La venganza de los nerds
La esgrima alguna vez fue refugio deportivo de aristócratas, luego lo fue de soldados. Estos siguen existiendo en esta disciplina, pero cada vez hay más esgrimistas con pinta de estudiantes aplicados. Al menos esa es la impresión que me dejaron en los Juegos Panamericanos.
Asistimos a las fases eliminatorias de espada femenina y sable masculino, en la Unidad Revolución, de la colonia Providencia. Inician como un circo de tres pistas, que en determinado momento de la jornada se convertirá en uno de cinco, con enfrentamientos simultáneos. A nosotros nos toca primera fila, frente a la pista verde y junto a los entrenadores, que gritan desde las gradas. Primero es la poule eliminatoria femenina (se forman grupos que combaten en round robin, lo que sirve para la siembra de octavos de final y las escasas eliminaciones). Hay una dominicana elegantísima, cuyo entrenador cubano le grita tras cada contienda "¡Vira!, ¡Mírame a los ojos!" antes de darle instrucciones. Junto a mí llega el entrenador de Estados Unidos, que habla inglés con acento francés: su pupila, Courtney Hurley, una joven con tipo de muy bien portada. A ella sí le entiendo bien las descripciones que hace de cada rival. El grupo es cerrado, pero dominado por Hurley y la veterana canadiense Switzer. En otras pistas compiten las mexicanas Andrea Millán, con éxitos, y Alexandra Avena, con puras derrotas.
Vienen los octavos y, en la primera ronda de enfrentamientos, nos concentramos en la pista amarilla, donde la mexicana Millán vence a una chilena. Luego, en la que tenemos enfrente, hay un duelo típico de espadas: la venezolana Eliana Lugo, fuerte y agresiva, frente a la chilena Caterin Bravo, que tiene pinta de joven profesora de literatura, con sus lentes y su pelito y tiene una estrategia defensiva y de toques al contragolpe. Es un duelo que se va al alargue, y gana la venezolana, apoyada por el público, que siempre prefiere el ataque.
Luego toca ver la poule de hombres. Nos tocó enfrente el que a la postre sería el grupo de la muerte, compuesto por un brasileño pelirrojo con pinta de matemático, un venezolano de barbita y calvicie precoz, también de lentes, que parece estudiante de maestría en filosofía, dos personajes con pinta de aristócratas: un canadiense -que es el campeón defensor- y un argentino de ascendencia alemana. Completan el grupo un mexicano y un chileno. El mexicano no tiene entrenador, o no lo parece: en su lugar hay un cuate como de su edad que lo graba mientras grita: "¡Atento,
Perro!, ¡Por el costado,
Perro!". Lo bueno es que los consejos del amigo o hermano o coach le funcionan. El argentino domina el grupo, el mexicano derrota al canadiense y al chileno, que no ganó un solo duelo y es el único eliminado.
Los hombres en sable son diferentes que las mujeres con espada: mucho más agresivos, los toques se suceden más rápido y a menudo son simultáneos. En sable, si eso sucede, el punto se adjudica al esgrimista que estaba atacando.
En los cuartos de mujeres, la mexicana pierde de manera cerrada ante Kelley Hurley, la hermana mayor de la gringuita que había visto de cerca (acabaron haciendo el 1-2). Una cubana y una argentina completarán las semifinales y el podio.
En los octavos de hombres, el espigado argentino, Alexander Achten, gana con facilidad. Pero enfrente nos toca el duelo decisivo: al campeón canadiense Boudry toca enfrentarse -no sabemos si por casualidad o por estrategia- con el medallista olímpico de EU, James Williams (quien también parece estudiante de una maestría en ciencias). Duelo con animadversión y furia. Gritos a cada toque y reclamos al juez para que lo conceda cuando es simultáneo. El canadiense resulta reclamonsísimo. Termina por exasperar al gringo y gana por un solo punto. En otras pistas, el mexicano Ayala cae ante el venezolano nerdoso Jensen (en la foto).
Poco antes de los cuartos, el argentino
Alex (los que estamos en primera fila casi nos llevamos de a cuartos con él) dice que confía en ganar el oro si derrota a Boudry, que es quien le toca. Inicia ganando Achten, y el canadiense se pone a reclamar. "¡Calmado, Alex, tú concentrado!", le dice el entrenador. Siguen las quejas de Boudry a los árbitros, que no prosperan. Alex pone cara de extrañeza. "¡No caigas en su juego!", grita el entrenador, pero el aristócrata argentino ya se desconcentró. Al final gana el canadiense, que repetirá título (y el venezolano con tipo de filósofo se llevará bronce).
No crea el lector que todos son como el canadiense. Relatan que otro esgrimista venezolano, en un punto que decidía quien pasaba a semifinales y que le fue otorgado, fue con los jueces y atentamente les dijo que no, que el chileno había tocado primero.
Los baños (y el secreto) del Omnilife
De la esgrima nos vamos al fucho, tras una rápida comida. Dicen que estadio Omnilife está lejísimos y que por eso no se llena. Eso creíamos, pero nel, todo es relativo. Está más cerca del centro de Guadalajara que el Azteca del centro de la capital (y si me apuran, creo que también está más cerca que CU). Tampoco es cierto que sea medio inaccesible. El caso es que llegamos media hora antes del partido semifinal entre México y Costa Rica.
Si uno llega al estadio de CU media hora antes, se encuentra las gradas medio llenas (si el partido es ante un equipo de poca convocatoria) o llenísimas (si es un clásico). Aquí no. Entraba mucha gente, pero el estadio se veía medio vacío. El Omnilife, a imitación de los estadios de Estados Unidos, tiene una amplia zona de pasillos traseros, donde cabe un
mall. Por ahora hay más puestos de comida que otra cosa, muy ordenaditos, cada uno con un nombre propio de la imaginación de Vergara.
Por dentro, es monumental y la vista de la cancha es muy buena desde cualquier asiento. Faltan diez minutos para el juego y todavía se ve vacío. Lanzo una hipótesis: "la gente no se apura a llegar porque los asientos son numerados". Mi esposa Taide comenta: "pero en los partidos normales se ve así y seguro venden los boletos por bloques". Para meditar más sobre el asunto, decido ir al baño.
Los baños son lo mejor del Omnilife. Parecen de hotel o de restaurante bueno. Pulquérrimos, con lavabos y manijas de diseñador. Y uno que sólo había tenido que apurar en las porquerizas del Azteca, Azul, Olímpico Universitario, del Seguro Social y Foro Sol. Ahí sí -creo que sólo ahí- es como estadio de Grandes Ligas.
Se cantan los himnos, el partido empieza y el aforo no está ni a la tercera parte. ¿Qué pedo? ¿No que estaban agotados los boletos? Concibo otra hipótesis: "A lo mejor mucha gente se confundió y cree que el partido de México es el de las 8 de la noche".
El juego es malito, y el pasto artificial, que crea unos botes irreales, lo empeora. Atacan los mexicanos y, a diferencia de lo que ve uno en un partido de liga, los que no traen la bola no tienen claro qué hacer. Es el reino de la improvisación, en ambos lados. Pero los nuestros son, sin duda, los mejores jugadores. El portero de Costa Rica ya no siente lo duro, sino lo tupido, y no me refiero al ataque mexicano, sino a los gritos de "¡Puuuuuuuto!" cada vez que despeja (son divertidos al principio, luego cansan). A los 20 minutos del primer tiempo, el estadio está lleno como a la mitad.
El dominio de México se refleja en el marcador. Un gol del
Cepillo Peralta. Luego otro, en una serie de rebotes que parece eterna. Se está muriendo el primer tiempo, y el estadio se empieza a llenar. Llega una familia a la fila de enfrente, otra a la fila de atrás.
En los albores de la segunda parte, el mejor gol de México, que parece sellar la victoria, porque Costa Rica no trae nada (y jugando a nada se encontró con una victoria improbable ante Brasil). La gente sigue llegando. Se hace la ola. Se canta el Cielito Lindo. En la cancha hay poco (dos fallas de México, una buena atajada de Corona). Y todavía hay gente que arriva. Son 40 minutos del segundo tiempo y baja por las tribunas, entre gritos de "¡Vuelta, vuelta!", una muchacha. Se sienta entre los chavos de al lado de nosotros. Acaba de llegar al estadio.
El secreto del Omnilife, que tan a menudo parece vacío, es sencillo (y lo comprobamos en otras sedes deportivas): los tapatíos son ultra-hiper-impuntuales.
Los 9 segundos
Durante estos Panamericanos fuimos a diversas disciplinas de combate. A mi juicio la más fuerte y demandante es el judo. También es uno de los más complicados de entender para los legos. Comprender lo que es un
ippon está sencillo, porque es equivalente al nocaut, así como la acumulación de puntos cuando un contendiente inmoviliza al rival. Pero muchos vemos un
waza-ari y creemos que es un
yuko, y viceversa, y las puntuaciones cuando un judoka se libra de una llave rebasan mi comprensión. Aún así, con tanta ignorancia -compartida con la mayoría del público- es entretenido, emocionante y espectacular. Algunas llaves, estrangulamientos y luxaciones son tremendas. Además el judo, lo sabemos, es el desgreñadero.
La cita fue en el CODE II, el mismo domo de las luchas, envuelto en un griterío constante. Algunas peleas terminan rápido, otras se van al alargue y hasta la decisión. Hay cuatro mexicanos en contención y se ve que los judokas se emocionan mucho con tanta porra atronadora. Uno de ellos, Isao Cárdenas, medallista mundial de bronce, gana sus combates hasta llegar a la final de mat, donde pierde -como es su costumbre- con el campeón mundial Tiago Camilo, de Brasil. Otros hacen su luchita, en pos del repechaje. Una judoka nacional, Lenia Ruvalcaba, no dura ni 9 segundos ante la cubana, que le hace un fácil
ippon.
En medio del ruidoso ambiente, pasa una cámara de televisión y los aficionados que están junto a mí levantan una larga manta, tan larga que llega hasta donde estoy. Levanto la esquina de la manta y echo el grito de "¡Mé-xi-co!". En una de las finales de repesca, el canadiense, que va perdiendo, levanta espectacularmente a un venezolano, que cae sobre el cuello en el
ippon. Al pobre lo inmovilizan y lo sacan el camilla. Vemos un combate épico entre la cubana y una estadunidense, que va ganando la antillana, pero que es resuelto con fiereza por la gringa, en una llave tan cabrona que obliga a su rival a tapear y rendirse.
Toca de nuevo el turno a Lenia. Luchará por su supervivencia contra una brasileña. El combate dura exactamente 9 segundos y la mexicana es de nuevo puesta fuera con un
ippon."¡Qué bárbara!", comento en voz alta, "No duró ni 10 segundos en ninguno de sus combates". En eso me doy cuenta de que la familia de junto está discretamente bajando la manta: son sus parientes y amigos, que tienen cara de tristeza. Chin, qué pena.
Peor vergüenza sentí cuando me enteré que Ruvalcaba fue medallista de plata en los paralímpicos de Pekín. Es débil visual y luchó por mucho tiempo para ser considerada en las competencias convencionales. Y le tocó la llave con la campeona mundial y la subcampeona olímpica. Ahora lo veo de otra manera: esos 9 segundos de Lenia en el tatami eran, en sí, su triunfo.
Karate Kids
Las finales de karate se llevaron a cabo en el deportivo San Rafael, enclavado en una zona popular de la ciudad (insisto, qué envidiable densidad de unidades dedicadas al deporte). Atisbando la programación me dí cuenta de que el evento duraría poco: sólo cuatro semifinales y dos finales, que se resolverían en menos de hora y media.
Llegamos puntuales y el gimnasio estaba a menos del 20 por ciento de su capacidad. Hora de las semifinales masculinas. En una de ellas, el mexicano Ramírez derrota con facilidad a un brasileño. Chido, lo veremos en la final. Pero las contiendas de karate me recuerdan a las de tae-kwon-do de hace un par de décadas: fintas, fintas, fintas y poquísimos golpes. Cada intento es excitante, pero son pocos y las contiendas, muy cortas. Al final de la jornada lo comentaría con Taide mi hija, practicante aficionada de artes marciales; ella estuvo de acuerdo y concluyó: "Por eso le ganó el rugby para llegar a ser olímpico".
Una de las semifinales de mujeres se decide rápido, con victoria de la mexicana Caballero. La otra se va al alargue y la guatemalteca, con una patada al tórax se repone de una desventaja y termina llevándose la decisión. Fue la única pelea con chispa.
Paso a un receso cómico-deportivo con las simpáticas mascotas
Huichi,
Gavo y
Leo simulando combates. El gimnasio está aproximadamente al 50 por ciento... y sigue llegando gente.
Final masculina, la única que nos toca de cerca. El mexicano va ganando 2-1 cuando faltan 10 segundos, pero el venezolano se aviva, empata y fuerza un round de alargue, en el que se lleva el oro.
Hacen algo de tiempo y desarrollan la ceremonia de premiación. Ahora ya están llenas como el 80 por ciento de las gradas. Sigue llegando gente. Momento de ver la final femenil. Habrá sido la distancia, pero en esa final yo ví cómo la mexicana conectaba el punto de la victoria y el oro y los jueces, con unas banderitas muy cucas y muy arcaicas, se lo daban a la guatemalteca, que ganó 2-1. Bueno, dos platitas son buenas, me digo, y veo que el local está casi lleno.
Antes de la premiación a la guatemalteca salimos del complejo. En sentido contrario caminaban, con algo de prisa, una señora y su hijito. Ya no les tocaría ver nada.
Memorizar La Bayamesa
Día de atletismo, el deporte rey en este tipo de competencias internacionales. El estadio es bonito, pero a todas luces insuficiente para la demanda (los boletos nos los consiguió de último momento Edgar Valero) e incompleto, con tribunas hechizas frente a la zona del salto de longitud. Es el gran circo multipistas. Y como es el último día, son puras finales.
En disco femenil, el oro y el récord panamericano es para Cuba. En los espectaculares 110 metros con vallas, gana con facilidad el campeón olímpico Dayron Robles. También Cuba se llevará los 800 metros planos varoniles, con un atleta más presumido que los velocistas gringos superestrellas, el salto de garrocha (donde el cubano se enfrascó en gran duelo con el mexicano Lanaro y con un gringo, para terminar ganando y rompiendo récord regional), el lanzamiento de jabalina (otro triunfo de Cuba), los 3 mil steeplechase en ambas ramas (una victoria de EU, otra de Venezuela), el salto triple femenil, donde una colombiana dio la sorpresa sobre la olímpica cubana Savigne y los relevos, donde -como Jamaica y Estados Unidos mandaron un equipo B- Cuba volvió a imponerse en tres de ellos, y Brasil en uno, mientras México hacía el ridículo en los cuatro.
Una hermosa jornada deportiva, aderezada con la repetición hasta el cansancio del himno nacional cubano. Las dos Taides acabaron aprendiéndose La Bayamesa y a mí la tonada me duró como tres días en la cabeza.
Mi querido capitán
Penúltimo día de los Panamericanos, que ya han hecho estragos en la salud de Taide, mi esposa, con el cuerpo cortado y amenaza de gripón. Así que salgo, muy tempranito, con Taide mi hija para ver los 50 kilómetros de marcha, en un circuito por la magnífica Avenida Vallarta. Llegamos cuando la prueba lleva como media hora y las calles están todavía semivacías. Nos colocamos estratégicamente debajo de un árbol. Está fresco, pero no tardará en hacer calor. Vemos pasar el pelotón puntero, son cinco marchistas: los mexicanos, los guatemaltecos y un ecuatoriano, Chocho. Pocos metros atrás pasa un grupo con dos colombianos, el ecuatoriano Saquipay y un brasileño. Descolgados, un salvadoreño y un chileno que flotan, otro brasileño, un gringo, dos ticos y muy atrás, un gringo viejo, de 50 años, que quién sabe cómo le hizo para inscribirse a esta prueba con un registro de más de 5 horas.
Pasan las vueltas. Tomamos un refrigerio comprado en la tienda de atrás. Platico con mi hija de mis experiencias como marchista. Llegan junto a nosotros unas chicas de Chihuahua, admiradoras de Horacio Nava, nuestra carta fuerte, y nada más a él le echan porras. Distribuyen aplaudidores. Se va formando el ambiente. Medimos a cuánto están haciendo los dos kilómetros (que implica pasar dos veces frente a nosotros): en 9 minutos y 7 segundos. "¡Mantén el ritmo!", le grito a Nava. Por ahí pasa Carlos Mercenario, medallista olímpico. Al rato veo a Raúl González, nuestra máxima gloria en la marcha, y me tomo una foto con él. El otro competidor nacional es su pupilo.
Pasa la mitad de la prueba. El chileno, el brasileño retrasado y el gringo viejo han sido descalificados. Nava se rezaga unos metros del grupo. Checamos. Los dos K en 8:51. Siguiente vuelta, 8:45, Nava está un poco más retrasado. "¡Pégate, pégate!", le grito cuando pasa frente a nosotros. De los perseguidores, sólo uno de los colombianos mantiene el ritmo. El otro ha tenido que hacer una parada técnica en unos sanitarios que tenemos como a 20 metros. Saquipay está echando el bofe. Viene de nuevo el pelotón, pero ya sin el ecuatoriano Chocho, que ha sido descalificado. 8:54, Nava ya se pegó.
Un par de vueltas más (estaremos en el kilómetro 30) y el grupo se ha deshecho. "Ya empezó", exclama Raúl González atrás de nosotros, y se mueve hacia la zona de abastecimiento. Pasan el mexicano Ojeda, a unos metros va un guatemalteco, Nava está en tercer lugar y el otro guatemalteco se rezaga. De regreso -no ha pasado un kilómetro- y el chihuahuense alcanza al chapín. El cuarto guatemalteco ya está retrasadísimo, y parece lesionado. Saquipay abandona justo frente a nosotros. El único que parece amenazante es el colombiano, que está recortando distancias. "Cuando pasen los mexicanos y el colombiano frente a nosotros, en diferente dirección, estaré tranquilo", le comento a Taide.
Tiempo después -los atletas están empapados, han cambiado a cada vuelta su gorra sudorosa por otra, que contiene pedacitos de hielo-, Nava toma la punta, Leyver lo sigue de cerca, el guatemalteco se aleja y el colombiano ya no recorta tiempo, incluso lo pierde. Los mexicanos son los únicos que siguen a 9 minutos el par de kilómetros. Hace rato que las calles están repletas y se escucha retumbar el grito de "¡Mé-xi-co!". Me acerco a la zona de abastecimiento para preguntar cuántas vueltas faltan, si dos o tres. Faltan tres. Sólo hay cinco atletas en la misma vuelta. La distancia entre los mexicanos y el resto es creciente. Se dibuja una sonrisa en el rostro del soldado Nava cuando le grito: "¡Vamos, capitán, ya queda menos!".
Cuando pasan de ida frente a nosotros, en la última vuelta, Taide y yo nos encaminamos a la meta. Tardamos poco en ver a Horacio, que viene de regreso, y ahora su sonrisa es enormísima. Detrás va José Ojeda, que tiene la sonrisa sólo en sus ojos, y un rato después, el guatemalteco, quien también se ve satisfecho. Ya están en los arcos. Es el 1-2 para México. La medalla de oro que ya nos tocaba ver, en unos juegos tan exitosos.
Así, con ese gusto, realzado por todas las otras victorias mexicanas y por el éxito de Guadalajara como anfitriona, sí puede ir tranquila la familia -¡ocho días después de haber llegado!- a visitar el extraordinario Hospicio Cabañas.