No me cansaré de reiterar que los ochenta fueron años difíciles. Para fines del 85 la cosa estaba que ardía y la vírgen se llamaba Juana. Patricia había dejado la chamba en el consultorio a raíz de una disputa, que a ella le parecía fundamental, con el dentista que rentaba el cubículo vecino. Teníamos que comprar los pañales a granel, y de los que tenían una fallita. De restaurantes, ni hablar. Vacaciones, las del Transcondovac y estrechitos. El cine, un lujo que te podías dar muy de vez en cuando. El teatro, inaccesible. Y usar los mismos calzones y calcetines deslavados, los mismos zapatos. El chiste era no endeudarse porque después uno quedaba ahorcado (jamás he entendido cómo es que un profesor de economía puede entrar en fase Ponzi).
Encima
de eso, cuando uno iba a alguna comida –casi siempre en casa de alguien: ya he
dicho que comer afuera era casi prohibitivo-, la conversación derivaba
invariablemente a dos cosas: lo caro que estaba todo y la violencia
delincuencial en la ciudad. Jorge Carreto era especialista en amargar las
comidas con relatos pormenorizados de robos y asaltos, a cual más de aparatosos
que habían sufrido parientes o conocidos suyos. Como es un conversador muy
ameno, de todos modos solíamos escucharlo, pero no es grato andar comiendo
mientras te platican con lujo de detalles cómo unos malandros agarran a un
señor y casi lo estrangulan con un alambre para que suelte la cartera y las
llaves del coche. Lo peor es que Jorge no tenía la exclusividad en relatos de
malosos y en varias ocasiones hubo, al final, que pedirles a él o a otros
comensales que cambiaran, por favorcito, de tema. Yo, aunque nunca en la vida
he tenido miedo de andar por la ciudad, bastante había tenido con la
experiencia de tres años atrás como para que me estuvieran recordando
situaciones similares.
A lo
mejor por eso, en aquellos meses nos gustaba ir a visitar a los Osos de
Amsterdam: mi René (el de Sinaloa) y su mujer de entonces, Aura, la Pastusa. Les decíamos los osos porque
parecían que hibernaban en su departamento de la Condesa, y con ellos se
hablaba de cosas divertidas (al menos para mí).
Yo
había coqueteado desde hacia tiempo con la idea de irme a Italia. De entrada
como año sabático, pero también para sondear la posibilidad de quedarme ahí por
varios años. Eran, en primer lugar, unas ganas tremendas de largarse, que
compartían (ellos pensaban en España) mis amigos Fallo Cordera y Maca Mora.
Recuerdo que en esos meses apareció un cartón de Magú, quien siempre tiene ideas claras para resolver las cosas
aparentemente irresolubles, en el que mostraba las tres cosas que se
necesitaban para salir de la crisis: un pasaporte, un mapamundi y un boleto de
avión. Exactamente lo que requería yo.
Lo
racionalicé (porque siempre racionalizo) de esta manera: “la última esperanza
que le queda al pueblo mexicano es el Mundial del 86. Después del Mundial no
quedará ya ninguna esperanza y será momento de largarse”. Casualmente, el final
del Mundial coincidía, aproximadamente, con el inicio del periodo en el que yo
podía tomar mi año sabático.
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