Se venían las elecciones intermedias de 1985 y en la Comisión de Análisis del PSUM queríamos hacer algo diferente y entender con cierta precisión los puntos de vista de la población. Platicando con Eduardo González Ramírez, nos lanzamos a hacer encuestas de opinión, para medir no solamente popularidad partidista, sino para intentar entender algunos de los resortes que mueven a los votantes.
A mí el
tema me fascinaba y habíamos hecho algunos pininos muestrales en 1982, pero una
encuesta era otra cosa. Para prepararme, para no llegar estrictamente como El
Borras, me bebí dos libros, Encuestas en
la Sociedad de Masas de Elisabeth Noelle y Polls: Their Use and Misuse in Politics, de Roll y Cantrill, y
repasé mis textos de estadística. También tuve un par de pláticas aleccionadoras
con Luis Woldenberg, hermano de Pepe, quien desde entonces trabajaba en el
mundo fascinante de la demoscopia.
Lo
primero que hice fue un cuestionario piloto, que probé –junto con asistentes de
la Comisión, recién egresados de las universidades “rojas” de Puebla y Sinaloa-
con transeúntes en la colonia Roma. Ese ejercicio me obligó a hacer ajustes
notables al cuestionario.
Con
estos jóvenes y con otros militantes levantamos la primera encuesta. Fue en el
DF, en viviendas, utilizando la casilla como unidad para la muestra
aleatoria-sistemática. Los resultados en la capital fueron muy interesantes,
sobre todo analizando la intención de voto por grupos de edad. Resultaba que el
partido obtenía más del 20 % entre los treintañeros (grosso modo, la generación del 68) y sólo podía superar el umbral
del 10 % entre los primovotantes y entre los mayores de 60 (que habían vivido
el cardenismo, concluímos).
También
nos dimos cuenta –algo que se repetiría en otras localidades- de que había una
correlación entre los principales problemas percibidos en el país y la
intención de voto. A los únicos que les interesaba el problema “falta de
democracia” era a nuestros votantes. Los que ya teníamos en el tema que
insistíamos. Los panistas estaban preocupados por la inseguridad y los priistas
por los bajos salarios y la crisis: el salarial debía de ser el nicho de
campaña, concluimos.
Igualmente,
encontré en el DF un patrón por clase social que ha variado poco en décadas. Había
una clara correlación positiva entre ingresos e intención de voto panista (“dime
qué porcentaje tuvo el PAN en tu colonia y te diré que tan rico eres), con la
sola excepción de las colonias muy ricas (y priistas); el PRI abarcaba todo el
espectro social, pero se hundía notoriamente en la clase media y media-baja;
nosotros teníamos cierta fuerza en estos dos sectores y entre los trabajadores,
pero éramos inexistentes en las colonias marginales, prácticamente unánime con
el partido gobernante. Los más pobres veían a Papá Gobierno que les aliviaba
parcialmente sus miserías (y eso sigue, carajo).
El
éxito de la encuesta capitalina nos llevó a hacer dos más, en Guadalajara y
Monterrey. Fui a una con Alejandro Encinas (y platicaba unas anécdotas
sensacionales sobre un reciente viaje a Haití) y a la otra con Eduardo
González. En ambas nos alojamos en casas de maestros, hice la muestra sobre el
terreno y capacité rápidamente a los encuestadores.
En
Guadalajara el partido tenía cierta presencia, sobre todo magisterial y
estudiantil, a pesar de que los miembros de la FEG que habían estado en el PSUM
se pasaron –junto con buena parte del grupo de Gascón Mercado- a la campaña del
PMT. Recuerdo de ellos una pinta antimundialista, que me pareció ridícula: “No
queremos goles, queremos más frijoles”, como si unos y otros estuvieran
peleados.
En
Monterrey, en cambio, el partido era pequeñísimo. Unos cuantos obreros, algún
intelectual descarriado (Abraham Nuncio, se llamaba nuestro anfitrión) y varios
viejos militantes comunistas que venían del más rancio estalinismo, pero que
estaban fascinados con la modernidad de la encuesta.
Publiqué
los resultados generales de las tres encuestas en la revista Punto, lo que generó alguna molestia y
una ligera reprimenda del politburó a Eduardo González y a mí. La irritación
provenía sobre todo de algunos cuadros medios, que consideraban que los
resultados eran “derrotistas”, porque el partido aparecía en un claro tercer
lugar y con un crecimiento marginal en las preferencias (incluso tuve un breve
debate público epistolar con Ramón Sosamontes al respecto).
Al
final, confrontadas con los resultados, resultó –como también preveíamos- que
las tres encuestas habían sobrestimado al PSUM, sobre todo en Guadalajara.
Tiempo después me enteré que los compañeros cambiaron una de las zonas de
levantamiento en la capital de Jalisco: tocaba, por el azar, hacerlo en una
colonia dominada por la secta Luz del Mundo, les dio miedo y mejor lo hicieron,
a pesar de mis instrucciones, en una unidad habitacional magisterial. Era la
segunda vez que el ansia militante echaba a perder un ejercicio estadístico.
Pero en
general, las encuestas en las metrópolis rindieron su fruto. Hicieron que el
discurso se moviera más hacia los temas de la crisis y los salarios y, sobre
todo, animaron a la dirigencia del partido a hacer un esfuerzo serio para hacer
conteos rápidos confiables el día de la elección. Esa sería una experiencia
extraordinaria.