A
mediados de 1984 hubo una semana particularmente terrible, densa, malvibrosa.
Tres días fueron particularmente dramáticos.
El eclipse y el asesinato de Manuel Buendía
El 30
de mayo por la mañana, un eclipse anular de sol sería visible en buena parte de
la república mexicana. Salí con Rayito al parque cercano a nuestra casa, mi
intención era que viéramos el fenómeno entre el follaje de los árboles, para no
estar demasiado tiempo mirando el sol. Salimos muy animados, pero ya en el
camino me dí cuenta de que aquello sería un fiasco: de todas formas el sol no
se veía porque el cielo estaba totalmente nublado, en capas superpuestas. A los
pocos minutos de estar en el parque, cuando parecía que entre las hojas se
abría un espacio para ver el sol tapado sólo por una nube ligera, comenzó a
chispear, el cielo se encapotó totalmente y regresamos a casa. La luz había
disminuido, pero era difícil siquiera saber qué tanto se debía a la nubosidad y
qué tanto al efecto del eclipse.
Pocas
horas después, recibí la primera de varias llamadas telefónicas para darme una
noticia infausta. Manuel Buendía, el respetado periodista de Excelsior, acababa de haber sido
asesinado, cuando salía de su oficina en la colonia Juárez. En ese momento no
dudé en pensar que alguien en el gobierno lo había mandado matar: era lo que
nos faltaba: a la crisis económica, la represión sindical y la disminución de
espacios críticos en la prensa, se sumaba ahora la violencia contra un
periodista muy reconocido, quien ese día nos representaba a todos.
Al otro
día, asistí –puesto que ya me consideraba parte del gremio de los periodistas-
al homenaje que le hicimos a Buendía en el monumento a Francisco Zarco.
Recuerdo que uno de los oradores fue Miguel Ángel Granados Chapa.
El
gobierno de De la Madrid quiso desviar las investigaciones del asesinato hacia
temas personales y hasta pasionales. No tenía credibilidad. Fue hasta
principios del sexenio siguiente –un lustro después- que se detuvo al autor
intelectual del crimen: José Antonio Zorrilla, quien era director de la
Dirección Federal de Seguridad, la policía política. En otras palabras, el
trabajo del caso Buendía, en sus primeros años, fue encabezada por el criminal:
la realidad superó a la ficción de la película Investigación sobre un ciudadano por encima de toda sospecha. Hay
muchas versiones sobre los motivos (la narcopolítica es la más socorrida), pero
nunca se sabrá, con certeza, por qué mandaron matar a Manuel Buendía.
No
puedo dejar de apuntar que, en la época del asesinato de Buendía, la DFS
dependía de la Secretaría de Gobernación, a cargo de Manuel Bartlett, hoy
senador “de izquierda” bajo las siglas del Partido del Trabajo.
Doble Suicidio
Habían
pasado dos días de la muerte de Buendía y yo me encontraba en el cubículo de mi
amiga Maca Mora, platicando de las cosas de la vida, cuando llegó, visiblemente
perturbado, Pepe Zamarripa. Nos dijo que nuestro cuate y compañero del MAP,
Carlos Juárez, había muerto, aparentemente por suicidio. Al cubículo también llegó
otro profesor y mapache, Xavier
Cabrera Adame, con la misma noticia. Ahí mismo decidimos que iríamos a ver.
Capaz que no había muerto.
Llegamos
a casa de Carlos Juárez, que estaba en el sur de la ciudad, y ya había varios
cuates allí. Nos confirmaron que en la recámara superior estaban los cadáveres
de èl y de una chava muy joven, de 22 años, que había llegado al PSUM por la
vía del Partido Comunista, y de la que se había hecho novio pocas semanas
atrás. La planta baja, que era la típica casa de profesor universitario, con
hartos libros y muebles baratos estilo colonial mexicano, estaba limpia y
normal. Los vecinos habían escuchado dos detonaciones la tarde anterior,
decían.
Yo no
lo podía creer. Apenas el 1º de mayo había recorrido con Juárez y con Fernando
Arruti el centro de la ciudad, luego de la marcha obrera –en la que estuvimos
en el contingente del Sutin, para mentársela más a gusto a MMH-, y Arruti se le
había pasado haciéndole comentarios jocosos a Juárez acerca de su joven novia.
Pasaron
los minutos y la mayoría estábamos abajo, en el patio, como pendejos. Luego
llegó Rolando Cordera, subió y, de regreso, además de describirnos con lujo de
detalles la escena, caviló sobre algunas sospechas (es que así de enrarecido
estaba el clima político, tras el asesinato de Buendía). Los dos cuerpos en la
cama, uno sobre el otro: el corazón de ella y el cerebro de él, estallados. En
el buró, dos tragos medio vacíos y una copia de Las Flores del Mal, de Baudelaire. A Rolando le parecía un montaje.
Llegó
un agente del MP y luego gente de la funeraria. Estaba yo de baboso al pie de
la escalera cuando los empleados de la funeraria empezaron a bajar, cargando en
un catre de lona el cadáver de Juárez, cubierto con una cobija, trastabillaron
un poco, y Pablo Pascual y yo nos ofrecimos a ayudarlos. Mientras bajaba,
sosteniendo el peso (y entendí al empleado, el muerto estaba gordito), alcancé
a ver la bota del cadáver que se bamboleaba. Apenas colocamos el cuerpo en la
camioneta, me fui a paso veloz al primer lavadero que encontré y me lavé
afanosa e insistentemente las manos sudadas y temblorosas. “La muerte es sucia”,
pensé, sentí.
Pelotera en el túnel de CU
¿Qué
mejor para quitar la mala vibra que ir a un buen partido de futbol al día siguiente? Más aún si
se trata de la semifinal Pumas-Chivas en el estadio de CU, para la cual
teníamos boletos mi amigo Eduardo Mapes y yo.
Acostumbrados
a ir a partidos chicos de los Pumas, y –por tanto- desacostumbrados a ese tipo
de clásicos, Eduardo y yo llegamos al estadio poco antes de las 11 de la
mañana. Ya se veía lleno desde que estacionó su auto. Varios de los accesos a
las gradas ya estaban cerrados y mucha gente se concentró en los pocos que
permanecían abiertos. Allí, a las afueras del Universitario, nos encontramos
con Pepe Zamarripa, Carlos Daniel García y Ramón Sosamontes, compañeros de
partido, pero chivas de corazón, y con Fernando Calzada, mapache y profesor de la Facultad, quien había llegado con dos
pequeños sobrinos.
Entramos
todos, junto con decenas de personas más, al túnel que nos llevaba a las
gradas, pero a la mitad del camino el avance se hacía cada vez más lento… hasta
que nos quedamos atrapados. La gente que estaba parada detrás de las últimas
filas de la parte baja del estadio estaba siendo empujada por quienes llegaban
y casi no podía desplazarse. Se generó un tremendo tapón y ya nadie se podía
mover. La masa humana tenía movimientos peristálticos, como de olas, pero no
avanzaba. Empezaron los gritos histéricos; venían de atrás y se contagiaron
hacia adelante, a una mujer embarazada junto a mí. Traté de ahuecar el tórax
para no aplastarla. Aquello era desesperante.
De
repente, escucho un grito. Es Calzada: “¡Pancho, te mando a mi sobrino!”, y veo
que el niño, como de nueve años, viene hacia mí gateando por encima de las
cabezas. Logro incrustrarlo delante de mí, mientras veo que Mapes –entonces todavía
muy delgado- empieza a escurrirse en su camino del túnel a la luz. Lo voy
siguiendo y a los pocos minutos estamos libres, y encontramos lugares hasta
adelante, a la altura del manchón de penalti. Allí llegan poco después Calzada,
el sobrino más pequeño y Carlos Daniel García. Zamarripa y Sosamontes no lo
harían (eran los que iban más atrás y decidieron salir del túnel por el lado opuesto,
renunciando al partido).
Del
partido puedo decir que fue una experiencia rara: la publicidad estática frente
a nosotros evitaba que viéramos el pasto (y por lo tanto, los pies de los
jugadores y la pelota) en una parte importante del terreno. Para colmo, el
partido –a pesar de la victoria de los Pumas con un bonito gol del Tuca Ferreti- se fue a penales (que por
supuesto se tiraron del lado contrario a la zona donde nosotros estábamos),
Manolo Negrete falló y los Pumas fueron eliminados.
Queriendo
huir de las experiencias mortecinas fui capturado por otra, con muy claros
símbolos: la masa informe que va perdiendo humanidad, el túnel y la dificultad
para atravesarlo y llegar a la luz-renacimiento. Por si hubiera alguna duda del
parentesco de esa experiencia con la muerte, casi exactamente un año después
fue la tragedia del Túnel 29, en el mismo Estadio Olímpico Universitario, que
cobró 11 vidas.
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