Mientras en México estamos entrampados, entre otras cosas,
por las grillas de coyuntura, en el Vaticano, el papa Francisco ha publicado
una exhortación apostólica destinada a hacer historia. Vale la pena, por ello,
hacer cuando menos un somero análisis.
La intención de Francisco es doble. Por un lado, desde el
nombre mismo de la exhortación, Evangelii
Gaudium (la Alegría de los Evangelios), llama a la Iglesia Católica a
retomar el espíritu evangelizador, a no encerrarse en sí misma y actuar hacia
afuera. Por el otro, retoma temas de encíclicas sociales de papas que lo
precedieron –claramente, Rerum Novarum
de León XIII y Mater et Magistra, de
Juan XXIII- y las pone al día de una manera clara y tajante.
Si el primer tema es de suma importancia para la vida
interior de la Iglesia, el segundo es de capital interés para todo el mundo,
pero muy principalmente las naciones de cultura católica mayoritaria, como la
nuestra.
En el tema evangélico, además de profesar un saludable
ecumenismo, el Papa critica abiertamente que “en algunos hay un cuidado
ostentoso de la liturgia, de la doctrina y del prestigio de la Iglesia, pero
sin preocuparles que el Evangelio tenga una real inserción en el pueblo fiel de
Dios y en las necesidades concretas de la historia”.
No sólo se lanza contra aquellos “cristianos cuya opción
parece ser la de una Cuaresma sin Pascua”; es decir, quienes ven la religión como
una serie de prohibiciones, también lo hace contra una Iglesia ensimismada y
complaciente consigo misma, ante el avance del fundamentalismo (cristiano y no
cristiano) y de las creencias sin religión. Es algo normal, tomando en cuenta
la pérdida de fieles en años recientes.
Hay una diferencia entre este llamado de Bergoglio y los más
intelectuales que hacía el papa Ratzinger o los puramente carismáticos de
Woytila. Pero sobre todo hay una comprensión de que la Iglesia se metió en un
problema severo cuando se convirtió en un nuevo tipo de sociedad anónima.
En 2007 escribí: “Por las colinas romanas
transitan yuppies. Bueno, tienen reloj de yuppie, zapatos de yuppie,
maletín de yuppie, porte de yuppie, lenguaje corporal de yuppie,
actitud total de yuppie. Pero en vez del traje Armani, tienen sotana y
collarín…”. Me pregunté: “¿Porqué estos
sacerdotes, tan seguros de sí, caminan como si se sintieran los amos del universo
(de éste, no del celestial)?”.
Y en esos escritos noté que el Vaticano se había convertido,
respecto a tres décadas atrás, en un bunker, en donde la misa era una ceremonia
que se veía (sin gran comunión/comunicación), que mientras salían a borbotones
los peregrinos de sus camiones de turismo religioso (que habían convertido al
Vaticano en una suerte de “Disneylandia de la Fe”), la Plaza de San Pedro de
masas, de mis recuerdos, había pasado a ser “plaza de rebaños”. Para concluir:
“Es de madrugada. El Vaticano está cercado; una patrulla vigila que nadie
entre. Es un Estado sellado herméticamente”.
El Papa Francisco parece entender que así no hay iglesia que
resista o que se renueve. Que el carisma no basta. Que tampoco le basta con
retener a los fervorosos o a los convencidos. Que la erosión es duradera.
De ahí que se haya volcado en la parte más sustancial de su
mensaje a la crítica del sistema económico imperante: el que resultó de la
caída del comunismo –que tanto celebró Woytila- y del advenimiento del
liberismo (que no liberalismo) a ultranza –que tanto celebró Reagan, su
aliado-. El sistema que generó crecimiento desigual por un par de décadas y que
terminó dando de sí con la crisis financiera de 2008.
La crítica de Francisco es radical, en el sentido estricto
del término. “Hoy tenemos que decir ‘no a una economía de la exclusión y la
inequidad’. Esa economía mata”, escribe en su exhortación apostólica. Va más
lejos: “Este desequilibrio proviene de ideologías que defienden la autonomía
absoluta de los mercados y la especulación financiera. De ahí que nieguen el
derecho de control de los Estados, encargados de velar por el bien común”.
Ya no es León XIII defendiendo el derecho obrero a la
sindicalización (junto con el derecho natural a la propiedad privada); ya no es
Juan XXIII hablando de salarios dignos y de superar la desigualdad excesiva.
Francisco habla de una “tiranía invisible” del mercado, “que impone, de manera
unilateral sus leyes y sus reglas”. Habla de la necesidad de reformas
financieras, de intervención del Estado. Habla –válgame Marx-, de “fetichismo
del dinero” y “dictadura de la economía”.
En otras palabras, el Papa pone en la picota la evolución
más reciente del capitalismo, que ha dirigido su cada vez mayor capital
excedente a circuitos financieros cada vez más sofisticados, y que se las ha
arreglado para ir gestando una recuperación económica sin crecimiento en el
empleo.
El análisis radical señala un cambio importante (que también
hace diferente a las reflexiones de Francisco de las encíclicas de sus
predecesores): “Ya no se trata simplemente del fenómeno de la explotación y de la opresión, sino de algo
nuevo… los excluidos no son ‘explotados’
sino desechos, ‘sobrantes’”. No se trataría, entonces, de proponer simplemente
otra asignación a los factores de la producción, sino de transformar el
sistema.
El papa Bergoglio tacha, cuando menos, de burdos e ingenuos
a quienes confían en que el crecimiento económico por sí mismo generará
inclusión social. Habrá que explicárselo dos veces a los distintos partidos de
origen demócrata cristiano que, escudados en los principios de subsidiariedad y
solidaridad, han abogado todos estos años a favor de la dictadura del mercado,
edulcorada con transferencias a los más pobres de entre los pobres.
No veo una propuesta económica en la exhortación (entre
otras cosas porque es precisamente una exhortación, no un programa político),
pero sí un llamado a que los líderes políticos y económicos que se dicen
cristianos reconozcan que el sistema financiero mundial requiere una
restructuración de fondo y que el Estado tiene un papel más activo que jugar,
si no queremos ver a nuestras sociedades presas de la desesperanza y de la
violencia.
Falta ver si la Iglesia responde al exhorto de su pastor o
nada más se llena la boca de aprobaciones fariseas a la exhortación apostólica y
si los empresarios y políticos
democristianos abandonan su adoración de clóset por Ayn Rand –que es la
antítesis de Francisco- , porque el mensaje del Papa no debe caer en oídos
sordos.
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