haya nubarrones económicos serios en otras
áreas importantes de la economía mundial: es decir, en China, Japón y la Unión
Europea. En mi lógica, eso no se sabrá hasta que aparezcan los datos
preliminares del último trimestre del año.
Lo peor del caso es que, efectivamente, cuando la
Fed suba su tasa de referencia, habrá una notable salida de capitales desde los
mercados emergentes. Una sobrerreacción. Un mitote.
Cuando llegue ese momento, México hará un intento
heroico por demostrar que es diferente a algunos emergentes consentidos de
antaño (Brasil, Rusia, Sudáfrica, China), subrayará sus fortalezas
macroeconómicas, su correcto manejo financiero, su inflación dominada, sus
reformas recientes. Pero no servirá de nada: está en el paquete de los países
emergentes, y como tal se le tratará (mal).
Eso nos pasa, a México y al mundo, por prestar
nuestros valiosos oídos a los charlatanes.
"No hay más ruta que la nuestra"
La aprobación de la miscelánea fiscal para 2016 y
del dictamen de amortización de deuda pública nos dicen, en términos políticos,
que en economía el gobierno federal ha hecho suyo el lema de los muralistas:
“No hay más ruta que la nuestra”. Y, en términos económicos, que toda
estabilidad, así sea la del estancamiento con carencias acumuladas, es
preferible a tomar riesgos.
En el primer caso, hay varios elementos que tienen
lógica, y están relaciones con dos tipos de deducciones: el de inversión
inmediata en capital fijo nuevo y el de las personas que tienen incapacidad
laboral. Junto con ellos, está el
aumento de la deducibilidad para personas físicas, que tiene escaso impacto
negativo pero es ganador entre las clases medias. Pero hay un tercero que no
tiene razón: la disminución a la mitad del
IEPS a las bebidas adicionadas de azúcar.
De esto último, no puede pensarse sino en que el
peso de los intereses de poderosos grupos empresariales pudo más que los
argumentos científicos de la Secretaría de Salud. El efecto del impuesto se
había ya reflejado, si bien de manera marginal, en los hábitos de consumo.
Ahora habrá más dificultades para detener la epidemia de obesidad. A la menor
recaudación habrá que sumar, en años próximos, el mayor gasto en salud.
Más grave todavía resulta la decisión de que los
remanentes de operación del Banco de México se canalicen, en un 70 por ciento,
al pago anticipado de la deuda pública. El 30 por ciento restante queda en el
Fondo de Estabilización de los Ingresos Presupuestarios.
Los remanentes del Banco de México se registran
debido a la apreciación del dólar frente al peso. Normalmente se dedicaban a
obras de infraestructura (inversión que genera empleo).
¿Qué hay detrás de esa medida, que fue rechazada por
la oposición? Mucha ideología y poco sentido común.
El sentido común te dice que, si viene un año de
vacas flacas, como el que se espera, racionalices tu gasto y fijes tus
prioridades. Entre éstas no pueden estar los pagos anticipados: quitas dinero
que se puede gastar en rubros fundamentales (pensemos, en nuestro caso, en el
gasto social o en la inversión pública, que podría apuntalar la débil economía
nacional).
Pero la ideología dice que se generará ese imponderable
llamado confianza si se reducen las obligaciones del sector público. La
ideología dice que toda deuda es anatema y todo déficit es condenable.
El sentido común dice que el pago de deudas se puede
adelantar cuando sobra un poco de liquidez y que no hay que generar grandes
déficits: sólo aquellos que sean cómodamente financiables (como una tarjeta de
servicios, por dar un ejemplo de finanzas personales). Aquí estamos en otro
reino.
Pero la decisión de más fondo es la que va a darse en torno al Presupuesto de Egresos de la Federación, que es la siguiente discusión en el orden del día.
Si se aprueba tal y como ha sido presentado,
generará condiciones de estabilidad macroeconómica acompañada de tasas de
crecimiento ínfimas y de una red de protección social cada vez más tenue, casi
de ala de mosca. Condiciones que durarán más que el año sobre el que se debate
el presupuesto. Mucho más.
No hay, en el presupuesto presentado, una estrategia
(o mejor dicho, un conjunto de estrategias) dirigidas a disminuir la pobreza de
raíz, a través de mejoras productivas y mayores salarios. Hay, sí, un gasto
social dirigido a paliarla: a permitir que las cosas siguen como están (en vez
de empeorar, que es lo que dictaría el puro mercado).
Se trata, entonces, de un presupuesto con visión
restringida, que no ve que un factor clave de la cohesión social en el país es
la reducción de sus grandes desigualdades. Apuesta a la inercia que nos ha
llevado a la polarización en los últimos años. Es miope.
México ha tenido durante los últimos lustros un
crecimiento económico bajo debido a la debilidad estructural del consumo. El
porcentaje de la inversión como promedio del PIB es muy bajo (y no hablemos de
la inversión pública, a niveles de hace 7 décadas). Si no hay un impulso a la
inversión –y sabemos que la pública genera condiciones para que se implante la
privada-, no habrá manera de crecer ordenadamente en el futuro.
Esto parece no importar. Hay un aferramiento a los
conceptos que ya se demostraron fallidos en otras partes del mundo. Ganas de
complacer a (una parte de) los capitales, cuando a la mayor parte de las
empresas productivas –que verán sus pagos atrasados y terminarán financiándose
vía proveedores- les hacen la vida imposible. “No hay más ruta que la nuestra”.
En esa ruta, México seguirá creciendo a tasas
mediocres, con las empresas jineteándose obligatoriamente las unas a las otras,
los salarios en el suelo y el subempleo –más informal que formal, a pesar de
los esfuerzos- como expectativa de vida de las mayorías.
¿Es eso lo que queremos? ¿De verdad no hay otra ruta
fiscal y socialmente responsable?
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