Hay
veces en las que uno está sumido en una tranquila rutina y aparece un evento
que lo trastoca todo. Así fue una tarde, en la que mis entonces suegros estaban
de visita, los niños jugaban en la sala y yo leía una tesis para un examen en
el que sería sinodal. Y de repente escuché un golpe, un chillido agudísimo y
brinqué como impulsado por un resorte.
Cuando
llegué a la cocina vi a mi suegro don Manuel que gritaba: “¡Aaah! ¡Aaah! ¡Aaah!”
mientras brincaba, con los ojos desorbitados, y tenía a Camilo en brazos.
Patricia llegó antes que yo, tomó al niño y salió corriendo hacia el baño. El
bebé se había metido a la cocina, donde su abuelo estaba calentando café en una
cafetera eléctrica, había jalado la cuerda y se había echado el café hirviendo
a la cara.
La
madre estuvo unos minutos bajo la regadera fría, mientras el niño no paraba de
llorar. Cuando sintió que se había calmado lo suficiente, y que el agua fría
había hecho todo el trabajo que podía, salimos los dos corriendo como
endemoniados al Hospital Infantil, que estaba –afortunadamente- a unas cuatro
cuadras de la casa. Allí entró a urgencias y al niño le hicieron la limpieza y
los cuidados intensivos necesarios, mientras nosotros sentíamos que el mundo
entero se derrumbaba.
Al cabo
de dos horas, salió un doctor y nos dijo que todo había salido bien. Que el
pequeño tenía quemaduras de segundo grado en el rostro, pero que no habían afectado
ningún órgano importante.
La
siguiente era la pregunta obligada:
-¿Quedará
desfigurado?
El
doctor sonrió:
-No.
Está muy chiquito. Cuando crezca, las cicatrices se le irá bajando. No le
quedará nada en la cara.
Acto
seguido, nos recomendó ir con un dermatólogo para continuar el tratamiento. Nos
entregaron a Camilo, quien ya no lloraba, pero tenía unos ojitos tristísimos, y
regresamos a casa, donde mi suegra todavía no acababa de regañar al pobre
marido (y, supe luego, ni Raymundo se salvó del regaño).
La
memoria es extraña. De esa tarde tengo sólo flashazos, imágenes sin un hilo de
continuidad. Sentado en el sillón, aviento lejos el libro. Don Manuel gritando
con Camilo en brazos y Patricia recogiéndolo. Patricia con el niño bajo la
ducha. Ambos corriendo rumbo al hospital. La sonrisa del doctor (y la conciencia
de dos horas de espera). Los ojos de Camilo cuando nos lo entregan. Los de don
Manuel, regañado.
Pero
también hay una parte interna de la memoria. Cuando se derrama café caliente
cerca de alguien de la familia me invade una sensación casi visceral,
tremendamente desagradable.
Al día
siguiente fuimos con un dermatólogo al Hospital Español. Nos confirmó lo que
había dicho el otro doctor y fue más allá: en pocos meses las cicatrices del
niño estarían en la parte del cuello (ahora había costras que le cubrían un
cuarto de la carita) y terminarían en el hombro. Así sucedió, y más rápido de
lo que creíamos.
Del
consultorio vamos al supermercado contiguo al hospital. Camilo sentado en el
carrito, con sus costrotas. Una señora lo ve y hace cara de fuchi. Me le planto
a la vieja, la miro a los ojos y le planto una mueca de asco, que espero me
haya quedado muy fea.
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