Poco a poco el siglo XX se convierte en un mero recuerdo.
Prueba de ello es que muchos de los principales personajes de su último tercio
están muriendo. Uno de ellos, insuficientemente reconocido, es Arnoldo Martínez
Verdugo.
A Martínez Verdugo se le conoce (un poco) por ser el
“último” dirigente del Partido Comunista Mexicano. Esto en sí es ver las cosas
parcialmente. Arnoldo es el hombre que cambió el rostro del comunismo mexicano y
precisamente por eso fue el último secretario general del PCM. Pero lo
importante es lo primero.
Hombre de origen obrero, Martínez Verdugo llegó a dirigir el
PCM en una época doblemente complicada, al inicio de los años sesenta. Por un
lado, la mayoría de los partidos comunistas del mundo occidental seguían
ciegamente los dictados soviéticos (y en el fondo de su corazoncito todavía
eran bien estalinistas); por el otro, en México se vivían años de persecución
ideológica y de represión. El partido era ilegal, semi-clandestino.
Con Arnoldo a la cabeza, el PCM inició un viraje ideológico,
lento al principio, que lo fue alejando de la obediencia soviética y poniendo
al día de la realidad y los problemas de la democracia mexicana que se estaba
gestando en los movimientos sociales. Lo hizo entre la espada y la pared: entre
las presiones, las críticas y los complots de Moscú y los embates de un
gobierno mexicano que no aceptaba disidencia alguna.
Ya en 1968, se separó claramente de la línea ortodoxa, ante
la invasión soviética a la entonces Checoslovaquia y, tras el movimiento
estudiantil –hasta cierto punto, gracias a éste- se lanzó por nuevos
derroteros.
Un punto clave fue que, en un momento crítico, Martínez
Verdugo no se dejó seducir por los cantos de sirena del foquismo insurreccional
y fue conduciendo a su partido hacia las instituciones. Lo hizo a través de un
debate muy fuerte, que se desarrolló durante los años setenta, en el que fueron
quedando atrás las pretensiones obreristas e incendiarias, y fueron cobrando
fuerza posiciones que apostaban por el trabajo político dentro del modelo
democrático pluripartidista. Que apostaban por la democracia como la vía
maestra a través de la cual podrían introducirse elementos de socialismo en la
vida nacional.
Ahora parece muy sencilla y obvia esa elección. No era así
en los años setenta. A Heberto Castillo se le ha reconocido el mérito histórico
de asumirla (aunque Heberto pensaba, en el fondo, en una Revolución). A
Martínez Verdugo debe también reconocérsele, y con más razón, porque siempre
fue consecuente.
Tan clara era la elección que en 1976, aún sin registro, el
PCM de Arnoldo lanza un candidato a la Presidencia. Era un grito: “¡Queremos
participar en las elecciones, tenemos derecho!”.
Es en esas condiciones como el Partido Comunista Mexicano
aprovecha la reforma política de López Portillo de 1977 y solicita su registro
condicionado para las elecciones de 1979 (mientras Heberto y el PMT deshojaban
la margarita). A partir de ahí, el PCM se vuelve el centro alrededor del cual
se van aglutinando distintas agrupaciones de izquierda. Primero lo hacen por
razones electorales, con la Coalición de Izquierda, que tuvo un buen desempeño
en aquellos comicios intermedios.
A partir de la llegada de los comunistas y sus aliados al
Congreso, el debate dentro de la izquierda –y no sólo del PC- se intensifica.
Se vuelve cada vez menos una discusión sobre la táctica y la estrategia, y cada
vez más un debate sobre el proyecto de país que delineaba esa corriente
ideológica. Un debate de política económica y de política social; un debate
acerca de las libertades y los derechos; un debate acerca de la cultura y las
formas de apropiársela. Una parte importante de la izquierda había dejado atrás
los sueños revolucionarios y le brotaban las ideas a borbotones.
En esos años, hablabas con un comunista mexicano y luego con
uno sudamericano y encontrabas un mundo de diferencia. En el sur vivían todavía
–decía un amigo- “el comunismo primitivo”.
Poco después, en 1981, el Partido Comunista toma una
decisión histórica: disolverse y fusionarse con otras organizaciones de
izquierda para fundar un partido de nuevo tipo. No fue sólo un cambio de
nombre, hay que decirlo, aunque esto haya sido significativo. Era una
declaración de principios. No en balde, ese gesto fue saludado como un acto
valiente de parte de los partidos llamados “eurocomunistas”, que habían roto
con el Kremlin y buscaban llegar al poder mediante las instituciones
democráticas.
En el nuevo partido, el PSUM, por un tiempo funciona el
concepto, bastante gramsciano, de “partido pensante”. En los cursos de la
escuela de cuadros del PCUS, los documentos del PSUM eran de obligada lectura,
pero dentro del módulo “revisionismo actual”.
Martínez Verdugo es elegido democráticamente candidato
presidencial y hace una campaña propositiva, que no sólo denuncia, sino que
busca debatir. Una campaña que se puede resumir en una de sus consignas,
“Rescatemos lo mejor de nuestra historia” y en uno de sus pósters, que tenía a
Sor Juana Inés de la Cruz y la frase: “Prefiero poner riquezas en mi
entendimiento que mi entendimiento en las riquezas”.
Otros tiempos, efectivamente.
El discurso de Arnoldo era por una revolución pacífica,
dentro de la ley y de las instituciones. Socialista, pero también democrática.
Más importante aún, no era un discurso sólo de él, sino resultado de pláticas y
diálogos, en los que el candidato presidencial escuchaba auténtica y
sinceramente a sus interlocutores.
La campaña del 82 fue relativamente exitosa y la izquierda
seguía ganando puntos en la batalla cultural. Pero los años siguientes serían de
retroceso, y los terminaría marcando el secuestro que sufrió Martínez Verdugo
–en plena campaña electoral de 1985- de parte de un grupo guerrillero, con
oscuros motivos (José Woldenberg acaba de publicar el libro Política y delirio y delito, sobre ese
suceso).
A partir de ahí, la estrella de Arnoldo se fue apagando de manera paulatina. Y en la izquierda democrática empezaron las concesiones al revolucionarismo, los devaneos contra la legalidad democrática (esas instituciones que pueden ser mandadas al diablo). Pero sobre todo se fue agotando el debate, se fue olvidando el programa o el proyecto de nación, y fueron ganando espacio el pragmatismo (otra forma de llamar al oportunismo), las prácticas clientelares, el cinismo y las mentadas.
A mí la muerte de Arnoldo, más que tristeza, me generó una
enorme nostalgia política. Y lamento, más que su partida, que los jóvenes de
hoy desconozcan y no entiendan la política y las dificultades de la izquierda
en esa época.
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