Esta
entrada podía ser “En el diván IV”, y tocar de nuevo el tema de la muerte y la
vida. Pero no lo es estrictamente.
La
semana oscura de eclipse y muerte me pegó muy hondo, porque me enojó mucho. Ese
enojo era producto de una molestia muy grande que tenía yo, que también puede
definirse como frustración. “¡Tanto amor y no poder hacer nada contra la muerte!”,
dice el poema de Vallejo. Pero obviamente no se refería sólo ni principalmente
al hálito de muerte que rodeó aquella semana, sino a algo más profundo y duradero,
contra lo que me rebelaba de manera vaga y difusa, sin poder vencerlo.
Muy
posiblemente, el alimento principal de esa frustración que yo sentía era la
situación general del país. La inflación galopante ahora también se convertía
en jamón que no era jamón y queso que no era queso, las perspectivas salariales
eran bajas, y también en política la izquierda estaba bocabajeada.
Adicionalmente, eran los años en los que el monopolio de Televisa era
efectivamente eso, porque generaba una suerte de unanimismo cultural y estético
de lo más ramplón (uu-ooh uu-ohh,
suena el estribillo como sonido de fondo). Y, como cereza en el pastel, la
omnipresente propaganda gubernamental vendía una estrategia económica totalmente
equivocada –cuyos efectos aún resentimos-, mientras crecían en influencia
visiones aún más extremistas, que querían profundizar la recesión para salir de
una crisis que parecía no tener fin.
En el
lado personal, igualmente, había sus asuntos. Sentía que no era lo
suficientemente apreciado profesionalmente,
la grilla en la Facultad empezaba a parecerme asfixiante (poco después
empeoraría) y, en otras cosas, la rutina parecía tragarme.
¿Cómo rebelarse
a ese malestar?
Uno de
los mecanismos de huida que he utilizado de toda la vida ha sido jugar con
números, listas y demás. Son un intento de poner orden en un mundo que percibo
caótico. Evidentemente, son un mero subterfugio neurótico –en eso hizo énfasis
Juan Diego, mi analista-, porque no sustituyen la realidad caótica, sólo me
sirven como paliativo para dar la impresión de que controlo algo, al
clasificarlo o numerizarlo. En otras palabras, no controlo ni madres, pero me
hago la ilusión de que sí, y eso me ayuda a vivir.
En esas
fechas, había yo vuelto a hacer mis juegos de pepper-game casero, que había practicado mucho durante mi infancia (tirar la bola contra la pared, decidir qué jugada es, según donde rebote y
cómo la atrape, llevar el registro como si se tratara de un juego de beisbol).
Esta vez, había llevado el juego a un nuevo nivel de refinación: jugaban todos
los equipos de Grandes Ligas, con su roster completo, y llevaba yo una estadística
estricta. Entre pláticas y reflexiones, me fui dando cuenta de que era la
típica reacción del esclavo-rebelde (comentada aquí), y que nada solucionaba.
Era un sucedáneo de juego, como sucedáneo de vida era lo que sentía estar
pasando. Tenía que rebelarme en serio: hacer una suerte de manifiesto
vitalista, y vivir de acuerdo a él.
En esas estaba, cuando Salvador de Lara, también fan del beisbol, me pasó una fotocopia de un artículo sobre el rey de los deportes aparecido en la revista Atlantic (una fotocopia, faltaban muchos años para que surgiera el internet). El artículo hablaba de un tipo entonces desconocido, llamado Bill James, y que todo beisbolero decente conoce hoy como el fundador del sabermetrics, es decir, del análisis del beisbol a través de la evidencia objetiva (que no se encuentra en las estadísticas tradicionales). Pero también mencionaba una novela en la que jugadores falsos de una liga de beisbol inventada (como los míos) cobraban vida y terminaban dominando a su autor, en un proceso típico de enajenación.
Se me prendió una luz y encontré que había un hilo que
ligaba los dos temas del artículo con la realidad económica del país y con la
crisis de la teoría económica, que estaba siendo sustituida por modelos
matemáticos adorados por una nueva generación de economistas. Y todo eso lo
expresé de una manera en la que –al tiempo que subrayaba la necesidad de
cambiar una vida insatisfactoria- las contradicciones se expresaban como un
duelo constante entre Eros y Tanatos, entre el principio de vida y el principio
de muerte.
Es el surgimiento de “Beisbol, Estadística y Economía”, un
ensayo que se publicó en Economía Informa
en julio de 1984 (y que años más tarde reproduciría la revista etcétera). Era un llamado didáctico a
los economistas a saber utilizar los números como herramientas, no como un fin.
Era una crítica a los teóricos de la economía pura, que estaban al alza, y
cuyas fórmulas iatrogénicas estaban dañando la vida de la gente. Pero sobre todo
era un manifiesto vitalista, producto de mi momento.
Releo el texto y ya no estoy de acuerdo al cien por ciento.
Hoy le cambiaría algunas cosillas. Pero me sigue gustando. Y sigo pensando que
es de lo mejor que he escrito en materia de economía (con su pizca de
filosofía).
Algún lector poco atento me comentó que el texto “Beisbol, Economía y Encuestas Electorales”, que apareció en Nexos en 2006 es una suerte de remake del publicado
originalmente en 1984. Hay elementos comunes (El epígrafe, Bill James contra la
visión esclerotizada del beisbol, la crítica a determinadas estadísticas económicas
y la necesidad de encontrar parámetros relevantes), pero son en realidad muy
diferentes.
“Beisbol, Estadística y Economía” es más filosófico, más
político, se encamina a una crítica radical de la disciplina económica. El
ensayo de Nexos se detiene mucho más
en el beis, y hasta cierto punto, modera los excesos vitalistas del texto más
antiguo: se centra más en la conveniencia de encontrar estadísticas útiles que
en el hecho de que toda estadística es imagen y, por tanto, mediación de una
realidad difícil de aprehender.
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