Dentro de poco más de dos meses se cumplirá un siglo de la tragedia del
Titanic. Mucha tinta correrá para conmemorar el evento y es que, más
allá del extraordinario drama humano que significó aquel desastre, visto
con la distancia que dan las décadas, fue simbólico en más de un
sentido. Era una alegoría del fin de los viejos regímenes que todavía
imperaban en el mundo, y que serían barridos muy pronto —en Europa, con
la I Guerra Mundial y el advenimiento del fascismo, el comunismo y las
democracias modernas; en México, con la revolución que estaba en marcha y
que la dictadura de Victoriano Huerta no iba a poder detener—.
Decía el viejo Marx que la historia se repite, pero una vez como
tragedia y la otra como farsa. Así parece —en términos relativos, porque
también fue trágico— el caso del naufragio del crucero de diversiones
“Costa Concordia”, frente a la isla del Giglio. También este suceso
puede ser una alegoría de los tiempos que vivimos, en Italia y en otras
latitudes.
El Titanic fue arrastrado al fondo del mar tras chocar con un iceberg
en mar abierto. La causa de la enorme mortandad de ese accidente se debe
a la insuficiencia de botes salvavidas y el escándalo derivó de que
casi todos los pasajeros de tercera clase fallecieron, mientras que casi
todos los de primera sobrevivieron. Hubo una cruel selección de clase y
—en contra de los cánones de comportamiento vigentes— fueron pocos los
caballeros —como el millonario Astor o el único mexicano a bordo, un
señor Uruchurtu— que cedieron sus lugares en los barcos de rescate. Se
salvaron más hombres “de primera” que niños “de tercera”. Era un síntoma
de que el ordenamiento de la sociedad era profundamente injusto.
En el caso del “Concordia”, el accidente no fue en medio de un océano
difícil y gélido, sino en un mar calmo, a pocos metros de la costa
habitada. No lo causó el imponderable de un iceberg, sino la estupidez
de un capitán que quiso presumir y pasar demasiado cerca de tierra, y se
topó con escollos, en el primero de una serie increíble de errores.
Lo que pudo ser un incidente menor, creció a proporciones que lo
convirtieron en gran noticia mundial, debido —en primer lugar— a la
ineptitud del ya famoso capitán Francesco Schettino, pero también a una
serie de negligencias, que hablan de un problema sistémico y que podrían
servirnos como parte de la alegoría.
Es sabido que Schettino cometió el error de acercar demasiado la nave a
la costa, desoyó advertencias, fue incapaz de ver la magnitud del
problema y, en vez de hacerle frente, pidió comida para él y una
acompañante; que ante la tragedia huyó del barco (o cayó
“accidentalmente” en un bote salvavidas) y desobedeció la orden de
regresar, emitida a gritos por el jefe de guardacostas, que estaba a
cien kilómetros del hecho.
Es menos conocido que la evacuación comenzó por iniciativa de un grupo
de oficiales, indignados por la inacción de su capitán, que fue caótica,
porque muchos miembros de la tripulación no sabían qué hacer y que la
mayor parte de los muertos se debió a este comportamiento errático: fue
gente que se dirigió al lugar equivocado de la nave. A diferencia de lo
ocurrido en el Titanic, no hubo distinciones de clase entre las
víctimas mortales.
El capitán del buque naufragado hace cien años se hundió con él. El
escarnio social fue contra el dueño, Joseph Bruce Ismay, quien escapó en
un bote reservado para mujeres y niños. En esta ocasión, el escarnio ha
sido para el capitán Schettino. Lo merece, pero no debe ser el único en
sufrirlo.
Son muchos en Italia los que acomunan el comportamiento del cobarde
capitán con el de su dirigencia política. Presumido, fatuo y ligador en
su conducta cotidiana; miedoso, indeciso e inepto en el momento de la
crisis. No faltó quien dijera que tiene un “carácter italiano” y
comparara la situación del “Concordia” con la del propio país, sujeto a
un comando torpe, egoísta e incompetente. No faltó quien viera en la del
crucero una imagen de ése y otros países a la deriva, a los que falta
un verdadero líder, un comandante que sea capaz de sacarlos del
atolladero en el que se encuentran. También a uno, aquí en México, le da
por pensar esas cosas.
Pero la pregunta —en el “Concordia” y en otros lugares— no es sólo si
Schettino, si el capitán es culpable. Hay qué ver quién lo puso ahí. La
empresa Costa Cruises se ha apresurado en lavarse las manos, cargándole
la responsabilidad completa al pobre inútil de Schettino.
Pero esta empresa fue la que lo nombró capitán de su barco principal.
Fue la que contrató una tripulación que —de acuerdo con testimonios de
los supervivientes— parecía la torre de Babel, y no se podía comunicar
en un idioma común. Fue la que cerró los ojos ante las prácticas
—denunciadas ex post— de firmar lista de asistencia a los simulacros de
evacuación, pero no asistir jamás (y por eso, por ejemplo, no tenían
idea de cómo bajar las lanchas). La que impulsó la peligrosa práctica de
acercarse a las costas para saludar a ojos vista a los lugareños.
¿Qué está detrás de todas estas decisiones de Costa Cruises? Maximizar
ganancias con una desregulación de facto. El capitán inepto es
acompañado por una tripulación en la que sólo unos cuantos se comportan
de manera profesional —con toda probabilidad, entre ellos están los
primeros indignados con la actitud de Schettino— y muchos navegan con la
bandera del menor esfuerzo. Salarios castigados y hacer nada más la
finta de cumplir con las normas.
El resultado está a la vista. Perecieron sobre todo quienes se
equivocaron de lugar, en medio del caos. Pero ese caos no surgió de la
nada: provino de una política específica: contratar barato, poner las
formas por encima del fondo y pasarse las regulaciones por el arco del
triunfo.
Creo que esa alegoría cabe para muchas partes en el mundo de hoy.
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