Prolegómenos
para un regreso
Comenté
anteriormente que a mediados de los ochenta tenía muchas ganas de largarme del
país, y que había coqueteado con regresar a Italia. No sabía bien si por un
rato, en lo que las cosas en México cambiaban de color, o si de plano para
expatriarme. Fallo y Maca estaban en una onda parecida, aunque su destino
europeo era España (recuerdo una vez que Maca se preguntaba, muy triste, por
qué no se habían ido antes a la Madre Patria, que estaba tan bien, y que yo le
contesté, profético: “Cuando tú naciste, México estaba bien, y España mal;
ahora es al revés, quién sabe si con el tiempo la tortilla se vuelva a
voltear”).
Hice
distintos trámites en busca de una beca para Italia. Envié cartas a Módena,
donde me respondieron amablemente, acogiéndome como investigador invitado, si
conseguía financiamiento. Lo que conseguí fue poquito, a través de la embajada
italiana: una beca por un año lectivo, de apenas 600 mil liras mensuales (600
dólares, aproximadamente), además de un boleto personal de avión. Consideré que,
si la sumaba a mi sueldo, que también era como de 600 dólares (así estuvo
aquello de la contención salarial y la devaluación) y obtenía un apoyo de la
DGAPA de la UNAM, tendríamos para vivir allá con modestia, pero decentemente. El
trámite universitario de la DGAPA se prolongó de más –eterna burrocracia puma- y
me tuve que lanzar con aquellos dos magros ingresos.
Una
decisión complicada era dejar el departamento, porque no sabíamos si
regresaríamos. Mi mamá lo resolvió con un importante subsidio: me dijo que
pagaría la renta durante los meses que nos fuéramos y así lo hizo. Otra, que
tardó más tiempo del que supuse, fue la venta del auto. Por otra parte,
llevábamos meses haciendo ahorros y transfiriéndolos inmediatamente a divisas
extranjeras: dólares, liras, francos suizos y hasta francos franceses –lo
último nos daría un disgusto-.
Estaba
todo listo, y ya corría mi año sabático, y no llegaba el boleto para el viaje a
Italia. Me decía: “no llegará hasta que yo meta un gol en el fucho de
Xochimilco”. Un domingo me destapé con siete pepinos siete. Al lunes siguiente
llegó el boleto. Saldríamos en noviembre.
La
bolsa perdida
El
viaje a Roma fue sin contratiempos, con los niños portándose razonablemente bien
en todo el trayecto. Llegamos al hotel y me metí a la bañera llena de agua
caliente a disfrutar el momento. En esa magia estaba, cuando escuché un grito
estridente de Patricia. No estaba la bolsa en la que tenía guardada, entre
otras cosas, una gran cantidad de dinero en efectivo.
¡No
podía ser! Ella tenía esa bolsa dentro de otra bolsa. Me confesó que, en algún
momento, la había separado. En ese bolso estaba, en billetes de distintas
divisas, el producto de la venta del auto: algo así como 1,800 dólares. Por
fortuna, habíamos dividido nuestro efectivo y nos quedaba lo previsto para
establecernos pero, si no lo recuperábamos, no podríamos comprar un carrito
usado, que era nuestro propósito.
Salí,
bien mojado, al fresco noviembre romano, rumbo a la questura, para denunciar la pérdida. Allí me atendió el Ministerio
Público. ¿Se imaginan en México un M.P que pasa el rato leyendo música? El
joven empleado dejó de leer su sinfonía para que yo llenara la denuncia. Me
recomendó que fuera a la embajada. Eso hice al día siguiente.
En la
embajada de México me dijeron que me avisarían si había algo (y yo sólo pude
decirles que a la Facultad de Economía y Comercio de la Universidad de Módena,
porque en la dichosa bolsa estaba mi agenda). Regresé muy deprimido a comer, y
luego se me ocurrió ir al consulado, a ver si ellos tenían idea. Resultó que al
consulado le habían avisado que la bolsa había sido recuperada, y entregada a
la policía en la estación Termini (que es adónde nos había dejado el camión que
tomamos del aeropuerto).
Corrí
para allá y, en la agencia policiaca de la estación, me atendió un agente, muy
amable. Allí estaba la bolsa. Se la había encontrado una ciudadana polaca. La
revisé y allí estaban todo el dinero, la agenda, mi licencia internacional de
manejo y chucherías varias. No faltaba ni una aguja.
Muy
mexicano, le dije al policía que cómo podía yo agradecérselo.
Me
respondió enseñándome, orgulloso, una frase que estaba pintada en la pared de
su oficina: “En una democracia, la policía está al servicio de los ciudadanos”.
Me aceptó un cigarro Commander, que definió como “óptimo”.
Nunca
supe si, cuando bajábamos febrilmente las muchas maletas del autobús, a
Patricia se le cayó la bolsa con el dinero o si, mientras lo hacíamos, la
polaca descubrió la bolsa solitaria en la silla, decidió que la habían abandonado
y fue a entregarla.
El
agente de policía me dijo que tenía que regresar a la questura a declarar que había recuperado lo perdido. Eso hice, con
el joven melómano, que se puso muy contento. A un lado de mí, había un señor
desesperado, que estaba tramitando –quién sabe por qué ignotas razones- un “certificado
de existencia en vida” e insistía: “¡¿Qué no me ve?! ¡¿Acaso le parezco muerto?!”.
Ya me
tocaría, muy pronto, luchar contra esa hidra que es la burocracia italiana.
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