jueves, septiembre 24, 2015

Biopics: Viajes, varicela, diferencias futbolísticas y una cura mágica



Durante esa estancia en Italia nos dimos tiempo algunos fines de semana, a partir de marzo, para conocer algunas ciudades cercanas que no había visitado. Fuimos a Parma, un domingo, y la ciudad me decepcionó un poquito: la idea de que había sido sede de la corte de Josefina Bonaparte y su tradición operística me la hacían imaginar más grandiosa. En cambio, la que me sorprendió gratamente fue Ferrara: su Centro Histórico, muy bien trazado alrededor de un castillo medieval, tiene una gran cantidad de edificios góticos, que hacen buena combinación con otros del renacimiento y de los siglos XVII y XVIII (y uno que suele preocuparse por la profusión de estilos en las ciudades americanas). Se percibía como muy habitable y además era limpísima (a diferencia de Parma).

Repetimos el viaje a San Marino de ocho años atrás, y nos volvió a parecer un lugar muy atractivo. Lo malo fue que en la autopista me multaron por hacer algo que en México sí está permitido, que nos vimos con muy poca liquidez y que tuvimos que regresar por la Via Emilia, a vuelta de rueda y con el tanque de gasolina a punto de fenecer.

Esas vueltas ayudaron un poco a paliar el hecho de que, cuando por fin terminó el invierno, a Raymundo le dio varicela y Camilo se contagió con el tiempo exacto para tener él que estar encerrado en el preciso momento en el que su hermano mayor ya podía salir.

Rayo había aprendido a andar en bici, con la ayuda de don Nino –y un poquito mía- dando vueltas en el cortile de la casa que habitábamos. En primavera nos íbamos los dos a rolar en bicla por la ciudad: lo más padre era cuando llegábamos al viejo autódromo –que estaba todavía en proceso de convertirse en parque- y nos echábamos tremendas carreras por la pista en la que alguna vez corrieron los Fórmula Uno.

Hablando de Fórmula Uno, una de las primeras palabras que Camilo pronunció fue “rari”: la decía cada que pasábamos frente a la tienda de autos Ferrari, a pocas cuadras de la casa. En esos meses, el pequeño no sabía qué idioma hablar: algunas palabritas, pocas, las decía en español, pero al juguete le decía “gioc” y a los perros “cane”. Meses después, de regreso a México se dio cuenta de que el español era el idioma y se soltó como perico. Raymundo, en cambio, pasó rápidamente al italiano, que acabó hablando como nativo, antes de que se le olvidara. Ya llegaba a tener problemas con el español, porque pensaba en la lengua del Dante: un día me dijo “segundo mí” en vez de “según yo”.


Un futbol infantil diferente

El Rayo entró casi desde el principio de nuestra estancia a jugar futbol organizado. Lo hizo en el Polisportivo San Faustino. Tenía menos edad que sus compañeritos –jugó hasta contra nacidos en 1978, tres años mayores-, pero a su favor la experiencia de Pumitas. Los primeros meses tenían que entrenar en el gimnasio, por el frío exterior. Luego tampoco podían salir porque había una niebla que impedía ver más allá de dos metros. Al mejorar el clima, salieron a la cancha, que era notablemente más grande que las de Pumitas.

Noté muchísimas diferencias futbolístico-culturales entre Italia y México. Una es que a los monitores les pagaban muy bien y sabían algo más que fucho. Un día, tras un entrenamiento, se me acerca el monitor y pregunta qué cenaba Raymundo. Le contesté que un pedazo de pizza o un sándwich. Me dijo que notaba que tenía exceso de proteínas y que eso afectaba su condición física y explicó que el lunch que les daban en la escuela era completo. Que cenara, si acaso, una fruta. Rápidamente se convirtió en uno de los pequeños futbolistas más resistentes.

Otra diferencia era el parado en la cancha. En Pumitas, a los más hábiles los ponían en la delantera y a los más grandes en la defensa. En Italia, la cosa se armaba al revés: los más hábiles estaban en la defensa central y como armadores de media cancha; los grandes, en la contención y de centro-delanteros. Eso se reflejaba en los marcadores: en Pumitas no era descabellado un 8-5. En Italia, la norma era 1-0 (aunque llegó a haber un 5-4). A ello contribuía que, en los entrenamientos, el equipo que recibía un gol era forzado a hacer lagartijas de penitencia hasta que el monitor decidía que era suficiente. Otra característica, en Italia se enojaban si el chico se ponía a regatear, lo importante era pasar la bola al hueco o al botín. En México, el regate era aplaudidísimo.

Lo más importante. Al término de un juego, en Pumitas el papá mexicano solía preguntar: “¿Cuántos goles metiste?”. El italiano, en cambio: “¿Ganaron?”.

Rayo jugó en el poderoso equipo Danimarca, como extremo derecho. Alguna vez que su equipo ganó con un par de goles suyos, los rivales dijeron para justificarse: “¡Es que ustedes tienen al importado!”


Una curación mágica

Patricia siempre tuvo obsesión con las alergias, tal vez porque ella tenía muchas. Había llegado a la conclusión de que Camilo era intolerante a la lactosa, y era una friega andar comprando una solución carísima con base de soya. Hasta que un día, mi amigo Claudio Francia le dijo que esa intolerancia se curaba muy fácil: que el niño comiera todas las noches un buen pedazo de queso Grana Padano. Muy quitado de la pena, al instante cortó con un cuchillo la forma y le dio el queso al pequeñín, que lo consumió gustoso, sin ningún contratiempo. A la semana, ya tomaba leche normal.

Mi alivio fue tal que nunca le dije a Patricia que Claudio afirmaba también que el queso Grana Padano curaba el asma, mejoraba el carácter, limpiaba el sarro y era diurético.

2 comentarios:

Unknown dijo...

En terapia de pareja, acabamos de conocer tus relatos Poncho y nos parecen deliciosos. Nos gusta tu estilo y lo que comentas sobre Italia, a la cual muchos de nuestro equipo de trabajo, aman profundamente.

Saludos cordiales y fraternos.

http://www.terapiadepareja-df.com.mx/

FBR dijo...

Ja, los amigos de Terapia de Pareja tienen ojo clínico y saben leer entre líneas. Llegan tarde. Patricia y yo nos separamos hace más de 25 años y nos divorciamos poco después.