Llegamos a una ciudad de México que parece extranjera. Tiene muchos
edificios blancos, de cinco o seis pisos, de un estilo decimonónico muy
recargado, con adornos dorados. Abundan las grandes iglesias, también barrocas
y de colores muy claros. El autobús dobla (acaso iba por Avenida de la
República y ahora circula por Reforma) y hay sobreabundancia de árboles, a los
lados se ven edificios más nuevos, pero que imitan el estilo anterior. En ellos
hay cafeterías y negocios con nombres en inglés y otros idiomas extranjeros. La
gente que está en ellos se ve próspera, pero no elegante. Están serios. No
reconozco mi ciudad.
A un lado del autobús discurre una procesión religiosa de jóvenes. La
encabeza un grupo de muchachas con enormes ramos de flores en las manos. Están
vestidas con pants y chamarra con capucha. Entonan un cántico que enaltece, al
mismo tiempo, la igualdad entre hombres y mujeres y la virginidad femenina.
El autobús se detiene, descendemos. Una chica de la procesión se planta
enfrente del pequeño grupo de ¿turistas? y empieza a echarse un choro religioso
mareador. La rehuimos. Se nos vuelve a poner enfrente. Le damos la vuelta y nos
metemos en unas callejuelas. Aquello se vuelve una persecución bastante
divertida –porque sabemos que la muchacha es inocua- que incluye subir y bajar
por distintos desniveles. En el juego, nuestro grupo se separa. Yo ya perdí a
la muchacha, pero también me perdí yo.
Recalé a un mercado popular de esa ciudad de México que desconozco; la
gente habla raro, viste raro, se comporta raro. Viene hacia mí un hombre moreno
y me pregunta, en un lenguaje incomprensible, si esto es México o Acapulco (es
lo que alcanzo a entender). Le respondo que México (porque obviamente no es
Acapulco). Otro señor que lo acompaña,
moreno, de profundas ojeras y bigotito, le dice -pero en realidad me dice- en
un español con fuerte acento árabe, que esto es México, resultado de la mezcla
de culturas tras la conquista del imperio azteca por el imperio de Al-Andaluz.
-Sí, claro, los califatos de Fátima y Toledo –respondo.
-Y se ha dado una fusión muy interesante de las religiones –explica el
hombre, que ahora reconozco como árabe-andaluz-, porque Al-Andaluz tiene una
gran cultura de la tolerancia. Hay un sincretismo.
Me pregunto cómo es que han podido combinar el fanatismo religioso que
se respira con el evidente bienestar económico. En eso, he entrado a una suerte
de baños públicos, un gran edificio en donde hombres y mujeres se dirigen a
espacios separados. Tomo la ruta de los hombres.
Camino en un pasillo y veo a un grupo de jóvenes que miran unas
pantallas de plasma mientras hacen un movimiento pendular con sus cuerpos. En
las pantallas se ve la historia de Iesus,
que es el mismo y es otro. Me quedo mirando la pantalla y la música y las
imágenes van haciendo que empiece, yo también, a hacer el movimiento pendular. “¡Iesus!”,
exclamo, en un momento en el que ya siento mareos. Varios jóvenes han entrado
en una especie de trance y empiezan a dar vueltas como los darvishes, aunque
cambiando el ángulo de sus brazos. Yo también doy vueltas, más lento, pero
intento alejarme y retirarme del lugar. Noto que todos ellos traen camisas
azules; la mía es una playera verde. Veo que no soy el único que va saliendo
(aunque son más los que entran). Los mexicanos creen en un solo Dios, y Mahoma
y Iesus son sus profetas. Ahora me
doy cuenta de que la chica que al principio nos seguía con insistencia era de
una secta minoritaria: los de “Guadalajara” (de la Guadalupana).
A la salida de los baños (¿de pureza?) hay una muchacha que lleva una
camiseta color amarillo pálido en la que se dibuja la silueta estilizada de una
cabeza de puma.
-¿Es la playera de los Pumas? –le pregunto. Responde que sí.
-¿Y cómo va la porra?
Empieza a corear un goya, que es exactito al que yo conocía, sólo que
al final, en vez de “Universidad”, dice “UNAM”. Autónoma también, mira.
-¿Y hoy hay partido?
-Sí claro –dice ella-, vamos.
Caminamos unas pocas cuadras y ahí está el estadio, que no es el de
CU, pero también está hecho de piedra volcánica. Estamos por subir unas
escaleras cuando se ve perfectamente que el Xitle, el volcán al otro lado del
inmueble, empieza a hacer erupción. Corremos despavoridos, pero a sabiendas de
que es sólo por instinto de supervivencia, porque los gases del volcán
terminarán asfixiándonos.
En la huída, recalo en unas callejuelas. Muy pronto me doy cuenta de
que es un laberinto más y de que esto es un sueño. Despierto y, al despertar,
me pregunto por un instante si estoy despertándome en mi México o en otro, en
el nunca fue desterrada la Inquisición.
1 comentario:
Linda historia..sabes leí tu columna hace unos días, y me gusto tu visión de las cosas, ahora te sigo en twitter e iré checando tu blog.
Suerte en todo lo q hagas y publques ya te recomende.. sigue asi..
atte: anónima.
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