Una
mañana de la primavera de 1985 llegué a la Facultad de Economía y, precisamente
al cruzar el umbral, tuve una epifanía. Como revelada por el cielo me llegó una
convicción: “ya no soy marxista”. Sentí que se había caído de mis espaldas un
amasijo de cadenas de hierro.
Durante
muchos años, tal vez más de diez, me había considerado marxista, a pesar de no
compartir a pie juntillas sus postulados. El andamiaje de esa teoría había
influído en mi formación de economista, pero sobre todo en mis quehaceres
políticos y en una visión general de la vida.
Como
profesor había sido criticado, desde años atrás, por la ultra de la Facultad. Una
ocasión llenaron las paredes de dazebaos
(cartelones en grandes caracteres, al estilo de la horrenda revolución cultural
maoísta) en los que atacaban a los maestros que no simpatizaban con los
grupúsculos extremistas. El epíteto dedicado a mí era ligerito: “ecléctico”, y
lo tomé como un cumplido involuntario: por supuesto yo no enseñaba sólo
marxismo, sino también otras teorías y puntos de vista. Al menos no me acusaban
de “marginalista”, “burgués” o “neoliberal”. Supongo que me han de haber visto
como marxista light, que a veces
renegaba del gran maestro (y despreciable por blando).
Pero
esta vez era diferente. Tal vez fue al palpar, extrañamente, la atmósfera
marxista de la Facultad que la sentí ajena. Y sentí como si toda ella estuviera
atada por una camisa de fuerza. Y percibí, en un momento liberador, que yo me
había despojado de esa camisa. Que no caminaba por un sendero estrecho, sino
por uno mucho más amplio.
Luego
me puse a considerar el por qué de esa sensación.
Como
economista, Marx me había parecido –y me parece- genial en varios hallazgos: el
concepto de plusvalía, la lógica capitalista de acumulación basada en el dinero
más que en la satisfacción de necesidades (y el efecto deshumanizador y
mortecino que ello conlleva), así como su análisis (a propósito omitido por sus
exégetas) de las causas que contrarrestan su propia teoría de la tendencia
decreciente de la tasa de ganancia. En cambio, me parecía –y ahora con más fuerza-
errado en su transformación de valores a precios (es decir, incapaz de pasar de
lo abstracto a lo concreto) y muy rebasado por la historia en lo referente a
las finanzas. En otras palabras, del economista Marx me quedaba yo con la parte
filosófico-social; de lo estrictamente económico, lo mejor era la parte en la
que explicaba por qué su teoría podía fallar y, para cuestiones de política
económica, no había nada siquiera medianamente practicable.
Como
historiador, en principio la teoría marxista me parecía fortísima: en particular,
los conceptos de contradicción entre el desarrollo de las fuerzas productivas y
las relaciones sociales de producción y de que las condiciones objetivas de
vida determinan la conciencia subjetiva. Obviamente, eso significa considerar
que sí existe la lucha de clases. Pero igual no podía cerrar los ojos ante
varios problemas nodales: el carácter eurocéntrico del análisis, que el famoso “modo
de producción asiático” no resolvía de manera alguna y, sobre todo, la soberbia
presunción de que el método era tan científico que podía predecir el futuro.
Las carencias y límites evidentes del llamado “socialismo real” eran un ejemplo
de que algo andaba mal en las previsiones; quienes más parecían pasar del “reino
de la necesidad al reino de la libertad” eran los pueblos de los países
capitalistas desarrollados, guiados por “renegados” socialdemócratas cada vez
más alejados de los postulados marxistas.
Nunca
tuve demasiado interés en el llamado “materialismo dialéctico”. Entendía que el
concepto de enajenación (creo que ahora prefieren usar “alienación”) era
anterior al propio Marx y siempre he compartido la idea de que no basta con
intentar comprender el mundo, sino que hay que intentar cambiarlo.Pero hasta
ahí.
Hecho
el resumen, pareciera que mucho de marxista quedaba en mí. Pero falta un
elemento central: el rechazo a la cosmovisión de quienes se autonombran
marxistas. El rechazo a la conversión de una serie de doctrinas en un corpus a
partir de cual hay que basar toda reflexión y toda acción. O peor, la
transformación de estas doctrinas en dogma de fe, o en la medición de “grados
de pureza”, como hacían los más radicales.
El
capitalismo había cambiado, las sociedades eran muy distintas a la Europa decimonónica
que Marx vivió, había mucho que analizar y que descifrar en las ciencias
sociales con herramientas novedosas. El pensamiento colectivo de la humanidad y
la realidad misma fluían a otra velocidad y en direcciones muy distintas.
Mantenerse encasillado en el marxismo era lisiarse, era velar la propia vista,
era paradójicamente enajenarse.
Creo
que esa epifanía fue, además, muy oportuna. Casi coincidió exactamente con la
llegada de Gorbachov al gobierno de la URSS. Seguirían años de cada vez más
acelerada desconección del marxismo, así que cuando el socialismo real terminó
su periplo histórico, no sufrí el shock
que padecieron otros.
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