Tal vez el improbable lector piense que, entre los traumas
personales, la crisis económica, la frustración política y, encima de eso, las
tragedias que viví de cerca, los años que reseño fueron totalmente negros para
mí. No es el caso. Hubo varios momentos y elementos que significaban una tregua,
y algo más.
El Rayo
Raymundo crecía y, además de guapo y fuerte, era simpático,
inteligente y vivaz. Hablaba mucho, y con muchos errores. Mira uno kíkaro: Mira, un helicóptero. Te bullicaste: Te equivocaste. ¿Qué
dice el oj?: ¿Qué horas son, qué dice el reloj?
Una vez me pregunta:
-¿Papá, los gatos
muerden?
-Los gatos arañan.
-¡Te estoy hablando de
un gato, no de una naraña!
En la mesa:
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Yok-Yok con un amigo rana |
-Ya no quiero más
albón.
-Albóndiga.
-Sí, ya no quiero más
albón.
-Albóndiga.
-¡Dije albón, dije
albón!
Como pueden ver, al Rayito le gustaba alegar. Un día le
dije: “eres alegoso”. Su respuesta:
¡Yo no me llamo así,
me llamo Raymundo!
Siempre lo llevaba a la Feria del Libro Infantil y Juvenil,
y que lo invitan a la cabina de Radio RIN Infantil. Le preguntan su nombre, y lo
dice muy bien.
-¿Y cómo se llama tu papá?
-Se llama Frasquito
Báez.
Al Rayito le gustaban mucho los cuentos. Por esos años su
favorito era Yok-Yok, un muñequito simpático que venía en unos libros caros.
También leía mucho unos de Disney que venían acompañados de un cassette que los
contaba, y una campanita decía cuándo había que cambiar de página. Imité el
método, grabando –con la ayuda de una campanita casera- las aventuras del Rey
Mono, unos libros chinos baratísimos. Esas grabaciones las llegó también a usar
Camilo –quien por cierto, en esos días nos enteramos que venía en camino, un
motivo de felicidad.
También era fan de los carritos. Hacíamos complicadas
carreras con varios competidores a lo largo del departamento. Al niño, por
supuesto, le solían tocar los mejores vehículos, y a mí el camión que se
volteaba –y había que retrasarlo una cuarta por el accidente.
En el verano tomó clases de natación. Yo lo acompañaba al
vestidor y decíamos, cuando se le arrugaban de tanto estar en el agua, que
tenía “dedos de pato”.
Muchos momentos de felicidad con mi hijito. Tregua.
Punto
El semanario Punto,
que dirigía Benjamín Wong, cubrió con eficacia mi necesidad de escribir y
publicar de manera cotidiana, tras la salida del unomásuno y la desaparición de Solidaridad.
La publicación era, en lo esencial, una colección de columnas de opinión –muchas,
de refugiados del uno- y yo, además
de mi columna semanal sobre cualquier tema, me encargaba de la “sección de
economía”, que era una plana que yo hacía de cabo a rabo.
Punto estaba a pocos minutos a pie de la casa y, una tarde a
la semana, yo iba a las oficinas a entregar mi material, a platicar con el
personal y con don Benjamín, un periodista con muy buenas ideas (me ayudó a
hacer mis pininos como editor) y un solo defecto: él ponía las cabezas y no
sabía cabecear. En una ocasión, Pepe Woldenberg hizo un texto jugando con el
nombre de un espía descubierto por EU y el de una marca de whiskey. Wong
platicó la respuesta al juego (que era el nombre Johnny Walker) en la cabeza.
En otra ocasión, yo quise comparar la Serie Mundial con las elecciones gringas,
y Wong puso una cabeza estrictamente de beisbol. En fin. Pero aprendí mucho y
me divertí.
Maca y Mónica
Mónica
Speckman había sido alumna mía, y luego se convirtió en mi adjunta (sabía mucho
de los temas, pero le ganaba su timidez). Sobre todo fue, en esos meses,
alguien con quien pude sostener largas conversaciones acerca de todo. Su papá,
un señor que tenía una historia interesante, era dueño de la librería donde
compré las historias de Yok-Yok. Las conversaciones estaban salpicadas con
asuntos de psicoanálisis, porque ambos estábamos en terapia (y la mamá de ella
era psicoanalista). Estaba casada con un comunista chileno sorprendentemente
parecido a Humberto Zurita y en esos tiempos esperaba un bebè (o estaba por
quedar embarazada). Alguna vez intentamos hacer una reunión de parejas con
Patricia y con su marido, pero en realidad quienes éramos amigos éramos ella y
yo. Sé que dejó la economía y ahora es psicoanalista, como su mamá.
María
Cruz Mora, Maca, ha sido una de mis
más grandes amigas. Era esposa de Fallo Cordera y también trabajaba en la
Facultad. Solíamos visitarnos a nuestros respectivos cubículos (yo más al de
ella), platicar por horas y horas y fumar como chacuacos. De política, de nuestras
familias, de historia, pero sobre todo, de la vida. Creo que conocimos con
pelos y señales la vida de cada uno, sus dudas, sus miedos, sus amores, sus
despechos, sus tics. A ella le dolía mucho lo mucho que habían sufrido sus
progenitores, sobre todo su padre, en la Guerra Civil Española. Yo le decía:
“Piensa, Maca, si Franco y los fascistas no hubieran ganado, tus padres no se
habrían conocido y tú no existirías”. Ciertamente, corrían tiempos complicados
y estoy seguro que esas conversaciones nos ayudaban a sobrellevarlos mejor. Nos
divertíamos mucho en ellas. Maca es
una de las personas más lindas que he conocido.
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En mi cubículo del CEDEM |
La videocasetera
La
modernidad de la videocasetera (una Beta, por supuesto) llegó a la casa en 1984.
En los dos años anteriores habíamos ido poquísimo al cine, entre otras razones
porque entonces sí se prohibía la entrada de bebés a las salas. Lo siguiente
fue conseguir un video-club, porque ni modo de comprar las películas, que eran
carísimas.
Vadillo
me recomendó uno, que había fundado un amigo suyo, Carlos Sevilla, en la
colonia Narvarte. Se llamaba Tiempos
Modernos y funcionaba de la siguiente manera. Al hacerte socio “comprabas”
una peli y te cobraban por el servicio de trueque semanal de películas de los
socios. Obviamente había muchos más casetes que socios, y la oferta –sobre todo
del lado semi-culturoso- era buena. La ventaja, que los videoclubes comerciales
de los años siguientes no tenían, era que el préstamo era semanal y el cargo si
te pasabas una semana o dos más era mínimo.
Los
casetes eran de todo tipo: originales, copias tomadas de la tele y piratones. A
menudo, filmados sobre filmado: una vez se acabó la peli y lo que siguió fue la
grabación de TV del famoso rollo de López Portillo de la defensa del peso como
perro; otra, en medio de Lo que el Viento
se Llevó, pasó una alerta sobre cierto huracán que se avecinaba a las costas
de Texas. Pero el chiste es que por fin podíamos pasar una noche viendo un
filme interesante.
Claudio en México
En el
verano llegó de visita a México mi querido amigo Claudio Francia (ya había
estado aquí antes, con un sobrino, pero casi no lo vi porque yo estaba en
Sinaloa). Se quedó casi todo el tiempo en casa de Carreto (un par de días en mi
casa). También se echó un rol norteño, volando a a la capital chihuahuense y
tomando el famoso tren Chihuahua-Pacífico. De su visita recuerdo con gusto un
par de reuniones-fiestas en casa de Mapes, una ida al beisbol al clásico
Tigres-Diablos, la legendaria perdida que se dio cuando pidió un auto prestado
y recaló en Iztapalapa y, sobre todo, las interesantes, y vitales
conversaciones políticas y existenciales que sostuvimos.
Los Juegos Olímpicos del 84
Ya
saben que tengo debilidad por los Juegos Olímpicos. Los de Los Ángeles en 1984
no fueron la excepción, y los disfruté mucho, a pesar de la ausencia del bloque
soviético, la consiguiente victoria arrasadora de la delegación estadunidense y
las cantidades industriales de propaganda nacionalista reaganiana –a la que
Televisa hizo eco y bocina- que acompañaron esos juegos.
¿Mis
principales recuerdos? La inauguración, que estaba bien chafa hasta que
aparecieron decenas de pianos tocando Rapsodia
en Azul. El primer día, la fuga de Raúl Alcalá en el ciclismo de ruta –y mi
indignación con Sonny Alarcón, quien
se preocupaba de que lo acompañara un italiano, cuando el problema es que una
fuga de dos tiene pocas probabilidades de éxito-. En los días siguientes, mi
apoyo al Albatros alemán Michael
Gross –único obstáculo para la barrida de los tritones gringos-, mi admiración
para Greg Louganis –Sonny calificaba
los clavados según si salpicaban agua o no-, los triunfos arrasadores de Carl Lewis, la emoción incontenible con el 1-2
de Canto y Raúl González en los 20 kilómetros de caminata (la afrenta de Moscú
estaba vengada) y con el oro de Raúl en los 50 k, la pelea que le dio medalla a
Héctor López (que vimos Pablo Pascual, Xavier Cabrera, Pepe Zamarripa y yo en
una tele minúscula que tenía Chamarrita
en su cubículo) y la final, en la que perdió el oro.
También
hice tremendos corajes con los periodistas y narradores. Ya comenté de Sonny.
En Televisa hacían un resumen super elogioso para los gringos con un tipo tan
pro-yanqui que a la arquera mexicana Aurora Bretón le decía Orora Bretton. Ninguno se dio cuenta de
lo bien que iba el luchador Daniel Aceves, hasta que sacó su medalla. En el
caso de Youshimatz fue peor: no sabían cómo se medían los puntos en la carrera
australiana y el mexicano había calificado con pocos puntos, pero ganándole una
vuelta a los rivales: afirmaron que pasó de panzazo y no transmitieron la
final, donde obtendría el bronce. Fue la primera vez que, aunque con menos
horas de pantalla, Canal 13 derrotó a Televisa en la calidad de su transmisión
olímpica: una tendencia que duraría dos décadas.