lunes, marzo 24, 2014

El héroe sin carisma




El fallecimiento de Adolfo Suárez, anunciado con días de anticipación, fue anticlimático, como lo fue, en muchos sentidos, la vida de ese político español. Pero la conmoción internacional por esa muerte anunciada da cuenta de que sus logros fueron muchísimos.

Adolfo Suárez había sido un oscuro político que había subido escalones en la administración pública franquista y, sobre todo, en el Movimiento Nacional, que era la única vía de participación política en el régimen dictatorial. No se esperaba mucho de él cuando el rey Juan Carlos le encargó la formación de un nuevo gobierno, tras el fracaso de Carlos Arias Navarro, quien intentó sin éxito una suerte de “franquismo sin Franco”.

Pero Suárez resultó ser un político muy hábil, con un talante democrático que había escondido en el clóset durante el franquismo. Inició un complicado trabajo de generación de acuerdos con grupos de otras ideologías y, de manera paralela, de paulatina eliminación del sistema franquista, que estaba presente en una multitud de instituciones. Fue el conductor del proceso de transición democrática en España, que permitió a esa nación pasar, sin violencia, de un régimen totalitario a uno democrático y de estado de derecho.

La primera clave fue elaborar una ruta de tránsito democrático a través de una reforma política, que tendría que ser aprobada por las Cortes (que era el parlamento franquista y unipartidista). Tarea titánica, porque había que convencer a la oposición de las bondades de dicho proceso paulatino y, sobre todo, porque había que convencer al Ejército y a los sectores políticos y sociales que se habían beneficiado en la dictadura.

Para esto se necesitaba diálogo, mucho diálogo; se necesitaban acuerdos pequeños y concatenados; se necesitaba paciencia; se necesitaba discreción. En suma, se necesitaba hacer política, pero sin aspavientos. Todas estas características cabían en Adolfo Suárez.

El primer logro fue que el franquismo aceptara su autoliquidación, lo que no fue nada sencillo. El siguiente, promover la legalización de los partidos de oposición (con el caso más difícil, el del Partido Comunista, que fue legalizado en Semana Santa, cuando el ejército y la clase política tradicional estaban desmovilizados), para lo que se requirió, entre otras cosas, cambiar el Código Civil.

Todos estos cambios se dieron mientras una parte de la oposición política y sindical se movía en la lógica del maximalismo, había atentados terroristas de derecha e izquierda y el malestar entre los sectores más ultras del ejército español era creciente. Se requería mano fina para hacerlos.

Vino entonces la elección del Congreso Constituyente, la primera vez que los españoles acudían a las urnas en 41 años. Fue una elección seguida con atención en todo el mundo. Ganó la Unión de Centro Democrático, encabezada por Suárez, que no hizo una campaña brillante, seguida por el PSOE, liderado por el entonces muy joven Felipe González. La apuesta de los españoles fue por la moderación: entendieron que lo primero, lo importante, era salir de la noche negra que había durado cuatro décadas. Suárez ganó con ello.

El siguiente paso fue amarrar los acuerdos mediante un Pacto. O para ser exactos, mediante dos, conocidos históricamente como los Pactos de la Moncloa. Uno fue económico, porque había que convencer a los empresarios acostumbrados al corporativismo fascista, que ahora tendrían que negociar con sindicatos, e incluyó medidas como aumentos salariales, limitaciones al endeudamiento público, libre flotación de la peseta (que se devaluó) y medidas de control financiero contra la fuga de capitales (que era evidente).

En otras palabras, Suárez sentó a los empresarios y los convenció de que habían cambiado las reglas del juego. Se generó, a partir de este Pacto, una suerte de acuerdo social de distribución del ingreso, que duró más de tres décadas. También se limitó el alto grado de conflictividad sindical que había caracterizado los años inmediatamente anteriores.

El acuerdo político implicó el fin de la censura, el restablecimiento de los derechos de reunión y manifestación, el fin de la tortura, la derogación de delitos típicos de la lógica clérico-fascista (como el adulterio o el amancebamiento), amnistía a presos políticos,  límites al fuero militar y una serie de medidas para establecer un estado de derecho democrático.

Estos pactos sentarían las bases para el futuro progreso de España, su inclusión en la Unión Europea y un despegue económico y social que la puso en el primer mundo (donde no estaba cuando Suárez asumió el gobierno).

Adolfo Suárez nunca concitó a las masas. Era un hombre que caía bien, pero que no entusiasmaba para nada. La circunstancia requería de otras características, las que obligaban a un trabajo heroico de negociaciones en medio de tensiones de todo tipo, las que permitían ser interlocutor con todos, las que generaban certidumbre entre los actores políticos.

El gobierno de Suárez no fue de logros económicos o sociales visibles y se le fue cayendo el apoyo entre los miembros de su partido, por lo que anunció su dimisión. Cuando estaba de interino, a la espera de la formación de un nuevo gobierno, sucedió el evento que termina de dibujar su figura.

El 23 de febrero de 1981, un grupo de militares intentó dar un golpe de Estado. Como parte de la conspiración, el teniente coronel Antonio Tejero y un grupo de guardias civiles tomaron por asalto la Cámara de Diputados. El vicepresidente del gobierno, teniente coronel Gutiérrez Mellado, ordenó al golpista que se rindiera: la respuesta fue un balazo al aire, seguida de una ráfaga. Todos los diputados se tiraron al suelo, salvo Adolfo Suárez y el comunista Santiago Carrillo. Entonces Suárez se levantó y exigió al mílite que respetara el Congreso. Fue arrestado a punta de metralleta. Ya detenido y aislado en un cuarto, lo primero que dijo cuando vio llegar a Tejero fue: “¡Cuádrese!”.

El golpe falló gracias a las dudas de los complotados y a la intervención del rey, pero su fracaso fue total porque Suárez insistió en arrestar a todos los implicados, independientemente de su grado. Allí se consolidó la democracia española.

Sí, Adolfo Suárez no tenía carisma. Pero entendía la importancia de los pactos y las reformas. Entendía que se pueden cambiar muchas cosas si no se pretende cambiarlo todo. Y, como dicen los españoles, tenía un par de cojones bien puestos.

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