jueves, agosto 07, 2014

Biopics: Un accidente casero



Hay veces en las que uno está sumido en una tranquila rutina y aparece un evento que lo trastoca todo. Así fue una tarde, en la que mis entonces suegros estaban de visita, los niños jugaban en la sala y yo leía una tesis para un examen en el que sería sinodal. Y de repente escuché un golpe, un chillido agudísimo y brinqué como impulsado por un resorte.
Cuando llegué a la cocina vi a mi suegro don Manuel que gritaba: “¡Aaah! ¡Aaah! ¡Aaah!” mientras brincaba, con los ojos desorbitados, y tenía a Camilo en brazos. Patricia llegó antes que yo, tomó al niño y salió corriendo hacia el baño. El bebé se había metido a la cocina, donde su abuelo estaba calentando café en una cafetera eléctrica, había jalado la cuerda y se había echado el café hirviendo a la cara.
La madre estuvo unos minutos bajo la regadera fría, mientras el niño no paraba de llorar. Cuando sintió que se había calmado lo suficiente, y que el agua fría había hecho todo el trabajo que podía, salimos los dos corriendo como endemoniados al Hospital Infantil, que estaba –afortunadamente- a unas cuatro cuadras de la casa. Allí entró a urgencias y al niño le hicieron la limpieza y los cuidados intensivos necesarios, mientras nosotros sentíamos que el mundo entero se derrumbaba.
Al cabo de dos horas, salió un doctor y nos dijo que todo había salido bien. Que el pequeño tenía quemaduras de segundo grado en el rostro, pero que no habían afectado ningún órgano importante.
La siguiente era la pregunta obligada:
-¿Quedará desfigurado?
El doctor sonrió:
-No. Está muy chiquito. Cuando crezca, las cicatrices se le irá bajando. No le quedará nada en la cara.
Acto seguido, nos recomendó ir con un dermatólogo para continuar el tratamiento. Nos entregaron a Camilo, quien ya no lloraba, pero tenía unos ojitos tristísimos, y regresamos a casa, donde mi suegra todavía no acababa de regañar al pobre marido (y, supe luego, ni Raymundo se salvó del regaño).

La memoria es extraña. De esa tarde tengo sólo flashazos, imágenes sin un hilo de continuidad. Sentado en el sillón, aviento lejos el libro. Don Manuel gritando con Camilo en brazos y Patricia recogiéndolo. Patricia con el niño bajo la ducha. Ambos corriendo rumbo al hospital. La sonrisa del doctor (y la conciencia de dos horas de espera). Los ojos de Camilo cuando nos lo entregan. Los de don Manuel, regañado.
Pero también hay una parte interna de la memoria. Cuando se derrama café caliente cerca de alguien de la familia me invade una sensación casi visceral, tremendamente desagradable.

Al día siguiente fuimos con un dermatólogo al Hospital Español. Nos confirmó lo que había dicho el otro doctor y fue más allá: en pocos meses las cicatrices del niño estarían en la parte del cuello (ahora había costras que le cubrían un cuarto de la carita) y terminarían en el hombro. Así sucedió, y más rápido de lo que creíamos.
Del consultorio vamos al supermercado contiguo al hospital. Camilo sentado en el carrito, con sus costrotas. Una señora lo ve y hace cara de fuchi. Me le planto a la vieja, la miro a los ojos y le planto una mueca de asco, que espero me haya quedado muy fea.  

     

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