Bueno, ¿y para dónde
hay que caminar, para dónde hay que hacerse? De repente me siento como en el
Metro y estoy caminante caminando por mi departamento, bien amplio, eso sí, que
mi trabajo me cuesta mantener medio ordenado, pero no encuentro para dónde
hacerme, mover mi humanidad, y ando como leona enjaulada, como Bestia del Metro
y hasta oigo el rechinido del palastro, horrísona lámina metálica. Así, sola y
en bola vago por la casa.
En el estudio está Arturo.
Hace numeritos con una concentración digna de mejor causa. Salta al verme.
-¿Qué haces?
-Numeritos.
-¿De cuáles?
-Estoy re-sorteando los
equipos del mundial de futbol de acuerdo con sus posibilidades de pase.
-¿Me puedo sentar
contigo?
-Sí, cómo no.
Lo miro. Sé que al rato
elaborará un mundial de futbol inexistente de tan perfecto. Hace cuentas
bisbiseando, finalmente premoderno. Me siguen gustando mucho sus labios y sus
brazos. Recuerdo la vez que me senté en el mismo escritorio que está usando, a
su izquierda, como opción a sus notas; recuerdo que llevaba puesta una falda
blanca de algodón y que no traía ropa interior. Él entonces metió la mano y
siguió estudiando mientras se movía dulcemente en mí, luego me besó con la
mirada y con su enorme sonrisa lúdica.
-¿Te estoy molestando?
-No, si la verdad son
sólo pinches numeritos.
Pero sigue en ellos,
como queriendo ordenar un mundo que se le va de las manos, haciendo calendarios
aztecas devaluados, sin sol en el centro ni punto de anclaje distinto al que le
ofrecerá (faltan 274 días) el deleite televisivo de los partidos (a los que
asistiré solidaria).
De repente se detiene,
me ofrece un café y le digo que no, que estoy harta. Sí, café, cigarro o una
dulce coca-cola para hacer algo con la vida, porque es muy cansado, por el
mucho trabajo, pensar o leer o ponerse a cantar y platicar tantas tontas cosas
que se quedan en el tintero interno. Estoy harta de sucedáneos. Se me queda
viendo. Tal vez sea yo muy exigente. No sabe qué decirme, monito.
-¿De qué quieres
hablar?
Podría en este momento irme a ver televisión y
a tejer (que es mi manera de contar en balde, porque siempre destejo, como
Penélope), pero mis vísceras dicen otra cosa, aunque tampoco pueda quedarme
sentada con cara de oca. No me voy. Me voy.
-¿De qué quieres
hablar, lingüista? –insiste, pero ya me fui.
Al rato llega
conciliador, cuando estoy acomodando los trastes escurridos. Y llega también a
quejarse, porque ofrece hacer café arropado en una cara de mustio que me parece
muy desagradable. Se queja de mi enojo injusto, cuando no hubo tal. ¿O lo hubo?
El café sí le sale bien (y el chocolate, espeso, así sea Chocomilk).
Nos sentamos frente al
café, en medio de un silencio espartano. De repente suelto una risita.
-¿De qué te ríes?
-De los implícitos
equívocos, ¿cómo te quedo el ojo? –y sonríe-. Me río de que vienes a hacer el
café y yo creo que es por culpa y no te lo digo hasta que nos sentamos y nos
quedamos callados y me río.
-¿Por culpa de quién?
-Tuya, por supuesto. No
me digas que no estabas a gusto, absorto haciendo numeritos, rifa tras rifa de
nombres aleatorios que no son tan aleatorios.
-Esto me lo acabas de
decir para que no te dijera yo que vine a la cocine porque ya terminé el juego
–rebate.
Otra vez me río y me
quedo callada, señal –en este matrimonio.- de que ya dijo una soberana
tontería.
-¿Estás molesta?
No estoy molesta. Estoy
tratando de hilvanar las palabras precisas, para que Arturo me entienda de una
buena vez. Aunque es un poco como mis preciosos tejidos eternos, a cada rato se
desteje, basta un jaloncito, una mala medida. Ay, quién tuviera el verbo
matemáticamente exacto.
-¿Estás molesta? –pregunta
otra vez, con un dejo de fastidio-. La verdad no te entiendo.
-No.
-¿Entonces? –lo dice
como quien dice entonces no estés chingando-.
-Decía que tú y yo todo
lo andamos suponiendo y tu frase defensiva indica precisamente que no
entendiste, pero nunca entiendes. Tú todo el tiempo andas oteando para ver qué
significa lo que quiero decir, y por lo general yo quiero decir exactamente lo
que digo.
-Por lo general, porque
a veces me dices una cosa y significa otra.
-Sí, porque me cae que
me estás contagiando.
Chin, ya lo regañé, o
al menos es lo que supone éste que toda la vida se la pasa rebelándose a su
mamá y que cree que toda mujer con la que se topa es una odiosa combinación de
órdenes y cariños, con la que hay que enfrentarse y negociar constantemente.
¿Quise decir lo que dije? Si todo fuera conjurar: “¡Palabras, a mí!”, como
invocan sus súper poderes los personajes de caricaturas, estas pláticas serían
menos retorcidas.
El café, que estaba
cargadito al punto, ya se terminó, y los cigarros están en sus últimas fumadas.
Arturo está meditabundo (se aguanta la cabeza con la mano), está tratando de
hilar.
-¿De qué te estoy
contagiando? ¿Dices que te contagio de inseguridad? Cómo no voy a estarlo, si a
veces dices lo que quieres decir y en otras quieres que te ande adivinando. Es
como si no quisieras ser entendida.
-Lo único que digo es
que no pongas palabras en mi pinche trompa. Y yo también soy insegura. Insegura
de nacimiento. Pero a veces no.
-No pus sí –murmura
Arturo, dispuesto a despejar los humos negros de esta conversación-, como
Julián, que antes de ir a Inglaterra era un cuate muy inseguro y cuando volvió
ya estaba seguro, pero no sabía de qué.
-Exacto –y ya me río de
mí misma-, no sé qué quiero.
-Así que andamos
leyendo letreros equivocados, como cuando Julián se despertó en el tren y se
enteró que estaba en la estación italiana de Uomini.
-Pues así andamos.
-A veces somos como los
alfiles de ajedrez que se mueven en casillas de distinto color: nunca coinciden
–se detiene unos segundos, exhala-… Pero tampoco se hacen daño. Entonces tal
vez somos como caballos, a veces el salto nos lleva a una posición desde la
cual es imposible coincidir con el otro.
-Pero los caballos sí
se pueden hacer daño.
-Si están en equipos
contrarios. Si están en el mismo, creo que ni siquiera se pueden estorbar.
Le tomo la mano. Nos
miramos, nos reconocemos y nos queremos. Pero esa hermosa sensación dura sólo
unos instantes. Encima de ella parecen gravitar otras necesidades.
Paradójicamente, entre ellas está la ansiedad ilusoria de que el momento no se
diluya, el deseo de que las preguntas que forman nuestras manos entrelazadas
sigan teniendo la frescura de las primeras veces. La sensación de que ya cada
vez menos es así. Es deseo de que nuestras manos sean preguntas, meramente, y
no dudas que calan hasta los huesos. ¿Qué hombre eres tú, Arturo?
Por lo pronto es el
sedicente “estadígrafo loco”, que responde al caos con la metodología de los
números. Desea así reparar lo que él considera un defecto: no poder conocer el
cosmos de manera intuitiva. Por eso también responde a sus propias dudas
hablándome de sus hallazgos, que no por inútiles tienen que ser absurdos. Me
acaba de decir que el sorteo favorecerá naturalmente a México y a Brasil y me
enseña, para comprobarlo –a mí, que me las creo de todas, todas- un papel lleno
de letras revueltas al que –ahora reparo en ello- echaba ojeadas mientras platidiscutíamos.
Arturo es así. Siempre
con un ojo al gato y otro al garabato. Siempre balanceándose entre dos
actividades, entre dos actitudes. A veces pienso que también entre dos
identidades. Ese es su encanto y es también su joda. Su compromiso es
bamboleante, como un castillo a punto de derrumbarse. Está fascinado con sus
conclusiones, pero cualquier día tira el papelito. Y está fascinado de que yo
lo escuche alelada pero ya se levantó y anuncia que va al baño (seguramente a
releer en el retrete su papel de probabilística futbolera). Me deja así la
ingrata y tradicional tarea de lavar tazas y cafetera.
Mientras lavo y pongo
las cosas en el escurridor me pregunto si esto es el amor, si estoy impregnando
de amor el acto rutinario que cumplo. ¿Importa? Cuando una está harta y
cansada, sí. Importa como la desilusión de la niña que se imaginó un cuento de
hadas porque el que tenía enfrente no era un macho cualquiera, de esos que
pintan su raya y definen concesiones y privilegios. Porque la H mayúscula que
tiene este hombre se le anda cayendo a cada ratito y hay que ver las bolas que
se hace para volvérsela a poner (eso cuando no tengo que recordarle que se le
cayó). Importa cuando la crisis, que llega disfrazada de mil formas, achata el
panorama y pulveriza sueños.
Creo que la desilusión
de Arturo (aparte la de las perspectivas políticas) va por un camino similar.
Recuerdo que me decía, cuando empezábamos a andar juntos, que yo era la primera
mujer de carne y hueso que él había amado, que las a las anteriores las había
querido entender como boca de lo desconocido, como lo Otro. Ahí supe que de
veras era un intelectual. Me dio a entender que antes de que yo llegara a su
vida, su relación con las chavas había sido la de una búsqueda desmesurada de
vasos comunicantes con esa oscuridad en la que convergen lo animal y lo divino,
para que las puertas le sean abiertas y él pueda husmear, a través del vidrio
oscuro y deformante. Entonces chin, que llego yo y nos ponemos simplemente a
jugar, cachorros, sin darle vueltas al asunto. Y él ve que me rasco, que no
poseo la poesía, que soy tan humana como él y no hay en mí profundo tesoro qué
arrancar ni extrañas fuerzas sobrehumanas que dominar. Es hermoso sentirse
amada por lo que se es. Lo que pasa años después (lo que pasó siempre,
subrepticiamente) es que Arturo se da cuenta de que no se sacia con lo
concreto, con la realidad de todos los días, y ha desarrollado esta rara
nostalgia por la intuición, que es algo que nadie tiene pero que él asigna
arbitrariamente a las mujeres. Y como yo no se la comunico, se frustra. Si
tengo intuición, le escamoteo el pase, cruzo las piernas para que no acceda a
mi poder oscuro. Si no la tengo, soy una mujer incompleta, sólo un pinche ser
humano sin poesía. ¿Qué no podríamos ser un poco más animales?
Me descubro absorta
ante el fregadero. A un lado las bolsas de basura hieden. Hay que avisarle a
Arturo que las tira, que esa es chamba suya.
-Ay carajo, ya me pise
la piyama. Baja tú por favor.
-Tú nunca me escuchas, Arturo. Te había dicho que se estaba acumulando la basura.
-No lo registré.
-Pero mis narices sí.
Luego de tirar las bolsas voy a dar una vueltecita para tomar aire fresco.
-¿Estás enojada?
-No estoy enojada,
pinche supositorio. Al rato regreso.
En la calle hace un
fresco embriagante. Será por eso que dicen que septiembre es el mes para
repensar. Es también el mes de la perplejidad. Camino, me miro y no me
entiendo. Pasan los años y no me entiendo. Y lo chistoso es que digo que quien
está loco es Arturo. Lo que pasa es que lo veo más a él que a mí misma. Se me
está empañando mi visión y así qué comunicación ni qué ocho cuartos. Ni
soluciones ni nada. Orita mismo le dije que yo siempre digo lo que quiero
decir. Y fui sincera en ese momento. Pero mil veces le pido que me interprete y
más de un millón –a cada segundo- nos hablamos en un lenguaje particular que ni
nosotros mismos entendemos, vaya lingüista de pacotilla.
De repente siento el
silencio a mi alrededor. Las calles fluyen dulcemente ante mí. El murmullo de
mis pasos se oye tan distante como el de los carros que recorren el Periférico.
Hay un cierto gozo en este caminar errante, como si el aire nocturno fuera de
piel humana. Es como querer volver a los pasos de mi juventud sin grandes
responsabilidades, los que di con Arturo aquella noche, cuando estábamos algo
borrachos y llegamos a sentarnos en la Alameda y él me dijo que quería ser mi
amante y ser mi amiga, así, para que yo le tuviera confianza y superara mis
temores católicos. Y yo no quise: él era el hombre que amaba, mucho más que
cualquier amiga; algo duro, tangible y extraordinariamente disfrutable. Vagamos
por la ciudad ensartando ilusiones.
Pero el pasado no
vuelve. Inútil es tratar de mimetizarlo. Esta noche camino aquí, sola, casi
sorda, queriendo insistentemente decodificarme, recrear mis valores, ver qué
onda conmigo. Tengo ganas de regresar a la casa y, al mismo tiempo, siento que
si lo hiciera no cumpliría con una tarea que, sin decírmelo explícitamente, me
impuse cuando decidí salir a tirar la basura. Estoy como apretujada por dentro,
como que de repente todo en mí es relación y nada es contenido. Úchale, ya
parezco intelectual, como Arturo. Pero sí, cuando estoy acomodando una cazuela
me estoy relacionando y el vaivén cotidiano me impone, con sus prisas, puras
relaciones. Todo pasa de prisa y el contenido se queda en la mera superficie y
toda la comunicación es convencional. Quedan nada más unos ratitos, tiempo
robado al tiempo impuesto, y se siente como que le estás sacando una cubeta de
agua al mar, y te pones a pensar en lo chiquito que es el tiempo libre, el momento
tuyo, y ese momento, ahí mismo, se te desvanece.
Siento que esos
chamacos me están siguiendo. ¿Qué querrán? Apuro el paso, voy a casa, ya
encontré motivo. Pero ni modo de darme la vuelta y pasarles enfrente, sería
como si el cordero se entregara al lobo, si es que traen malas intenciones. Es
la desgracia de ser mujer, te pegan el miedo desde chiquita. Si fuera hombre
los enfrentaría. Mejor doblo a la derecha, también así checo si me siguen. Allí
están detrás, quién sabe qué se están diciendo. Esto está muy oscuro, los
árboles ya perdieron su encanto, son fuentes de sombra. ¿Qué por aquí no hay un
lugar abierto, iluminado? La noche surge de todas las esquinas y atrás se
escuchan esos pasos. ¿Son ellos? Mejor ni volteo. Mejor hago como que corro a
esa zona iluminada, seguro es una calle importante. ¿Será Avenida Revolución? Siento
toda mi piel amarrada al cuerpo, me siento como comprimida. Doy tres pasos más,
subo las escaleras. Es un restaurant anaranjado, es la seguridad. ¿Es un Vips?
Aquí ya no llegan, no.
Este tiene que ser el
Vips de San Antonio y Revolución. No puedo estar más lejos. Enfrente hay un
gran baldío y parece que también máquinas excavadoras. No las veo, no hay luces
afuera más que las de neón. Este menú es nuevo, seguro volvieron a cambiar los
precios. Debo estar mareada, no entiendo lo que dice.
¿Qué horas son? Veo los
rostros de los comensales y me da la impresión de que son seres nocturnos, que
sólo a estas horas se atreven a salir. Están vestidos de oscuro, en notorio
contraste con los colores estridentes de este amplio restaurant iluminado. Las
meseras cuchichean en voz baja, los parroquianos callan. No hay ningún borracho
encorbatado que se derrumbe sobre la barra. Impera un silencio solemne. Me
acabo de dar cuenta de que no hay muzak en el sistema de sonido. ¿Qué nos
queda?
A veces, para huir de
la atrocidad de lo inesperado, uno busca subterfugios. Y a veces los
subterfugios se convierten en horrores. Este menú está escrito en un idioma que
desconozco. Esto no es un Vips. Aquí no se puede estar segura.
La costumbre me ata al
mullido sillón de material sintético, las ganas de leer; lo que sea: Bilandei an Ristoran Ionni, dice en
tipografía grande, y luego, más pequeño: Nego
lacei patsi kumai bouni! Vaya, estoy en el Restaurant Ionni, que ha de ser
comida tradicional de otro país, pero ¿por qué no hay una descripción en
español de este maldito menú? Tal vez no me vieron la cara de nopal y por eso
me lo dieron en su idioma. Trato de traducir y sólo la parte de las sopas
parece medianamente entendible:
SUPPIN
Ciaudi
Cipula
Ciaudi
Demoro et Patat
Ciaudi Pachte Firete
Ciaudi Horni
Suppi Lantiken
Suppi Iuli
Krem Asparagusen
Krem Fungin
Evidentemente estamos
ante una lengua romance, y hay caldos, sopas y cremas. Éstas son de champiñones
y de espárragos, un caldo tiene papas (lo otro tal vez sea poro), y horni ha de significar día, es la sopa
más barata. ¿Qué sería de mí si no supiera tantitas etimologías? Pero esta
lengua, este dialecto no lo distingo. ¿Será de alguna región de Rumania? Las formas
arcaicas se combinan con las modernas de manera distinta a como dicen los
libros. Hay una preposición en la portada del menú, pero no en los platillos.
La terminación en ¿es un plural o
corresponde a una declinación? Total ¿quiénes son estos, qué hacen aquí, qué
hago yo entre ellos?
Cuando la mesera se
acerca y le pido un menú en español, se queda atónita. “Comprisi nul”, me dice como en sordina.
-Café exprés –le
insisto-. Café exprés o, si no, americano –pero la muchacha no responde.
-Moka –le digo, como
última oportunidad, y ahora sí reacciona, medio esboza una sonrisa, apunta en
la libretita, da la media vuelta y se va.
Si me voy a quedar unos
minutos aquí, pienso, mejor será avisarle a Arturo. Aunque luego diga que no,
de seguro se pondrá preocupado. Me dirijo al teléfono que está junto a los
baños, pero se traga todas mis monedas. Ahora la preocupada soy yo. Este
restaurante está de alucine, dan ganas de irse. Pero no lo hago, como si los
chamacos rabiosos me estuvieran esperando apenas salga. Además, ya ordené mi
café. Úchala, dejé los cigarros en casa.
Vuelvo a mi lugar y
siento las miradas de los comensales vestidos de oscuro. ¿Será que del miedo me
metí en la cafetería de una funeraria? No puede ser. Los muebles y las luces me
dicen que no. Releo la carta. Tiene cosas como Paradisku et baconia salat. Seguro que et es nuestro conocido adverbio latino. Me siento extranjera, una
turista que hace malabares para distinguir un signo lingüístico. Y siempre la
duda de estarla regando como la gringa que creía que restorán en ruso se decía pectopah.
Para probar mi
fragilidad, llega la mesera con un pastel de moka. En sus ojos se adivina
cierto orgullo.
-Moka –señala.
Le pido algo verdaderamente
internacional. Una Coca-Cola.
-Pepsi-Cola –corrige,
hierática.
Siento que algo me
lacera, pero no sé qué es. La frase exacta, definitiva, “Pepsi-Cola”, me oprime
las fibras sensibles. Siento miradas de enferma reprobación de parte de algunos
rígidos clientes (¿comen, beben?), como que a pesar de las luces de fulgor casi
insultante aquí reina la oscuridad, como en los torvos años de mi infancia,
cuando en este país (¿este?) reinaban el moralismo y el silencio. Tengo ganas
de expresar una total incontinencia, tengo ganas de hablar, linguofílica, ganas
de echar un grito. Y sin embargo me reprimo, como de costumbre. Una lágrima me
quiere brotar. Mejor otro bocado de pastel.
Un muchacho con botas,
vestido de negro, ha entrado al local. Se sienta en la mesa junto a la mía,
conversa con la mesera en ese extraño idioma, la joven le contesta con
naturalidad. Está guapo. Tiene un libro en la mano. Cuando lo abre y se pone a
leerlo, puedo mirar el título: Litose
Lunat. “Las Rocas de la Luna”, debe ser. Y si es así, mi tesis rumana se
viene abajo. O quién sabe, ya no estoy segura de nada. Siento que me invade una
zozobra como cuando me quedé a dormir en un pueblecito aislado de Guatemala,
pero ahora como que es más profunda de raíz. Lo otro fue como un madrazo; esto,
como un cáncer. Pareciera que alguien ha puesto en este sitio la pieza
equivocada del rompecabezas, y esa soy yo.
El muchacho me está
mirando. Lee y me mira. Dibuja una sonrisa al volver a su libro. Zigzag de sus
ojos entre la lectura y yo. Mejor volteo hacia otro lado.
¿Será que acaso crucé
un umbral sin saberlo? A lo peor acabo de mudarme a otro rompecabezas, y aquí
soy nada. Una vez Arturo (siempre Arturo, obligada referencia) me platicó un
cuento de ciencia-ficción que hablaba de bifurcaciones temporales; en un mismo
instante coexistían tiempos diversos, universos enteros, todos vivo, a los que
un solo accidente fortuito (apurar un vaso de Pepsi-Cola) había separado y que
terminaban por recorrer caminos independientes: un universo temporal en
continua expansión, mundos paralelos que en el mismo espacio recorrían distintas
rutas. Tal vez salté y estoy en un mundo alterno, en el que Jesús vendió a
Judas y los soldados del cuadragésimo César conquistaron este continente que ya
no se llama América.
Debo estar volviéndome
loca. Seguro es la falta de costumbre de salir sola a la calle por la noche, la
pura paranoia. Creo estar segura de haber visto la imagen de la moneda de 20
pesos, con rostro de Madero y todo, en las instrucciones del teléfono. “Creo
estar segura”; hay que saber. O bueno, hay que irse.
Cuando me levanto, luego
de haber dejado en la mesa un billete de quinientos, con la efigie de Zapata,
siento una voz potente a mis espaldas. Es el muchacho de las botas negras. Stat, me ordena, vin cum mic, y me toma del hombro. Ven conmigo. Lo dicen más que
nada su tono imperioso y la firmeza de su brazo. Le miro los ojos negros. No
los resisto. Me quedo engarrotada como estatua de marfil. Siento como si en sus
ojos se abriera una puerta y que mirando en su interior se divisara una
oscuridad muy profunda, pero tachonada de estrellas.
Quiero hablar, pero él
me adivina, me tapa la boca con un dedo y hace sssss. Me conduce al ventanal con su mano fuerte y fría: Vin, stat calme. Siento que de repente
todo este lugar está helado, pero me prende la idea de ver hacia la calle,
buscar una señal reconocible. El joven me guía, su rostro es apacible y
atractivo, pero siento que algo en él acaricia un sitio dentro de mí en el que
me da miedo estar, ese sitio que es el envés de la parte más clara de mi alma.
Esta caricia de la mano fría del joven extraño va dirigida a desatar los nudos
que logré amarrar con tanto esfuerzo. Quiere soltar la mariposa que hay dentro
de mí y tengo miedo de que la crucifique
en una habitación brumosa. Escuchar entonces mi susurro sssss, la muda explicación de mi imposibilidad de escapatoria. Pero
su brazo me dirige suavemente. Es un embrujo. Es un brazo de conjuro, un brazo
que es palabra (adivino sus músculos y vellos), potente luz mágica. Tiemblo
levemente, pero presiento que si quisiera ocultar mi temblor en su pecho, me
ahogaría en sus tinieblas. Me alejo un poco del cuerpo del muchacho, pero sigo
bajo su órbita. Siento que la luna baja por mi vientre. Algo arde en mí.
Mi acompañante se me
queda mirando. “Sunt filica litose lunati,
ai venit cum mic, te convocaiti”, me dice. Es increíble, pero le entiendo:
“Eres hija de las piedras de la luna: has venido a mí, te convoqué”. Sonríe. Por
primera vez percibo que esta lengua extraña es algo más que un medio de
contacto: es también juego, medio de placer. Le sonrío yo también,
abiertamente. Me pide que me siente.
Nos acomodamos. Se
presenta, señalándose con el índice: Yan. Hago lo propio: Berenice. Luego me
dice que el libro que estaba leyendo afirmaba que el lector debía ir al ristorán más cercano al llegar a la página
150, que allí siguiera leyendo y que arribaría una persona que había pisado una
de las piedras que la luna suelta cuando hay lluvia de estrellas: esas piedras
son pasajes mágicos, que llevan a las almas a juntarse. “Un bei ideo slavonici”, remata, “sed verica”. Una bella idea romántica, pero verdadera. Qué
gracioso, en este idioma le atribuyen a los eslavos el carácter romántico. Me
toma de las manos.
Miro a los ojos a Yan.
Sus manos fuertes y velludas me toman con firmeza, pero con un cariño que
siento intenso. Él me mira y es como si me leyera los palimpsestos del alma.
Como si supiera de cada escolio y apostilla. ¿Llegué aquí para estar sentada
con él, para compartir con él, para entenderlo y que me entienda? ¿Es esto el
destino?
Mi acompañante voltea
hacia la izquierda, espera algo. Me doy cuenta de que otro tanto hacen las
otras personas que están en el restaurant. Se advierte un clima de cierta
expectación. Vuelvo a escuchar la voz de Yan: O nut sta glumishi, oi pauperi venint, dice.
Se oye a lo lejos un
rumor de cánticos. Debo escucharlo con atención. Ya vienen, venint, sí, los pauperi. El sonido se hace más nítido, se filtra en el local.
Parece una mezcla de canto, grito articulado y lamento desnudo, que rueda en
volutas hacia nosotros. Parece ruido de lluvia primordial. Como espectros, los
comensales del ristoran Ionni se
asoman lentamente, mientras una mesera se ha sentado frente a un órgano
eléctrico y toca una pieza musical casi suave, casi alegre, casi pegajosa.
Luego llegaron imágenes
terribles: hombres y mujeres de todas las edades caminaban por la calzada,
muchos descalzos y sangrantes, con los ojos botados, los cuerpos enflaquecidos
y llagados, cuerpos, cuerpos indistinguibles uno del otro, vestidos con ropa de
manta y jeans deslavados, cubiertos ellos y sus ropas con costras de mugre
iluminadas por las poderosas lámparas de la ciudad. Y en medio de eso, un
rezo-canto-grito: “Virgun sant! Mant
anime pekai, mont corp patiski et plori, lava mant vita cum mont sang, virgun
sant! Y de inmediato el
lenguaje se me hizo perfectamente entendible, trágicamente degustable: la
pasión y el sufrimiento extremo habían generado consonancias, juegos verbales
que servían, al fin y al cabo, para hacerles más soportable la tortura de
vivir. Una luz brotaba de la música de esas palabras. Y esa luz alimentaba la
sangre que ofrecían los pauperi a la
ignota virgen. La palabra como amargo maná, como producto de un cuerpo que
sufre y llora (que padece e implora).
Adentro, la música
ligera hace un extraño contraste. La gente ha venido a ver la procesión como un
espectáculo, tal vez como algo folklórico. Siento que no les ha movido el
corazón. Tampoco a Yan –quien pasa su mano por mi nuca, y de repente la siento
fría.
Advierto que, entre los
peregrinos se descuelga un grupo de muchachos que tienen la cara cubierta.
Otros más salen del quicio de un edificio. Braman y gritan y se acercan
corriendo a la zona de tiendas y restaurantes –hasta ahora me percato que hay
más-. Logro zafarme del brazo de Yan, porque ya vi que están encendiendo bombas
molotov y hay que escapar cuanto antes. Estoy abriendo la puerta cuando, en un
zumbido deslumbrante, una botella vuela junto a mí, rompe el cristal y crea una
llamarada en una de las mesas.
Huyo otra vez, mojada
en mi adrenalina, huyo como siempre en las garras de esta noche que parece
eterna, las calles se disuelven ante mis ojos, esta ciudad siempre distinta a
sí misma que me sacude, me empuja, me esputa a la mitad de sus avenidas entre
su gente. De repente estoy entre los jóvenes revoltosos, me doy cuenta de que
visto de manera similar a ellos. Cuando logro detenerme, jadeante, me doy
cuenta de que estoy cubierta de pequeñas heridas: en las manos, en el dorso, en
los hombros, en la nuca. Me muerdo los labios y también causo una herida, una
probable futura cicatriz. Corro con los muchachos entre las piedras y muros, la
ciudad se pega a mí como el sudor, no es mi dominio.
Se escuchan sirenas que
deben ser policiacas. También motores. Una luz roja y azul intermitente. Otra y
otra más. Son tanquetas. Corro despavorida, mojada de miedo y de ansias de
llegar a casa. A mi derecha corre un riachuelo. ¿Qué pasa si lo cruzo? En ese
pensamiento estoy detenida cuando un chorro potentísimo de agua me lanza hacia
la orilla, trato de correr, me tropiezo con una piedra, recibo otro chorro que
me bota contra un terraplén. Siento que pierdo los sentidos.
Abro los ojos
cansadísimos. Un paramédico me está acomodando en una camilla.
-¡Ya está consciente!
–grita, en español, luego agrega una pregunta-: Señora ¿recuerda usted que la
atropellaron?
-No –alcanzo a
responder con una voz tan débil que casi no la
reconozco; me doy cuenta que estoy tirada debajo del puente a dos
cuadras de mi casa.
-No se preocupe, orita
la vamos a llevar al sanatorio –dice el paramédico.
Una mano toma la mía.
Es Arturo. No sabe qué decir, el pobre. Pero esa mano tiene un lenguaje que se
descifrar. Está casi tan confundido como yo, pero me ama. Igual que yo.
-¡Ay, chiquita gacha!
–alcanza por fin a decirme.
“Chiquita gacha” que
pisó dos veces las piedras de la luna y que descubre en esa simple frase una
sensación tan reconfortante que no sabe si llorar o ponerse a reír, y hace
ambas cosas por dentro porque le duele todo el cuerpo pero la felicidad le ha
entrado al espíritu.
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