La reforma energética, tal y como fue aprobada, es al mismo
tiempo una oportunidad para detonar el crecimiento económico del país y un
riesgo, porque puede traducirse en el debilitamiento de Pemex, la empresa
paraestatal de importancia estratégica.
Los capitales, tanto del país como del extranjero, están de
plácemes con el resultado. Era la gran señal que habían estado esperando, la
que demostraba que el ánimo o el ansia reformista del gobierno de Peña Nieto
también tenía algo importante para ellos.
Del otro lado hay más incógnitas y preocupación que
respuestas. La certidumbre de que Pemex seguirá siendo nacional y la promesa de
que gas y cafecito van a salir más baratos no se comparan con la posibilidad de
negocios que resulten, a la postre, inconvenientes para el país.
En congruencia, tengo que decir que me gustaba más la
propuesta original del Ejecutivo que la que aprobaron PRI, PAN y sus partidos
aliados. En aquella, no había pago en especie, ni pérdida parcial del control
de los bienes de la nación. Tengo la impresión de que el esquema aprobado
apunta a volver competitivos –y ya no monopólicos- algunos segmentos del
mercado de los energéticos, pero lo hace sin darle a las empresas del Estado
los suficientes instrumentos para competir.
No veo amarres suficientes en los contratos de producción
compartida, que garanticen el beneficio nacional. Tampoco encuentro capacidad
de regulación en los agentes estatales designados vagamente para ello. Existe,
por supuesto, una amplia ventana para que, al menos una parte sustancial de las
ventajas de la apertura se nos escurra de las manos por la vía de la corrupción
(de la que, por cierto, tienen fama tanto las grandes petroleras, como los
funcionarios mexicanos).
En este contexto, la forma para darle sentido positivo a la
reforma –y no sólo en términos del previsible alto flujo de inversión en los
próximos años- está en un par de temas que, percibo, quedaron pendientes en
medio de la discusión ideológica: la transformación de Pemex y las políticas de
transparencia.
Si algo era evidente para todos con un dedo de frente, antes
de la reforma, era el deterioro de las capacidades de Pemex, una empresa con
subsidiarias de más, exceso de burocracia, un sindicato voraz, una opaca nube
de contratistas, un régimen fiscal asfixiante, tecnología en rezago y
producción a la baja. Sólo el pensamiento mágico del nacionalismo nostálgico
podía pensar que las cosas podían seguir como estaban.
Precisamente por eso, Pemex debió de estar en el centro de
las preocupaciones de la reforma, y ser uno de los principales beneficiarios de
ella. Se ve que tirios y troyanos tuvieron miedo de atacar sus enraizados
problemas, que lo convierten, a la hora de la competencia, en un gordinflón
incapaz de enfrentarse a empresas más atléticas. Habrá quien crea que las
nuevas condiciones obligarán, por sí solas, a una modificación de hábitos y
prácticas en la paraestatal. Es dudoso que así suceda, para decirlo con
optimismo.
El otro aspecto a cuidar es el de la transparencia, porque
sólo ésta nos puede garantizar a la sociedad resultados netos positivos de la
reforma. Sólo con transparencia e información podremos evitar que apertura del
sector no degenere en la formación artificial de nuevos agentes dominantes
(esta vez disfrazados de “socios” de Pemex) o en la proliferación de contratos
leoninos (en contra de los intereses de la nación).
Si estos elementos son abordados con seriedad –y no creyendo
que con la reforma constitucional basta-, se habrá abierto el camino no sólo
para que el sector energético se modernice y se convierta en palanca de
desarrollo, sino para que lo haga de manera equilibrada.
En cualquier caso, la oportunidad existe: sin duda, con lo
aprobado se atraerán más inversiones –y no sólo en el sector- y se generarán
empleos; se generarán ahorros que pueden destinarse a áreas básicas como la
educación y la ciencia y se recuperará, tendencialmente, la competitividad.
En lo político, esta reforma –junto con las aprobadas
anteriormente, en varios temas- completa un primer ciclo, que demuestra que sí
es posible hacer transformaciones legales, a través de distintas alianzas
legislativa, sin caer en el atasque o en el agandalle.
En este caso particular, la energética se parece más a lo
que planteó Acción Nacional que a la propuesta de EPN y el PRI (con la
electoral, van dos reformas empanizadas… creo que son más que las que logró
Calderón en todo su sexenio). Pero en ello también tuvo qué ver la postura del
PRD, amarrado a los hitos y mitos de la Historia Patria (y a sus herederos).
El PRD cayó en la trampa de la polarización y, en vez de empujar para limitar a ciertas circunstancias
específicas la posibilidad de generar contratos de responsabilidad compartida,
de insistir en la necesidad de transparentar Pemex y de abonar para que la
redefinición del régimen fiscal de la paraestatal se hiciera en función de las
necesidades de la nación, se puso a jugar a las tomas de tribuna y a apostar
una futura consulta popular, que difícilmente podrá –en caso de aprobarse la
legislación- revertir lo principal de la reforma constitucional. Veremos qué
tanto puede limitarla. Pero, por lo pronto, al jugar estilo López Obrador,
perdió –junto con él.
La reforma energética amplia y sin tibiezas venció en el Congreso federal y pasó airosa por las legislaturas locales. Requiere de severos controles en la legislación secundaria. Falta que funcione correctamente en la realidad. Ojalá, porque sólo así va a convencer.
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